martes, 19 de junio de 2012

José Mª Amigo Zamorano: La llamaban Jara Rosa o algo así


Sabía que tenía un nombre parecido a Jara Rosa o Marta Rosa. Lo recuerdo porque Jara Rosa era una moza de mi misma edad por la que, de muy jóvenes, todos sentíamos una atracción irresistible. No, no era guapa pero tenía un algo... Ese algo podría ser unos grandes labios rosados, carnosos... ¡Aún tiemblan los míos!

No sé que habrá sido de ella. Tal vez se haya muerto o esté tumbada en la terraza de una ciudad o en una playa y sus labios estén siendo acariciados por el sol, como el sol acaricia a ésta que está ahí, al lado de las otras tres, quienes, sin embargo, se mantienen a pie firme. Tendré que preguntarle el nombre a alguno de mis amigos del pueblo. Ellos, seguro, la conocen y sabrán su nombre. De paso, les preguntaré si se acuerdan de Jara Rosa. "Ah, si, me dirán, la de los morros de rosa" Y se reirán. No porque la tal Jara Rosa provocara la risa, no; simplemente por la comparación de los labios de ella con los morros de una rosa, que entonces le sacamos. Los conozco bien.

Fue, sin duda, denominada así por lo abierto de ellos, tanto que se salía de lo común; sin afearla; al contrario: volviéndola más atractiva. Una prueba fue aquel día, a la caída de la tarde, casi de noche, a la hora del rezo del llamado Santo Rosario de la Iglesia Católica, hacía el templo nos dirigimos todos los medio jóvenes, casi niños. Tras ella. Pisándole los talones. Tantos éramos que debió de temblar de miedo, ¡la pobre!, y echó a correr, cuesta arriba, hasta la iglesia. Lloraba y el cura nos echó una violenta filípica que la mayoría no comprendimos del todo.

Y es que ese algo, esa atracción, que decía más arriba era, qué se yo, casi animal, sexual, ¡a lo bestia! Lo digo ahora, porque entre los que le seguimos había algunos mozos hechos y derechos a los ya se les endurecía, bien endurecido, el miembro viril (o picha como lo nombrábamos allí), igual que a los burros cuando estaban en celo o a los caballos.

Aquella atracción debió ser similar a la ejercida por ésta, que está ahí tirada, todo lo larga que es: hacia ella también se van muchos moscones, abejorros, mosquitos... en fin: todo bicho con ganas de meter el cuezo, chupar, lamer...

Lo comprendí, recordando a la moza, por tener el colorido rosáceo. En este momento parece mirar al sol, ese que, como dice el poeta Perse, está entre nosotros y su fuerza es patente aunque no lo nombremos. El sol. Tan poderoso que ella quiere ser penetrado por él; y más ahora que es verano; aprovecharse de cada rayo, de cada brizna dorada, sacarle todo el provecho posible; pues, aunque al principio parezca muy larga la estación estival, es, en realidad, cortísima; luego, el otoño transita entristeciendo poco a poco la naturaleza, viniendo, el verde lujurioso, a extinguirse para entrar en el invierno, libre de polvo y paja; estación que es el reino de la nada. Relativa, es cierto.

Mas ella, acostada entre el follaje, no lo sabe. No puede saberlo; la conciencia de la caducidad o perennidad de las cosas de este mundo, en plena floración, cuando todas las potencialidades se hallan en la cúspide, latiendo, consumiéndose en su fuego... el término, el final del trayecto, se ve lejos; tan lejos, que el pensamiento no pierde ni una milésima de segundo en entretenerse en esa, remotísima, posibilidad; la clausura de la vida es una posibilidad que, hay que decirlo, existe, como nos recordaba Perse del astro rey que, aunque no lo nombremos, se hallaba entre nosotros. Pero, para ellos y para ellas, para la juventud en general, si, acaso, existe, es en dichos populares, en frases hechas, en consejas de brujas, en cosas de viejos, que, algún día, quizás, cobrarán siniestra relevancia, pero ahora, aquí y en este momento... se halla fuera del circuito.

¡Ah, la de los morros de rosa!... ¡Qué recuerdos!...

Parecida, a ésta, hasta en la vegetación que la rodea: parras, enredaderas, cardos, cañalejas, anises, amapolas reales... yerbas por doquier, todo salvaje, asilvestrado, donde nadie se ha preocupado de cortar nada...

Parecido, semejante... a aquel otro lugar. En la misma estación. Cuando el sol más aprieta las tuercas de su poder. Entre mediodía. Hacía las tres o las cuatro de la tarde. A esa hora en que reina, majestuoso, el silencio solo quebrado por el zumbido de algún que otro insecto. Cuando las abejas y las avispas acuden a beber, sedientas, a charcos, veneros y fontanas. Cuando los pájaros se refugian entre el ramaje de los árboles...

A esa hora entró la moza, dispuestos sus labios carnosos, rosados, a masticar moras, a morder manzanas, a acercarlos a los racimos de uvas de teta cabra, a charlar, a conversar, a jugar... huyendo de la siesta.

Levantaba las piernas, mucho, al andar, la moza, para no lastimarse con las espinas de algunas plantas de la maleza. Y a cada paso que daba dejaba ver su piel blanca como el marfil, entre sus piernas, a la altura de su sexo, tapado con prenda de tela negra.

Y el que la esperaba ardía en deseos.

En una de las zancadas sintió la moza un pequeño arañazo en el muslo, cerca de sus negras bragas, allí, donde tapaban su sexo poderoso. Se levantó la falda y comenzó a frotarse. Miró en derredor. Nadie. Las plantas la cubrían, amorosamente, impidiendo el menor atisbo de miradas impertinentes. Se arrimó, muy cerca de él, al árbol. Sentose bajo sus ramas, recostando en el tronco su espalda. ¡Qué gusto! ¡Qué placer sentía al frotarse sus muslos en la intimidad defendida por parras, enredaderas, amapolas reales, malvarrosas...!

Interrumpió sus recuerdos... ¡Claro!... ¡Malvarrosa!... Esa era la planta que yacía en el suelo... Sus flores rosas, abiertos los pétalos, como los morros de Jara Rosa... La malvarrosa, tirada ahí, junto a las otras tres que, por lo que fuera, permanecían de pie...

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