miércoles, 20 de junio de 2012

La amarga amante de Omar


1.
 La segunda cita tuvo lugar en la misma ciudad de Naishapur. Dulce Orballo acudió al mercado con su prima y con Al-Jaliloscar, el albañil con el que llevada días saliendo y al que le había tomado cariño. Un cariño suave, balsámico, tierno. No es que sintiera enamorada, pero con él se sentía protegida del jefe de los albañiles, el cojo que intento violarla, y cobijada de las habladurías de la aldea. Establecieron el puesto del mercado y a media mañana apareció Omar Khayyam, paseando por el claustro que rodeaba el mercado. Vestía con un caftán blanco y en la mano llevaba un bastón cuyo puño era de alpaca plateada. El claustro tenía numerosas columnas y se unía al resto de la ciudad por numerosas callejuelas cuya estrechez impedía al sol ejercer su poderío. Así se protegían sus habitantes del calor asfixiante del verano. No había conocido a Dulce Orballo que vestía un caftán rojísimo con caperuza que escondía prácticamente el rostro y la más mínima parte de piel de su cuerpo. La túnica llegaba desde los tobillos hasta el cuello pues la abertura del pecho estaba abrochada por uno cordón rojo. Igualmente roja era la pintura con la que sea había pintado las uñas de los pies.

Caminó Omar Khayyam claustro adelante desviándose de los puestos del mercado y alejándose de las miradas de las gentes que iban de puesto en puesto. En la penumbra del claustro se recostó en una columna desde donde veía sin ser visto. A la derecha una calleja se abría toda en penumbra al fondo de la cual se veían algunos árboles. Pasó una mujer que lo miró con desconfianza. Estaba nervioso. Y dio con el bastón en el suelo. La mujer se asustó y avivó el paso callejuela adelante mirando de cuando para atrás. Del mercado salieron en eso momento varias mujeres que se internaron por varias de las callejas que salían del claustro. Bajó la cabeza mirando su bastón. Unos pasos se oían cada vez mas cera de él. Miró al suelo en esa dirección. La mujer que venía calzaba unas sandalias de piel de terciopelo que contrastaban con unos pies blanquísimos con las uñas pintadas de rojo chillón. Pasó casi sin mirarlo. Pero Omar supo enseguida que era ella, su Dulce Orballo. Dobló a la derecha por la calleja que al final se asomaban unos árboles. La siguió. Volvió varias veces la mirada hacia tras. No venía nadie. Estaban solos. La adelantó y torció a la izquierda, a la entrada de un patio oscuro que allí tenía su amigo Rustem. Ella siguió sus pasos, pero antes de meterse donde él estaba volvió a observar la calleja a derecha e izquierda con cierta prevención. Se quitó la capucha. En la semioscuridad contempló sus rojos y carnosos labios. Se miraron largamente. Con el bastón recorrió el centro de su cuerpo desde los pies hasta el lazo rojo que abrochaba la abertura del pecho hasta el cuello. Se acercó más. Alargó su mano izquierda hasta rozar sus dedos los labios, la mejilla, el cuello… Oyeron pasos y se apretaron como la sombra a la pared. Latían el uno en la otra. Se besaron. Los vestidos de ambos eran finos como la seda. Y juntos así en la penumbra sus formas se acoplaban como carne desnuda.

Y antes de proseguir el relato del segundo encuentro de Omar y Dulce Orballo conviene hacer un punto recordando una rubayata del poeta persa:

De sufíes de taberna sigue solo el camino;
Busca sólo tu amante, tu canción y tu vino.
En tu palma la copa y el cántaro en tu hombro:
No hables torpemente y bebe vino, amor mío.

2.
Allí, apretada contra la pared, se sentía mal. Dulce Orballo se separó de él, miró con cautela al callejón y marchó adelante, hasta la luz que se veía al fondo. En realidad, aquel espacio, era el mausoleo del poeta Omar Khayyam de donde él había tomado su nombre. Un monumento que semejaba varios lazos unidos. No había nadie pero, por si acaso, se volvió a poner la capucha. No es que le tuviera miedo al joven albañil, no. A quien tenía miedo de verdad era a esos islamistas radicales. Ante esos energúmenos nada podía, ni su joven albañil, ni Omar, ni nadie. Y bueno, Omar menos que nadie. Era viejo… viejo no en el sentido de caduco, no; era, eso si, frágil, tormentoso, apasionado; a ella le atraía, quizá, por todo eso; no se sentía tranquila junto a él; a veces lo detestaba y otras lo excitaba; nunca con la mansedumbre que le infundía Al- Jaliloscar. Antes, cuando le recorría el cuerpo con el bastón, lo odiaba y le pareció más que viejo, viejísimo. Lo hubiera abofeteado. Luego, cuando se besaron se le pasó el enfado. Y con el abrazo, cuando sintió la verga de él tiesa apretando su cuerpo, sintióse orgullosa de su poder ante él. A la sombra de un árbol centenario la arrimó hasta el tronco, metió sus manos por las anchas mangas del rojo caftán acariciando sus brazos hasta las axilas. Ella cerró los ojos cuando los dedos se extendieron por sus senos, entreteniéndose en los pezones que se le endurecieron. Como sabía el cabrón, tocar las teclas para excitarla. 

