miércoles, 27 de junio de 2012

Poema del despecho y el deseo (variante de otro relato)

A Hermenegildo (Gildo) un exceso de timidez le hizo abandonar el ágape. Los tímidos son muy orgullosos y cuando consideran que son echados de menos... se van o... Bueno, lo cierto es que desapareció y terminó, malamente, en un lugar recoleto. 

El ágape se hizo con el fin de celebrar el acabamiento de la carrera de Magisterio. Para ello, arriba, en el piso de mas arriba, colocaron condumio y bebercio. 

Precisamente, allí, arriba, donde se hacían los exámenes de química. Lo que le dio mala espina. La profe de esa asignatura tenía tantos cateados que no cabían en una aula normal. De modo que tenía que realizarse en ese salón de actos. Precisamente allí, donde todos los suspendidos llenaban el local, angustiados, a principios de verano. Él pasó varias veces esa zozobra.

El otro día, nada mas que la profesora comenzó a leer el primer ejercicio -lo recuerda perfectamente Gildo-: "Escribe las fórmulas de las siguientes sustancias: dimetil eter, ácido aminopentanoico, nonanotriona, pentanoato sódico, dimetil benceno..." ya se vieron levantarse del asiento uno acá, otro allá... y pocos segundos después el salón de actos mermaba considerablemente el aforo voluntario de examinandos. 

Según subía las escaleras Hermenegildo (Gildo para los compañeros de clase), rumbo al ágape, recordó el segundo y último ejercicio. La señora profesora de química, cara amojamada y cetrina, pechera plana y con pose de autosuficiencia, orgullosa de tener tanto cateado, decía:

-Indica la fórmula molecular y que grupo o grupos funcionales presenta cada uno de los siguientes compuestos: A) CH3-COOH3; B) CH2-CO-CH3; C) CH3-CH3-Cl; D) CH3-CHOH-COOH... 

Y el salón de actos, sin haber acabado de dictar la cuestión a resolver, se quedó medio vacío.

Pero, en fin, eso pasó. Por fin aprobó la asignatura y ha terminado la carrera. Ahora, precisamente allí, tenía que salvar el examen de relaciones sociales. Sobre todo con las compañeras. El convite estaba programado para chicos y chicas. Y eso era harina de otro costal. No había tenido apenas contacto con hembras de su carrera. Ni de otras carreras y oficios. Las aulas donde estudió solo contenía machos. Un sexo. Se estudiaba, entonces, por separado chicos y chicas. Años ha. Y así le fue. Al menos a él. Hermenegildo (Gildo para el común de las personas) era virgen. Puro. Sin mácula. Algún escarceo los fines de semana. Y llegó a odiar a la chica que lo esperaba. Cuando estaba tan ricamente en el bar jugando la partida de cartas tenía que ausentarse. Se levantaba e iba diciéndose camino de la cita:

-Que no esté, que no esté, que no esté...

Y estaba.

Nada mas asomar Gildo al pasillo que conducía a la entrada del salón de actos lo vio repleto. ¡Qué vergüenza! Llegaba tarde. Sin embargo, al parecer, nadie se fijó en Gildo.

-Luego -pensó lanzando una mirada a la concurrencia- habrá que sentarse a la mesa. A saber con quién me tocará. ¡Qué vergüenza si me toca en medio de dos chicas! ¿De qué hablo? ¿Qué entenderán unas burras cuando es día de fiesta? -le gustaba repetir esa frase.

La única chica que conocía era Benilda. Una moza de su pueblo. En algún momento soñó con ella. Y allí la vio metida entre el personal. Formaba grupo reducido con compañeras de curso y otros chicos. Entre ellos Remigio. Al que detestaba. Era el colmo de ignorancia. Y hacía gala de ello:

-Gildo (ya se ha dicho que lo llamaban así) a mi tus poetas me la sudan.

La saludó. Pero no le hizo caso. O eso creyó. Este detalle colmó su timidez. No tenía nadie a quien agarrarse. Se desbordó el vaso con el empequeñecimiento de su autoestima. Que quedó tirada a sus pies. En el brillo encerado del suelo del salón de actos. 

Decidió, en ese mismo instante, que no estaba preparado para el diálogo entre sexos. Esa asignatura podía esperar. No era esencial. Y mirando a diestra y siniestra fue haciendo mutis. Según camina las baldosas abrillantadas lo contemplan. Su autoestima lo ve. Y, pasillo adelante, sin mirar atrás, desembocó en las escaleras. Las bajó deprisa, mas corrido que corriendo. 

Ya en la calle, el sol y el aire apaciguan su ánimo. ¡Qué tranquilidad! Considera que se ha librado de todo un engorro. Liberado del atosigamiento de la comunidad escolar.

-Ahí os quedais. Ahí te quedas, tu, Benilda -se dijo acordándose de la chica de su pueblo que lo ha ignorado.

