viernes, 15 de junio de 2012

Un relato, historia o cuento de Madagascar


 lunes, 10 de septiembre de 2007

José Mª Amigo Zamorano: 'La Higuera y La Fuente del Amor'
A Flavien Ranaivo
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Cuentan que hubo una vez, hace tiempo, en una de las doce colinas de Imérina, en la meseta central de Madagascar, una fuente que manaba entre las rocas un agua fresquísima y que cerca creció una higuera tan grande y tan frondosa que acudían a ella muchas avecillas y entre sus ramas se declaraban amor eterno.

A su sombra, algunos jinetes dejaban sus caballerías, mientras bebían el agua de la Fuente del Amor que, así, con ese nombre, de esa manera, la denominaban. O bien se bañaban en una poza o alberca que, más abajo, en una hondonada, la fuente alimentaba.

A pesar de todas estas virtudes, no era muy visitada por las gentes del valle que a sus pies se veía, debido a la enorme dificultad de llegar hasta allí.

Sin embargo, cuentan que, una buscadora de aguas, solía acudir muy a menudo con su cántaro. Desde aquel lugar, sentada a la sombra de la higuera, contemplaba los arrozales de su valle.

La buscadora de aguas era una moza muy hermosa: tez de ámbar, labios rosados, ojos de almendra… Contaban que ascendía como paloma, sendero rocoso, abrupta pendiente, agarrándose a piedras de las formas más caprichosas que por allá abundaban, hasta arribar a su fuente preferida, la Fuente del Amor. Llegaría acezando, abiertos sus labios de rosa para acercarlos sedientos a la fuente amorosa. Labios que, sin embargo, eran atractivos; atractivos y, se contaba con cierta ironía, posiblemente mentirosos; lo decían porque, a la joven y hermosa buscadora de aguas, le gustaba mucho hablar y ya dice el refrán: quien mucho habla, mucho yerra.

La buscadora de aguas sabía, por haberlo recorrido muchas veces, que a la vuelta del último repecho, la esperaban al principio, la higuera y la fuente y luego, tras su encuentro fortuito, su mozo de la meseta.
De regreso, desciende, cauta pero segura, la pendiente. Él, el mozo de la meseta, la ve asirse de vez en cuando, con una mano a las hojas de áloes, lisas y puntiagudas, mientras que, con la otra, sostiene el cántaro de barro.

¿Qué puede soñar bajo su lamba que moldea unos seños, imaginados por él, como firmes, suaves y puntiagudos? ¿Con qué puede soñar ese cuerpo que tanto conturba a ese hombre que se queda sentado, ahí, junto a la higuera, mirándola?

Un día la conoció viéndola subir con su lamba, agitado por el viento, que parecía aletear como una paloma colina arriba. Y luego cuando estuvo cerca de ella junto a la fuente y le habló, quedó prendido de sus labios de los que manaban palabras como agua del manantial. Desde ese instante, ya no fue el mismo.

Todos notaron que algo le había sucedido al mozo de la meseta, sin saber la causa, ya que pasó de sosegado, tranquilo, prudente, manso, pero un poco triste, a convertirse en alegre y nervioso, sobre todo por la mañana de ese verano y siempre pendiente de la hora de la comida. Comía presuroso. Luego, inmediatamente, a mediodía, a esa hora en que el sol más aprieta, montaba su caballo y, a galope tendido, por toda la llanura de Imérina, salvando muros, sorteando espinos, brincando el riachuelo peligroso que cruza en medio del recorrido, corría hasta su amada; la mirada, fija, al frente: en la cabeza del caballo; su cara morena, sus ojos de almendro, azotados por el viento ardiente de la llanura imerniana; sus labios aceitunados, lisos y puntiagudos, estaban ya entre las hojas de la higuera antes de llegar; las manos, alargadas y finas, sujetan las riendas, espantan moscas, acarician el cuello del caballo... Su cuerpo sudoroso, castigado por el duro trabajo del campo en verano, levita. Llega, siempre, antes que ella a la higuera. Deja el caballo a la sombra. Se zambulle en la alberca de la fuente. Se seca. Se viste. Se sienta. Espera… ¡Ahí está! ¡Ya viene! ¡Ya llega… cuesta arriba! Suspira… Últimamente no iba todos los días a la cita y se quedaba triste.

Cuando se presenta lo inunda de besos y lo envuelve de palabras. Él no dice nada. ¿Para qué?... La mira. La admira. La quiere. Y, con la lluvia incesante de palabras, con la música de vocablos que sale de su boca, lo arrulla, lo embriaga, lo adormece, lo acoge en su seno… Cierra los ojos y se duerme. Ella lo mira, lo acaricia, lo besa. Luego se va.

Así son sus citas: castas, limpias, puras, inmaculadas.

Cuando él se despierta, coge su caballo y, apresuradamente, vuelve a su trabajo en la aldea.

Cuentan que una noche, en la fiesta de una aldea de la llanura de Imérina, ella sintió deseos imperiosos de estar a solas con él y le propuso una galopada hasta la higuera y la Fuente del Amor.

La noche estaba blanca como la leche. Las vacas de la luna, recién paridas, no necesitan ordeño para donar su líquido blanquecino; las ubres lo regalaban: llenando hondonadas, pintando montículos, señalando grietas, alumbrado vallas… El arroyo brilla con un resplandor de leche metálica. Y las estrellas, igualmente maculadas de leche, se pierden… se pierden en el gran río de la Vía Láctea.

La noche estaba tibia, como tibio está el cuerpo del jinete al que ella se abraza temblando. La noche invitaba al paseo a la luz de la luna. El caballo respira fuerte el aire nocturno, blanqueado por la luna. Relincha. Se acerca velozmente al riachuelo. Salta. Mas, por desgracia, acostumbrado, como está, al peso de un solo jinete no llegan, sus patas, a la otra orilla, resbala, se tropieza y cae, lanzando a la pareja al suelo.

Se cuenta, y no hay razones para pensar nada en contra, que la moza, buscadora de aguas, labios de rosa, ojos de almendra y tez de ámbar, se levantó conmocionada por el golpe, acudiendo presurosa a ver a su mozo moreno, de ojos almendrados y labios lisos y puntiagudos, que yacía, en el suelo, como muerto. Se dice, y debió ser verídico, que al verlo así, despatarrado, sangrando y sin moverse, se mesó los cabellos, se rasgó las vestiduras y llorando y gritando y corriendo, marchó a pedir socorro.

También cuentan que, días después, acudió a visitarlo al lugar donde lo estaban curando. Lo halló, horrorizada, inconsciente aún y con una pierna cortada, debatiéndose entre la vida y la muerte.

Cuando, al cabo de muchos días, el mozo de la meseta, volvió a la consciencia lo primero que hizo fue preguntar por ella; diciéndole los familiares y amigos que había venido, una vez, a visitarlo. No atreviéndose a comunicarle que, al día siguiente de recibir su visita, en el recinto donde yacía postrado, la moza, ojos de almendra, tez de ámbar, moldeados los seños, (que él presentía firmes, suaves y puntiagudos), por el lamba, cogió su cántaro y emprendió subida, sendero rocoso, abrupta pendiente, agarrándose a piedras de las formas más caprichosas que por allá abundaban, hasta arribar a su fuente preferida, hacía la Fuente del Amor. Y nadie la ha vuelto a ver, ni viva ni muerta. Aunque, dicen, algunos, las malas lenguas, que se…

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