Volvió a oírse algo. Quizás el salto de los pájaros de rama en rama. Pero se separaron con miedo.

-Mejor será que salgamos de la ciudad, atravesemos el puente, como la otra vez, y nos internemos en el bosquecillo que crece junto al arroyo…

-De acuerdo, vete tu delante. Yo te seguiré sin que nadie sospeche nada.

Omar la vio irse alejando del mausoleo. Reconoce que no es, precisamente, una Diana cazadora, ninguna beldad, pero a él le gusta. Las formas del cuerpo se notaban, aún más, cuando el viento apretaba el vestido rojo a la piel, dejando que los pechos o el culo se apreciaran en toda su redondez. Quizás demasiados senos y demasiado culo, pero, para él, y lo repetía, eran el summun de belleza. El fino tejido se pegaba a la piel, adquiriendo un color menos chillón, tirando a carne.

Había venido con la intención de hacerle algunas preguntas acerca del futuro de ambos porque unas entrevistas, casi clandestinas, como las que habían llevado a cabo hasta ahora, no eran lo más convenientes tal y como se estaba poniendo el ambiente religioso. A ella podían lapidarla y a él... bueno, no estaba para ponerse a correr a sus años. Con ese fin se había acercado a ella, pero su cuerpo, sus labios, sus brazos, sus senos, el latido de su sangre ansiando poseerla, una vez más, le impedían pensar con claridad. El sonido de la seda, mientras caminaba delante de él, le nublaba el pensamiento. 

Desde el puente que atravesaban se veía, a las orillas del río, lavar la ropa a las mujeres. Más allá de las lavanderas, una familia extendía un mantel sobre el césped y colocaba cubiertos. Sin duda, habían ido a comer cerca del río.

Es relato, del segundo encuentro, continuará, pero ahora hacemos un receso colocando la siguiente rubayata, esta vez en italiano, de Omar Khayyam:

Quando l'ebbro Usignolò trovò la via del Giardino.
E ridente trovò il volto della Rosa e la coppa de Vino.
Venne e in misterioso bisbiglio mi disse all'orecchio:
"Considera bene: la vita trascorsa mai piú, mai piú non si trova"

3.
Dulce Orballo caminaba absorta a todo lo que la rodeaba. Con ese vestido ancho se sentía libre como un pájaro. Toda su abundante carne, se había vuelto como pluma ligera movida por el viento suave de esa mañana. A cada paso se notaba, ingrávida, flotando por el espacio. El aire se metía entre las mangas, entre los pies... Acariciaba su pecho introduciéndose por los lazos del cordón rojo, encontrándose, en su recorrido, con el que subía de las mangas arriba y de los pies. Era como una continuación de las caricias que, él, Omar, acababa de darle en el patio oscuro de la calleja. Sus miedos, sus temores, sus inquietudes... ante el porvenir, ante el incierto futuro, se le estaban desvaneciendo como el humo. Aún tenía los dedos del viejo amado, de su viejo enamorado, en sus labios temblorosos, en sus mejillas ardientes, en sus pechos conmovidos. Y cada racha del cálido viento era como una embestida amorosa sobre ella. Se hacía lujuria andante. Su roce entre las piernas, mientras andaba, se trasmitía como una descarga de placer hasta el último rincón de su cuerpo. Y levantaba los brazos queriendo abrazar al aire.

Tan ensimismada estaba que no se dio cuenta que, él, la había cogido por la mano y la llevaba por un sendero adelante, en el que las hierbas, cada paso que daban, se hacían más altas. Notó, eso si, que la cogían por la cintura, le desataban el lazo rojo, le acariciaban los pechos, le levantaban el caftán… Sintió como las hierbas cosquilleaban sus carnes, como el viento la envolvía, como las manos recorrían sus cuerpo, como le susurraban, al oído, palabras de amor eterno. Vocablos cálidos, suaves, sugerentes, se metían en su oreja, atravesaban el tímpano y la acariciaban, poniéndole la carne de gallina. Miró a derecha e izquierda con la vista turbada. Solo el follaje la rodeaba. Y el zumbido de los insectos. Y el cantar de los pájaros. Y el aleteo de las mariposas. Y el arrullo de del agua.

-Por aquí, mi vida. Vamos fuera del sendero hasta la orilla del arroyo.

-Por donde tu quieras llevarme, mi amor.