Anduvo cuesta abajo. La calle tenía, a ambos lados, mansiones (al menos para él) de gente acomodada. Árboles centenarios elevaban sus copas al cielo. En un abeto, en la pingorota, una cigüeña, orgullosa, machacaba el ojo. Por una asociación de aves se acordó de las golondrinas. De Becquer. ¡Ah, Becquer! Hermenegildo era muy leído. Proclive a Becquer. Y a parques, plazas y rincones recoletos. A bosques misteriosos. A rayos de luna filtrándose a través de las hojas. ¡Ah!, y admirador de Mario, el de Los Miserables de Victor Hugo, en rastro de su Cossete. Penando por su amada. El también sufría por su amada. ¿Cual? Una amada ideal. Ya surgiría. Seguro. A quien amará. Escribirá, entonces, versos sublimes. Para ella. Y vivirán, por ejemplo, en un reino junto al mar. Como Poe con Annabel Lee. Y recitó:

-Mas, vence nuestro amor; vence al de muchos, / más grandes que ella fue, que nunca fui; / y ni próceres ángeles del cielo / ni demonios que el mar prospere en sí, / separarán jamás mi alma del alma / de la radiante Annabel Lee... -se interrumpió porque, sin saber por qué, entre los versos, apareció Benilda.

Amará a una Annabel que odiara banquetes, convites y ágapes para celebraciones donde nadie se fijaba en él. En Hermenegildo. Que lo quisiera por lo que valía.

Pasaba, a la sazón, en ese momento, justo al lado de una de las mansiones. Abandonada. Verjas de la entrada abiertas de par en par. Abetos y pinos altísimos. Un tilo cuyas ramas se extendían muchos metros a la redonda. Bancos acá y allá. Penumbra. Penetró en el recinto. Silencio. Las rodadas del tráfico llegaban acolchadas. Amortiguadas. Si llegaban. ¡Qué bien se estaba allí!

Extendió los brazos que se posaron a lo largo de las maderas del banco. Gesto que quiso abarcar el espacio recoleto.  La mansión aparecía frente a él con puertas y ventanas cerradas. El deterioro era evidente: tejas descolocadas, paredes desconchadas, canalones rotos... El verde de la puerta de entrada a trozos desaparecido por el óxido. Detalles del misterio. De la leyenda.

El olor del tilo penetró profundamente en sus orificios nasales. 

-Envuelta en semejante aroma -pensó- debió de vivir una pareja que fue fiel toda la vida.

Él, sin duda, en honor de su amada, plantaría el tilo. Como muestra de su cariño. Y ese sentimiento se hizo aliento del aire y alimento de la tierra. La lluvia supo de ello y penetró  hasta las raices. De ahí que se haya expandido tanto. Además, está seguro, lo siente, están enterrados junto al tilo. Cerca de las raíces. Tocándolas. Y su amor transciende, se da, a todo aquel que se acerca. A Hermenegildo le ha llegado. Y ama. Y será correspondido. Sin duda.

Impregnado de esa esencia se eleva. Levita. Flota, como el alma de los amantes. Como Poe en su Annabel Lee.

Un gatito aparece justo a sus pies. Lo mira. Maúlla. ¿Será un mensaje de los que habitaron la mansión? ¿Un telegrama de ultratumba? Tiene el pelo blanco... No, blanquísimo. La pureza. La virginidad. Alarga Hermenegildo la mano para acariciarlo. Para tocar la suavidad, el mensaje de los enamorados, para llenarse de vibraciones amorosas... Y, ¡zas!, la gata madre, bufando, lo araña.

-¡Mal rayo te parta! -grita el bueno de Gildo.

A su grito aparece una pareja de jóvenes. Son Benilda y Remigio.

Benilda, quien -hay que decirlo- al saludo de Gildo, había respondido guiñándole un ojo, como muestra de consideración y algo mas, al notar que, el mozo de su pueblo, abandonaba el salón de actos, preocupada, arrastró al Remigio en pos de Gildo. Lo vieron meterse en ese jardín y se quedaron un rato escuchando a ver que hacía. El grito los ha alarmado. Se presentan.

-¡Coño, Gildo! ¿Qué te ha pasado? ¡Joder como tiene las mano! -espetó Remigio.

-La gata me ha arañado al ir a acariciar su cría.

Benilda lo mira y le dice:

-¡Que raro eres, Gildo! Te vas de la fiesta y vienes aquí a acariciar un gatito.

-Ya, es que... era tan blanco, tan... ¡pero... qué coño! ¡mírala esta!, ¡como si fuera un dechado de virtudes! ¡Iros los dos a la mierda! -responde el arañado; se levanta del banco enfurecido y se va.

Benilda lo mira. Llora. Los excesos de timidez conducen a un rebosar del ego, a un enfermizo orgullo; es decir: a arañar a los que, en el fondo, considera inferiores.

Remigio le pasa la mano por los hombros y la consuela:

-No merece tus lágrimas. Vales tu mas que ese energúmeno con pose de leído.

Saca un pañuelo y le limpia las lágrimas. La acaricia. La abraza. Ella apoya la cabeza en su pecho.

Los pájaros, entre las ramas del tilo, se alborozan. El aroma se extiende envolviéndolos. Una ardilla los mira levantado el rabo. Luego corre a gatear por el tronco del tilo. Gatitos maúllan. Ronronean. Y sin el espíritu de Becquer con sus avecillas; e ignorando el lamento de Poe a Annabel Lee y, por supuesto, sin el aliento romántico de Mario buscando su Cossete, pero con dos elementos de la química orgánica denominados despecho y deseo surgirá un nuevo compuesto, poético sin duda, en medio de este jardín recoleto. Y nadie desvelará, por pudor, nunca, jamás, los detalles del poema.

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