Y apartando hierbas, la llevó a un claro cerca de arroyo.

-Nos sentaremos aquí, mira, en el césped.

-¿Seguro, mi amor, que aquí estaremos bien?

-Aquí no tendremos testigos que nos digan si somos padre e hija.

-Bien, mi viejo enamorado.

Lo miró, le cogió la cara entre sus dos manos blanquísimas y gordezuelas, le beso en la frente, en los ojos, en las mejillas. Se separó un poco, lo volvió a mirar y lo besó en los labios, primero suavemente y luego con desesperación.

-Dime, ¿dónde está tu vejez?

Le había hecho esta pregunta mientras lo seguía acariciando.

Él, por toda respuesta, le subió el caftán hasta la cintura, para poder tener la suave piel de ella rozando sus manos. Se abrazaron. Sintió ella como latía su miembro debajo del caftán. Y lo acarició. Se sintió emocionada y suspiró.

Aquí dejamos, un rato, el relato y colocamos otra rubayata del poeta persa del vino:

¡Vino! Siempre logras que se líen con lógica
los setenta y dos sabios que sin cesar discuten.
Eres el alquimista que trasmuta en oro
el plomo de nuestra existencia cotidiana.

3.
 Dulce Orballo caminaba absorta a todo lo que la rodeaba. Con ese vestido ancho se sentía libre como un pájaro. Toda su abundante carne, se había vuelto como pluma ligera movida por el viento suave de esa mañana. A cada paso se notaba, ingrávida, flotando por el espacio. El aire se metía entre las mangas, entre los pies... Acariciaba su pecho introduciéndose por los lazos del cordón rojo, encontrándose, en su recorrido, con el que subía de las mangas arriba y de los pies. Era como una continuación de las caricias que, él, Omar, acababa de darle en el patio oscuro de la calleja. Sus miedos, sus temores, sus inquietudes... ante el porvenir, ante el incierto futuro, se le estaban desvaneciendo como el humo. Aún tenía los dedos del viejo amado, de su viejo enamorado, en sus labios temblorosos, en sus mejillas ardientes, en sus pechos conmovidos. Y cada racha del cálido viento era como una embestida amorosa sobre ella. Se hacía lujuria andante. Su roce entre las piernas, mientras andaba, se trasmitía como una descarga de placer hasta el último rincón de su cuerpo. Y levantaba los brazos queriendo abrazar al aire.

Tan ensimismada estaba que no se dio cuenta que, él, la había cogido por la mano y la llevaba por un sendero adelante, en el que las hierbas, cada paso que daban, se hacían más altas. Notó, eso si, que la cogían por la cintura, le desataban el lazo rojo, le acariciaban los pechos, le levantaban el caftán… Sintió como las hierbas cosquilleaban sus carnes, como el viento la envolvía, como las manos recorrían sus cuerpo, como le susurraban, al oído, palabras de amor eterno. Vocablos cálidos, suaves, sugerentes, se metían en su oreja, atravesaban el tímpano y la acariciaban, poniéndole la carne de gallina. Miró a derecha e izquierda con la vista turbada. Solo el follaje la rodeaba. Y el zumbido de los insectos. Y el cantar de los pájaros. Y el aleteo de las mariposas. Y el arrullo de del agua.

-Por aquí, mi vida. Vamos fuera del sendero hasta la orilla del arroyo.

-Por donde tu quieras llevarme, mi amor.

Y apartando hierbas, la llevó a un claro cerca de arroyo.

-Nos sentaremos aquí, mira, en el césped.

-¿Seguro, mi amor, que aquí estaremos bien?

-Aquí no tendremos testigos que nos digan si somos padre e hija.

-Bien, mi viejo enamorado.

Lo miró, le cogió la cara entre sus dos manos blanquísimas y gordezuelas, le beso en la frente, en los ojos, en las mejillas. Se separó un poco, lo volvió a mirar y lo besó en los labios, primero suavemente y luego con desesperación.

-Dime, ¿dónde está tu vejez?

Le había hecho esta pregunta mientras lo seguía acariciando.

Él, por toda respuesta, le subió el caftán hasta la cintura, para poder tener la suave piel de ella rozando sus manos. Se abrazaron. Sintió ella como latía su miembro debajo del caftán. Y lo acarició. Se sintió emocionada y suspiró.

Aquí dejamos, un rato, el relato y colocamos otra rubayata del poeta persa del vino:

¡Vino! Siempre logras que se líen con lógica
los setenta y dos sabios que sin cesar discuten.
Eres el alquimista que trasmuta en oro
el plomo de nuestra existencia cotidiana.

4.
Y, tras el suspiro de Dulce Orballo, él dijo:

-¿Nos sentamos?...

-Si si. Pero, para no machar mi caftán de verdín, tendré que quitármelo…

-¡Mmmm! Me gustará verte desnuda para mi.

-Y… si nos ve alguien… ¡qué vergüenza!...

-Pero, mi vida… por aquí no pasa nadie.

-¿Y si pasa?... ¿Por qué no subimos… allá?

-¿Dónde?

-En la cueva de ahí arriba… ¡Venga! ¡Vamos!

-No…

Dulce Orballo lo cogió de la mano como un niño. Atravesaron el arroyo y comenzaron a subir la cuesta. No era mucha la distancia, aunque estaba llena de obstáculos que, a él, le costaba superar... A mitad de camino se sentó en una piedra porque se ahogaba. Lo miró un poco extrañada. La vejez se le estaba mostrando en toda su desnudez.

-No estás en forma, mi viejo. Se ve que te estás abandonando. Tienes que andar más.

-Es una prueba de lo que puede ser nuestra convivencia diaria. El contraste, dramático, entre la juventud y la vejez. Un día, a lo mejor, no podré valerme por mi mismo…

-Bueno, para eso estoy yo, mi amor, para cuidarte...

-Para cuidar a un viejo y limpiarle su mierda. Yo no puedo sacrificarte así. Enterrarte en vida. Te quiero demasiado.

-¡Joder!... ¡Ya estamos otra vez con lo mismo!...

-No te enfades conmigo, por favor.

-No, no es eso, cariño. Es que… me pones de los nervios...

-Perdóname, pero, algún día, me agradecerás si no sigo adelante con esta relación.

-¿Es eso lo que quieres?

-No, pero… Bueno… Nada, no he dicho nada... Vamos, ya he descansado.

-Mira, yo te ayudo a subir. Ha sido mía la culpa de este mal trago que estás pasando.

Y le cogió del brazo. Y entre bromas y veras llegaron, agotados, a la cueva.

-¡Ves! Yo también me canso. Me sobran kilos.

Se metió en la cueva y se quitó el caftán. La carne, roja por el esfuerzo, le brillaba cubierta de sudor. Los pechos, con los pezones tiesos, se movían al ritmo de la respiración. Los ojos le bailaban en las órbitas, cantarines y burlones.

–Mira mis pechos. Por ti se desbordan.

Decía bromeando, dirigiéndose a Omar al que desnudaba con la mirada. Estaba salida como una burra en celo. Comprendía Omar el ansia de la moza, sin que en ese momento él pudiera satisfacer las necesidades perentorias de la hembra, por el cansancio acumulado en la subida a la cueva. Tenía que recuperarse de alguna manera... aunque ella no le diera respiro alguno, porque no lo dejaba descansar, acercandose cada vez más, como lo estaba haciendo en ese momento...
-
No te gusta mi desbordante carne. Late por ti. Por ti ha sido acumulada la grasa de mi cuerpo.
Y Dulce Orballo se tocaba sus pechos.

Dejamos a D. Orballo tocándose sus pechos y hacemos una pausa en este relato verdadero, colocando una rubayata del poeta de Naishapur:

Si tuviese en mis manos sobre el cielo poder,
Sin tardanza ninguna lo haría demoler
Y alzaría otro mundo en donde un hombre libre,
Sin cerrarle caminos, encontrase el placer.

5.
Y Dulce Orballo se tocaba sus pechos, y se tocaba su tripa, y se tocaba su entrepierna y... lo miraba a él, que estaba a la entrada de la cueva, apoyando su mano en el techo de la entrada... Pero no se movía... Estaba cansado, muy cansado. De repente, para ganar tiempo a que su cuerpo se recuperara dijo: 

-Espera un poco. 

Y se dio la vuelta desapareciendo de la vista de ella.

-No me dejes ahora, por favor.

-Vuelvo enseguida. Le oyó que decía.

Recogió brazadas de helechos que llevó a la cueva, extendiéndolos en el suelo. Dulce Orballo lo miraba, temblando. Estaba Omar inclinado, colocando los helechos, cuando se acercó a él, por detrás, le levantó el caftán blanco, lo agarró por la cintura acariciando sus órganos genitales mientras le apretaba restregando su bello púbico en el culo de él como una perra.

-¡Vamos! ¡Quitate el caftán como yo!

-Tranquila. Déjame recuperarme un poco.

-¡No! ¡Quítatelo ya!

Y le ayudó a quitárselo con impaciencia. Él se sentó en el suelo, encima de los helechos. No tenía aún su miembro tieso del todo. Ella de pie se le acercó. Se abrió de piernas y tocándose su sexo le dijo:

-¿Tú, me quieres? 

-Te quiero, mi vida.

-Pues no me dejes así, como el otro día, con las ganas.

-Espera un poco, mi amor.

-¡No!... ¿Qué puedo hacer para que me penetres de una vez?... ¿Te gusta lamerme el coño?... Pues… ¡lámemelo ya!

Y se lo acercó a su boca. Metió Omar la cabeza entre sus piernas y comenzó a chuparle el sexo, largo rato. Ella echaba la cabeza para atrás y apretaba su vulva a la boca de él. Su verga se le fue enderezando al verla en esa actitud de entrega. Separó su cabeza y la contempló agarrado con las manos a su culo. Luego, le metió un dedo en la vagina que ella agradeció bajado sus manos hasta la mano de él. Omar con la otra mano la obligó a sentarse junto a él. Respiraba aun cansado y se tumbó en la cama de helechos.

-Me has dejado con las ganas... ¿No me quieres?... ¿No te gusto?...

Lo miró largo rato. Se metía el dedo en su coño. De repente, le cogió el miembro entre los dedos, acercó su boca y comenzó a lamérselo. Él se estiró de placer. Su verga se puso tiesa. Las venas se le hincharon.

-¿Te gusta hacer esto?

-No. Pero si a ti te gusta…

-Pues, no lo hagas.

-A ver... No me disgusta...

-Déjalo... anda...

-No me da la gana. Tu me has chupado el coño, pues yo hago lo propio...

-¿A qué sabe?

-No sabe a nada... Siento placer cuando mis labios y mi lengua rozan el glande. Es suave como la seda y además se cubre de un líquido aceitoso, transparente, que lo hace aun más agradable.

-Bueno, pues sigue… Hazme lo que quieras...

-No se puede comparar a la penetración que me hiciste el otro día. Y eso es lo que quiero, cuando estoy preparada como ahora. Que me la metas, cariño.

-Ponte encima. Cógela tú.

Se colocó encima de rodillas y tomando con una mano el miembro lo restregó en su vulva y lo fue metiendo, lentamente. Suspiraba.

-¡Chúpame los pezones! -Dijo imperiosa- Y aprieta bien. ¡Mas!... ¡Mas!... ¡Mas!... Asi, así…
Así, ¡cabrón!, así... Pero mantenla tiesa... Como el otro día…

-¡Diossss!... Te mataría... ahora... si me dejas… con las ganas… como el otro día…

Y comenzó a agarrarle el cuello con las manos apretando y apretando... La cara de Omar se ponía roja, se le congestionaba, al verse asfixiado. Y su miembro se puso duro como la roca. Ella aflojó su garra. Lo acarició. Y volvió a apretar su cuello sin ninguna consideración a la casi agonía de él. Solo notaba la dureza de la verga de él. Dejó de apretar el cuello. Y comenzó a llorar de placer, mientras él se movía en sus entrañas, con el miembro tieso, al ritmo de vaivén, como el péndulo de un reloj, cada vez más acelerado. Los ojos de ella se pusieron en blanco y comenzó a gritar.

-¡No!... ¡Si!... ¡No!... ¡Déjame, por favor!... ¡Basta!... ¡Basta!... ¡Para un poco!... ¡Ay, madre!... ¡Me matan!... ¡Ahora!... ¡Si!... ¡Mas!... ¡Mas!...

Omar acezaba. Hacía esfuerzos. Se estaba agotando. Su corazón se resentía. Y aún tuvo un hilillo de voz para decir:

-No, mi vida. Yo quiero que goces, no que sufras.

-¡No me dejes!... ¡No me abandones!... ¡Soy tuya. Todo tuya!... ¡Llévame al paraíso!... ¡Haz lo que quieras conmigo!...

Y Omar no pudo más y derramó todo el semen, casi en los estertores de la muerte. Y la cueva se llenó de pájaros. Y tembló la tierra. Y se vino abajo el techo sin dolor. El mundo dio vueltas. 

Un ciervo asomó la cabeza por la entrada de la cueva y, al verlos tumbados, se dio la vuelta y se marchó.

Ella se separó de él. Se tumbó a su lado. Agradecida, tenía la verga de él entre sus dedos calientes, carnosos, tiernos.

Dejaremos que, Dulce Orballo, tenga el miembro de él, de Omar, en sus manos un rato y abandonaremos este relato, verdadero, para colocar, como siempre que se descansa, una rubayata del poeta y científico Omar Khayyam:

Se han ido nuestros buenos y fieles camaradas.
Se los llevó la Muerte. Solíamos reunirnos
a beber y a cantar en la taberna. Cayeron,
ebrios, una o dos rondas, antes que nosotros.

6.
Vistos ahí, en mitad de la cueva, el uno junto al otro, juventud y vejez, hubiera extrañado a más de uno. Parecían dormidos. Aunque a ninguno le hubiera extrañado si hubieran sabido, como el que escribe lo sabe, de su caminata, de sus caricias y roces, de sus embelecos continuos, de su subida a la cueva cuesta arriba, para culminar con una coyunda carnal casi hasta la extenuación.

A Dulce Orballo se le había ido resbalando la mano del miembro viril de su Omar y descansaba blanca, blanda, suave y gordezuela en el bello que rodeaba el miembro de éste. Escena tierna que se quebró de repente al abrir, como abrió, los ojos la Dulce Orballo, tentó su cuerpo y diose cuenta de que estaba desnuda como su madre la parió. Se levantó y se puso, rápidamente, su caftán rojo, diciéndole a Omar:

-Venga, cariño, despierta que tenemos que irnos. Se hace tarde.

Lo miró brevemente. Pensó, al verlo ahí aun con la verga tiesa, que su ardor era insaciable aunque ella no pensara satisfacerlo más. Ya había puesto todo su empeño, hecho lo que sabía y, por hoy, bastaba. Giró en redondo y salió de la cueva. La luz le dio de golpe en los ojos y tuvo que entrecerrarlos. Estiró los brazos y dejó que la suave brisa le entrara por todas las aberturas del vestido. Estaba dichosa.

Extendió la vista poniendo la mano de visera. Desde su altura se divisaba, en primer lugar, la pendiente por la que habían subido, luego el arroyo y la arboleda y, más allá, el puente, tras del cual se abría la hermosa ciudad de Naishapur con el mausoleo dedicado a la memoria de Omar Khayam y las cúpulas de las mezquitas coloreadas unas de azul y otras verdiazules. Desde sus torres los almuédanos, con sus cánticos, convocaban a los fieles a la oración.

Se sentó en una piedra. Helechos y arbustos crecían por doquier. Las florecillas silvestres, el tomillo, el romero… perfumaban su soledad haciéndola muy muy agradable. Pero había que marcharse. Y él no salía. Se encaminó a la cueva.

-¡Omar, Omar! Se hace tarde y a mi me esperan en el puesto del mercado. Si tardo se van a inquietar. Y no solo eso…

Hemos cortado la filípica que, nuestra heroína, comenzaba a darle a su viejo enamorado (luego la continuaremos) para poner ya la consabida rubayata del bardo, astrónomo, matemático persa Omar Khayyam. Es la siguiente:

Yo, también, sembré, lo mismo que ellos:
la semilla de la sabiduría; y me he sacrificado
para que naciese. Cosecharé estas verdades:
que vine como el viento y me iré como el agua

7.
Dejamos a Dulce Orballo con la palabra en la boca. Estaba diciendo:

-¡Omar, Omar!... Se hace tarde, mi amor... y, a mi, me esperan en el puesto del mercado mi prima y el joven Al-Jaliloscar, mi albañil particular... Si tardo se van a impacientar, a inquietar… No solo eso… empezarán las habladurías… se desatarán las lenguas... y si comienzan a correr... ya no hay quien las pare… y mi padre me castigará… y no podremos volver a vernos más... y las devotas y los muy fieles seguidores islámicos cuchichearán por las esquinas… y los bulos rodarán y se harán grandísimos… y serán un pretexto para vigilarnos… para vigilarme… y si nos pillaran... ¡Alá es grande y nos pille confesados!... amándonos… no sé, no sé… podrían incluso lapidarme… ¡Alá el Misericordioso no lo quiera!...

-¡Anda!... haz un esfuerzo, cariño, y levántate… porque hay que bajar la pendiente… ya sabes que para subir tropezamos con numerosos obstáculos… aunque yo te ayudaré, mi vida… y date cuenta que cuesta abajo… cuesta abajo es aún más difícil… en algunas partes... ya vistes antes... las piedrecitas resbalan… y son muy traicioneras… y, tú, perdona que te lo diga… no te enfades... no estás para sufrir una caída… si te ocurriera algo grave… yo no sabría qué hacer... o tendría que dejarte aquí… solo... abandonado... para pedir auxilio…. y, además, ¿cómo justifico mi estancia, por estos andurriales, a tu vera?... no quiero ni pensarlo… porque entonces tendrían motivos para cucuchichear... razones más que suficientes para interrogarme… hasta para maltratarme… a no ser... ¡Mahoma me perdone!... que te dejara en la pendiente... allí... maltrecho, herido… sufriendo... ni lo pienses... no sería capaz de dejarte, mi vida, caído... a lo mejor... tal vez... con la cabeza abierta, sangrando... porque te dolerías del abandono... por mi parte… y eso no… no me lo perdonaría en la vida… mi remordimiento no me dejaría vivir… la amargura me roería las entrañas… pensando... en las alimañas que de noche te atacarían…

-Pero, ¡bueno!, todavía sigues ahí… ¡mira que tranquilo!… ¡ni se mueve!… ¡y sigue emporrado!… oye, mira, tú verás… ¿vienes o me marcho?... porque tú no me conoces… para buena, buena, soy un rato… pero cuando me cabrean… no sé, no sé… vamos a ver… ¿te pasa algo?... ¿sigues cansado?... ¡ah!, ¡ya!, tu lo que quieres… es que volvamos a hacer el amor… ¡no!... mi vida, eso ni hablar… por ahí, mi amor, no paso… te pongas como te pongas...

Dulce Orballo, según hablaba, se iba indignando y subiendo de tono hasta retumbar en la cueva de manera ensordecedora… Pero algo le hizo callarse. Le vio, ahí, con los ojos cerrados, tan quieto, que, latiéndole el pecho, se inclinó hacia él alarmada:

-¡Diossssssss!... ¡Alá Misericordioso!... ¡Mahoma acórreme!... ¡Omar, Omar!... ¡Despierta!... ¡Mírame!... ¡Soy yo!... ¡Tu Dulce Orballo!...

Se arrodilló. Lo tocó con precaución. Estaba como tieso.

-¡Háblame!... ¡Cariño!... ¡No bromees conmigo!... ¡No me hagas esto!... ¡Dime algo!... ¡Por favor!...

Y lo besó, y lo zarandeó, y lo abofeteó, y lo abrazó llorando y diciéndole:

-¡Perdona, perdóname!...

Y nada… ni con esas... siguió sin moverse... Dulce Orballo lloraba como una desconsolada.

-¿Qué será de mi?... Me matarán... Estoy perdida...

Y se levantó y puso a dar puñadas en las paredes de la cueva… De repente prorrumpió en un gritó hasta casi desgarrarse la garganta:

-¡Noooooooooooo!

Y salió corriendo de la cueva, la cara demudada, los ojos saltándole de las órbitas... Y tropezando, corriendo y saltando siguió cuesta abajo...

Allá quedó Omar... desnudo, abandonado, solo... en la soledad más absoluta... Eso si, con la porra tiesa... Símbolo enhiesto de que había vivido... en la hoguera... de las vanidades… carnales... Y en carnículas se quedó... Para siempre... ¡Qué Alá lo acoja en su seno!

Una rubayata de Omar Khayyam pondrá broche poético a este relato verdadero:

A esa bóveda inmensa a la que llaman cielo,
bajo la cual vivimos y morimos los hombres,
no intentes levantar tus ojos implorantes.
No dudes que ella gira, como tú y yo, impotente.

8.
El joven albañil Al-Jaliloskar había emigrado a la aldea de Dulce Orballo hacia dos años. Nadie conoce las razones por las que se vino de su patria. Él no se lo ha contado a nadie. Pero su conflicto con un hermano gemelo es el origen de su emigración. Todo fue por una aventura que pudo terminar muy mal. Y muchas noches sueña con el incidente. El sueño basado en la realidad es más o menos así y cuando lo tiene, cada vez menos a menudo, se levanta sudando:

Mientras el temor y el tumor llegan a las gargantas de los gemelos, los gusanos esperan su turno. En la isla todo es silencio. Solo el rumor del agua rozando la arena blanquísima quiebra ese silencio que acongoja a los gemelos. Si no fuera por la sorda música del agua habrían enloquecido. El mar es la esperanza. Por allí vinieron a la aventura y por allí vendrá, si viene, su salvación.

Por una estúpida apuesta destruyeron la embarcación. Lo había leído uno de los gemelos en un libro. Un aventurero, para evitar que sus seguidores se arrepintieran, lo hizo hace muchos años: incendió las naves.

Después de romper la barca, contentos y alborozados por convertirse en héroes, corrieron por la isla. Jugaron al escondite. Se bañaron en el mar. Luego subieron a la mansión de sus padres, la única vivienda que había en la isla porque toda ella era propiedad de sus progenitores, se ducharon y comieron opíparamente. Después de la siesta, al bajar a la playa, una culebra les salió al paso. No era venenosa, pero la mataron. Eso les dejó un regusto amargo. Las culebras le repugnaban. En la playa se tumbaron el la arena boca arriba contemplando el cielo azul y abismándose en la profundidad del firmamento. Y aunque hicieron esfuerzos por comprender hasta dónde llegaría ese cielo que ahí tan azul se les ofrecía no llegaron a entender esa inmensidad. Eso no quería decir que no estuvieran a gusto. Lo estaban. Mucho. Si a algo se le puede decir felicidad era al estado en que ambos gemelos se encontraban a esa hora de la tarde.

De repente, casi al unísono, se levantaron y corriendo se metieron en el mar. Allí hubieran estado largo tiempo si no hubiera sido por la aparición de unas aletas que sospechosamente se iban acercando a ellos. Eran tiburones, lo que les provocó una gran inquietud, saliendo del agua inmediatamente.

Al principio se rieron, pero esa alegría les duró poco tiempo al darse cuenta, como se dieron, que en caso de que necesitaran huir de la isla, no podrían hacerlo nadando. Un motivo de pesadumbre que provocó que el ceño se les aborrascara metidos en reflexiones en las que los callejones sin salida eran protagonistas de primera.

El tiempo fue pasando inexorable. El sol estaba a punto de ponerse. Pronto las sombras de la noche se enseñorarían del contorno. Y vendrían más días y más noches. Y se les acabaría la comida…

Uno de los gemelos se enfrentó a su hermano:

-Tuya es la culpa. Tuya fue la idea…

-Ya. Pero no se te olvide que quien arrojó la piedra contra la barca fuiste tu…

-Eso solo fue una pequeña grieta que tú agrandaste con otra piedra…

-Y me animaste riéndote…

-Lo hacía como reflejo de tú risa…

-Si no hubieras venido a recordar lecturas pasadas nada habría ocurrido y ahora estaríamos de vuelta…

-¡Míralo! Ya no se acuerda que me propuso venir al islote de nuestros padres…

-Si sabías lo que iba a ocurrir, ¿por qué no me dijiste nada?...

-¿Qué pasa?... ¿Tú no piensas?...

-¿Por qué dices eso?... ¿Me estás llamando bobo?... Bobo lo serás tú…

-Bueno, un poco bobo si que eres…

-¿Yo?... Y tú gilipollas…

-Repite eso…

-¡Gilipollas!...

-¡Ah, si! Pues toma…

Y le soltó un puñetazo. El otro quedó un poco atontado con el golpe. Se tocó la nariz. Al ver sangre en sus dedos se encorajinó lanzándose contra su hermano al que arañó en la cara y tiró al suelo. Buscó este una piedra que agarró con la mano derecha y se levantó, pero el otro ya estaba corriendo a esconderse entre la maleza que cerraba la isla de la playa. Hacia allá lanzó la piedra el gemelo arañado. Oyó un grito de dolor y enseguida un silencio. Como estaba a la orilla del mar se lavó la cara. Sintió escozor. Comenzaba a oscurecer. Por el oeste ya el sol se había puesto y aparecía el horizonte teñido de rojo. Su rostro se ensombreció pensando en su sangre y en la de su hermano. Estaría sangrando por la cabeza porque cuando lazó la piedra y oyó el grito al mismo tiempo él había sentido un impacto, un golpe de algo duro en la cabeza. Seguro que le había dado a su hermano. Sintió pena. Iría hasta donde estaba su hermano. Harían las paces. Marcharían a la mansión. Buscarían por allá algo con lo que comunicarse. Total a pocos kilómetros está su pueblo. Desde aquí ya comenzaban a verse las luces. Avisarían los vecinos a sus papás. Pero no, primero se curarían, a continuación una ducha, más tarde cenarían… Atrancarían la casa, por si acaso. Nunca se sabe. Por la mañana avisarían. Sus padres estarían aún de viaje de negocios. No les molestarían. Se alarmarían sin motivo.

Iba pensando todo esto mientras se dirigía hacia el lugar por donde su hermano se metió. Aquí ha sido, se dijo. Separó algunas ramas. Su hermano estaba con la cara ensangrentada. Lo estaba esperando con un varapalo en la mano, que asestó contra la cabeza de su hermano hundiendo uno de sus nudos en el cráneo. Comenzó a sangrar desmayándose.

Al principio lo miró con odio y satisfacción. Fue un instante. Casi de inmediato se alarmó arrodillándose junto al cuerpo como muerto de su hermano.

-Por favor, hermano, despierto. No te mueras. Pero, ¿qué he hecho?...

Y lo zarandeó, lo abrazó, lo besó. No sabía qué hacer… Abrió los ojos el desmayado y al ver a su hermano inclinado ante él y todo ensangrentado dijo casi en un susurro:

-¿Qué te he hecho, hermano?

--Nada, hermano, yo si que te he herido. ¿Puedes andar?... ¿Si?... Vámonos a casa.

-Si, vamos. Se hace de noche. Y el camino es largo.

Mientras el temor y el tumor llegan a las gargantas de los gemelos, los gusanos esperan su turno. En la isla todo es silencio. Solo el rumor del agua rozando la arena blanquísima quiebra ese silencio que acongoja a los gemelos. Si no fuera por la sorda música del agua habrían enloquecido. El mar es la esperanza. Por allí vinieron a la aventura y por allí vendrá, si viene, su salvación.

Hacemos un descanso en la presentación del joven albañil, Al-Jaliloskar, con una, ya tradicional, rubayata de Omar Khayyam. Estaa dice así:

Si tuviese en mis manos sobre el cielo poder,
Sin tardanza ninguna lo haría demoler
Y alzaría otro mundo en donde un hombre libre,
Sin cerrarle caminos, encontrase el placer.

No hay comentarios: