miércoles, 20 de junio de 2012

La tierna amante de Omar


1.
 La vida es muy contradictoria: junto al placer está el dolor, junto a la muerte la vida y junto a la tristeza la alegría. Ella lo sintió en carne propia en el transcurso de la ceremonia de enterramiento de un ser muy querido. Acudió al sepelio toda vestida de negro. Poco a poco se fueron agregando familiares, amigos y vecinos. Y aunque toda esa multitud no iba a conseguir devolver la vida al cadáver, se consolaban mutuamente. Cuando una en esos trances se siente arropada, el trago se hace menos amargo. Sacaron el ataud de la casa y se inició la marcha hasta el cementerio encabezada por el cura y el ataud. Entre el murmullo de las conversaciones y el sonsonete de las oraciones rituales se fueron acercando a ese lugar, el camposanto, que casi siempre arruga el corazón. Incluso al más arrojado y valiente. Lugar triste y que sin embargo está siempre alegrado de flores. Ellas son testigos de la continuación de la vida de los que, sufrientes, siguen en ella. Es mas, se agarran a ella como a un clavo ardiendo. Les ayuda sin duda a amar la vida toad esa floresta que por doquier alumbra el sueño de los muertos.

Esas campas valdeiras como denominan los portugueses a los cementerios son quizás por eso lugares altamente eróticos.

Pero ella nada sabía de erotismo de cementerio. Eso si cada palada de tierra arrojada le conmovía profundamente. Porque era como un golpe que daban a su alma en contradicción constante desde hacia unos días: lo que era alegría un día al siguiente se convertía en un cielo nublado, negro, borrascoso. No lloró durante toda la ceremonia. Eso era otra contradicción ella que era de lágrima fácil. Y si le había resbalado alguna lágrima estaba mezclada también con sus sentimientos que se estaban yendo poco a poco... No, no, se iban, no, estaba segura, que se habían muerto tras el relato de hoy.

Se quedó mirando la tumba donde yacía su pariente, sin darse cuenta que estaba sola. Todos se habían ido.

-Mi Dulce Orballo.

Oyó que le decían detrás de ella, al tiempo que se sentía rodeada por unos brazos. Entonces, sí, prorrunpió en largos sollozos, mientras se volvía y estremecida lo cubría de besos. Inundada de alegría se puso a gritar de gozo, pero sus palabras no salieron de sus labios al estar estos ocupados en otro menester...

En el recinto de la muerte y el dolor reinaba la vida y la alegría.

Y aquí una rubayata de Omar Khayyam:

La vida es un tablero de ajedrez, donde el Hado
nos mueve cual peones, dando mates con penas.
En cuanto acaba el juego, nos saca del tablero
y a todos nos arroja al cajón de la Nada.

2.
Allí estaban aunque nadie los veía. Latiendo quizás con ritmos diferentes pero, a fuer de parecer contradictorios, muy parecidos. Iluminados por la luz del ordenador. A muchos kilómetros de distancia. Separados también por la edad: ella joven, él madurito. Comunicándose por Internet. Se habían enamorado, perdídamente: como dos tortolitos. Se pasaban las horas lanzándose arrullo tras arrullo. Su sentimiento, ¿de dónde había salido? De la nada. Se habían construido, como dioses, un mundo de la nada. No saben nada el uno del otro, aunque están convencidos que lo saben todo o lo sabrán pasado poco tiempo. Incluso están seguros que lo desconocido tiene poca o nula importancia. 

Sólo su imaginación, poderosa, los fundía en un abrazo. Y jadeando se separaban, para continuar después abrazados con más ímpetu aún. Se besaban, suavemente, lentamente; y lenta y suavemente sus lenguas se encontraban, se juntaban, resbalaban una sobre la otra excitándose y llenándose la boca de jugos que se desparramaban por los labios para que el roce fuera más placentero si cabe. 


Descansaban un poco, separándose. Se miraban a los ojos trasmitiéndose así sus anhelos de placer infinito.


Apenas recuperados volvían a abrazarse. Sus labios ahora se posaban en sus cuellos mientras se restregaban sus mejillas. Un temblor recorría sus cuerpos poniéndoles la carne de gallina. Él bajaba entonces sus labios hasta sus senos blancos como el marfil hasta rodear sus pezones con la lengua y luego chupárselos. Mientras, ella, le abría la camisa y acariciaba el pecho con sus manos trémulas hundiendo los dedos en su abundante pelambrera. Se apretaba a él agitándose convulsa, e incapaz de contenerse lo cogía por la cintura y apretaba su sexo contra el de él, diciéndole: ‘mi vida’, ‘mi vida’, ‘mi vida’…


Todo esto lo lograba la imaginación. Su placer surgía de la nada. Y a la nada volvía. Para nacer casi al instante. ¿Esto que era? El poder del amor. Y en algún momento tendrían que parar y reflexionar fuera de esa realidad virtual. Y cuestionarse muchas cosas. 


Pero, de momento, como ella le recomendaba, hay que vivir el día a día.


Tendrían que meditar en lo que ya en el siglo XI decía Omar Khayyam: 

¡Ah, si fuese posible vivir en el reposo! ¡Ah, si con solo alargar la mano obtuviéramos el fruto de la vid y de las uvas sin esfuerzo alguno! ¡Ah, si existiese un final conocido, gratificante, placentero, en esta larga ruta, en este ancho camino! ¡Ah, si después de mil años le fuera dable al hombre resurgir de la tierra igual que nace el césped! ¡A, si esto fuera posible!

3.
En la soleada tarde Omar Khayyam ve un lagarto recorrer los alcáceres donde antaño gozó Jemchis. 

Y esa misma hora de la tarde, de principios de otoño, cuando los árboles van cobrando poco a poco matices aureos; matices que son quizás el último aliento de vida antes de la muerte; matices que son como la otoñada juvenil de los árboles; a esa hora, ella camina gozosa hasta su casa; siete kilómetros la separan y le da tiempo a pensar en todo, pero no en el devenir del tiempo que hiere a los árboles que adornan su paseo. Es joven. No le entristecen todavía los lamentos de enamorados viejos; ni le entristecen otros quejidos que lanzan por doquier los seres por la huida veloz de cálido verano donde paseaban desnudos de pesares sin miedo a las crueles agujas del frío. No conmueven su ser porque se halla defendida por campanas de gloria. 'Revibran en limpio coro: las campanas son de oro', son las campanas de la boda de Edgar A. Poe que le suenan en su oído. '¡Oh qué mundos de contento se dilata por el viento!', exclama el poeta que es como si lo exclamara ella. Pero además las meigas se han conjurado para vigilar sus pasos e impedir que nadie ajeno a sus sentimientos penetre en el recinto luminosamente ilusionado. Ella no obstante no quiere que le aturdan esos sonidos de gloria porque hubo un tiempo en que se vio asediada por el infortunio: la desgracia se cebó en ella truncado en desamores lo que prometía como felicidad eterna.

Pero los hados han huído de su entorno. No se atreve a afirmar que definitivamente ya que los recuerdos aun le persiguen convirtiendo sus sueños a veces, cada vez menos, en pesadillas. Y es que nada se va sin dejar huella.

La vida le sonríe, tímidamente, pero le sonríe.

Y se ha metido en el juego de hoz y coz, pretendiendo llegar hasta el final: hasta lo que le depare el destino en el que cree. Sin cartas marcadas. Pero con la cautela propia de quien, a pesar de su juventud, ya ha sido herida por el infortunio. No quiere mostrar todos sus comodines. Se guarda, por si acaso, algún as entre la manga. Y va mostrando sus tantos paulatinamente. 

lguien podría pensar que eso no es amor, que es cálculo. Y cuando eso eso ocurre... se transforma en prostitución potencial. Ocurre muchas veces en el matrimonio. 

Ella piensa que su proceder es sincero, pero la prudencia es una virtud que le ha enseñado la vida y ha ahondado de tal manera hasta hacer algo propio, algo consustancial a ella: por lo tanto procede con mesura que está muy alejada del cálculo egoista. Y puede arguir en su defensa, además, que le ha dado motivos más que suficientes para que piense que algo siente por él: un algo que en momentos la ha conmovido. También, es cierto, a veces a estado con él un poco borde. Lo reconoce.

Tiene su táctica un peligro: que la impaciencia de Omar Khayyam, el sincero, rompa la partida. Ese es el peligro. Pero, como en las tácticas militares o futbolísticas, unas veces se gana y otras se pierde.

En la soleada tarde, solamente el lagarto que ve Omar Khayyam recorre inquieto los alcázares donde antaño gozó Djemschid de la deslumbrante gloria y del vino divino entre sus amigos y conocidos. Y rebuznando tranquilo el desvergonzado onagro pasea sobre Bahram el grande con el miembro salido sin que puedan sus pasos, sus gestos y sus rebuznos arrancarle del sueño eterno.

4.
¡Ay que jugada me ha pasado el tiempo, se ha burlado de mi! –se quejaba Omar Khayyam viendo a su joven amada, a su sirenita saliendo de la alberca. Por su piel tersa resbalaba el agua. Tiritaba de frío y la carne se le puso de gallina, mientras corría hacia él. Sus pechos daban saltos 'de cierva concebida' queriendo llegar hasta las manos cálidas de él. Allí se acurrucó. Y él la rodeó con sus brazos. 

La tiritona fue pasando. El cuerpo volvió a recuperar la temperatura normal del ambiente, ayudado por los brazos de Omar y por los rayos del sol que, a esas horas, iba adquiriendo poder. Estiró sus piernas en la hierba dejando ver, en todo su esplendor, su redondeado y regordete vientre y su poblado monte de Venus que guardaba de bicharracos y gentes extrañas el rosado órgano sexual. Ladeó la cabeza y lo miró. Cogió las manos de Omar y las fue deslizando suavemente hasta los pezones de sus senos. Omar khayyam besó sus labios, mientras miraba sus ojos mansos, serenos.


¡Qué gran moza!


Tenía siempre la palabra oportuna, adecuada a cada caso, sin acritud. Desenvolviendo su pensamiento con claridad meridiana. Su sencillez, simpatía, atraía a toda persona decente y honrada.


Sin embargo esa mirada, como de lenta mansedumbre, escondía una pasión ilimitada, una voluntad de hacer feliz al que lograra conquistarla, sin que ningún tabú detuviera su camino.


Omar Khayyam creía conocerla bien y sabía de las mieles que manaban en abundancia en su cuerpo y en su espíritu.


Tenía ella escondida, eso si, una cierta amargura en algún recoveco de su alma, era la idea de menospreciarse en su físico: no se veía atractiva. Decía irónicamente que estaba sobrada de todo: que su juventud desbordaba en todo. Se refería sin duda cuando hablaba así, de la abundancia y de sus sobras, a que su físico en cuanto talle se hallaba fuera de los cánones de belleza que ha establecido esta sociedad burguesa. Aunque ella decía que tenía superada esa imagen.


Omar Khayyam, ya entrado en años, contemplando esa abundancia de carnes de la que ella se quejaba con ironía, contemplando esa piel tersa, esos labios carnosos, los senos exuberantes, los muslos blancos, hermosos en su desnudez, que se hundían en la negra pelambrera, expuesta ahí, al sol, para defender su sexo poderoso, cálido, húmedo, profundo; ese sexo que aprisionó el suyo, ese sexo que encarceló su verga, que la succionó sin soltarla hasta extraer el jugo, aquella tarde, mientras el mundo daba vueltas y un enjambre de mariposas multicolores acompañaba cuando ambos, jadeando de pasión, se derramaban; contemplándola se estremecía; contemplándola se lamentaba de no poder corresponder con la juventud de ella. Instintivamente acarició sus senos y ella sonrió.


Esos pensamientos que lo embargaban los escribió en una rubayata:


¡Ay, qué jugada me ha pasado el tiempo, se ha burlado de mí, ha pasado el tiempo de mis años más bellos, de mis años mozos! Se fue veloz, sin apenas darme cuenta, la gozosa primavera de la vida, el ave de juventud ha desplegado sus alas, ha alzado el vuelo rapidísimo, y se ha ido para siempre. El caso es que no sé cuándo ha venido ni cuándo se ha marchado.

5.
Sentado en el césped contempla pensativo Omar Khayyam como se viste su dulce orbillo, su sirenita, su dulce niña. Viéndolo tan serio ella se le acercó. Y a modo de broma, para que sonriera, y no llevar ella el recuerdo de la cara apesadumbrada de su amado poeta, abrió sus piernas de tal modo que le veía su rosada vulva, ya que se había colocado a escasa distancia de su cara. Luego le dijo:

-¿Lo ves?... Es tuyo, mi amor. ¿Lo quieres? Pues… tómalo tonto… No te pongas así, porfa, que pronto nos vamos a volver a ver.

De improviso, Omar la abrazó de las piernas y la atrajo hacia sí con tal fuerza que casi la cae. Metió la cara en la entrepierna de ella y se puso a besarla frenéticamente. Ella se puso a reír posando sus manos en la cabeza de él.

-Con cuidado cariño que casi me hace caer.

El separó la cabeza. La miró con cara triste. Una lágrima caía de sus ojos.

Y en otro arranque volvió a hundir su cabeza besando convulsamente en torno a su coño. Luego temblando le pasó su lengua por los labios de su sexo de arriba abajo una y otra vez y luego la introducía en la vagina como un loco. Y succionaba y succionaba como si quisiera extraer su vida y quedarse con ella.La amada se sorprendió primero y más tarde, agradecida, empezó a temblar:

-No, mi vida. Me vas a matar. Déjame, por favor. Me tengo que ir.

-¡Vete! ¡Y no vuelvas!

Conmocionada, terminó de vestirse. Le dio un beso y se marchó. Se marchó levitando entre el inmenso placeer que acababa de proporcionarle y la tristeza que veía ensombrecer su rostro.

Omar Khayyam escribió una rubayata que decía así:

A veces, muchas veces, cada vez mas a menudo, os digo y me digo: no nos preocupemos por un mañana incierto, amigos. Hemos de aprovechar este hálito de vida que nos han dado sin preguntarnos nada. Si mañana salimos de ésta mansión, y eso, no lo dudéis, ocurrirá con total seguridad, seremos lo mismo que los muertos de hace siete mil años cuyos huesos de cuando en cuando descubren los arqueólogos en algunas necrópolis.

6.
Omar Khayyam quedó sentado en el césped. El ceño sombrío, aborrascado. Como el color del cielo que en esos instantes de principios de otoño que amenazaba lluvia. La temperatura era agradable. A lo lejos las montañas iban siendo cubiertas por las nubes. Los bosques, donde unos tímidos rayos de sol, alumbraban lucían un variado color amarillento: desde el amarillo chillón hasta el moteado de verde pasando por el amarillo rojizo. Todo mostraba las múltiples formas de agonía de los árboles.


Omar levantándose del césped dijo para sí:


-¿Cómo puedo yo rivalizar con esa joven a la hora de fundirnos en la pasión de la carne. Nunca. Por eso la he despedido así de seco.


Y como dirigiéndose a algo superior y a nada en concreto exclamó a voz en grito:


-¡Ved mi cuerpo, antaño joven, hoy ya caduco! Mi vientre, desde que dejé de trabajar, está adquiriendo un grosor preocupante. Y los pelos del pecho. Mi abundante pelambrera, de la que me sentía orgulloso, ya comienza a blanquear; como pronto, muy pronto, lo harán esos bosques y montes cubiertos por la nieve. Y comenzarán los achaques a aparecer por doquier: dolores reumáticos, problemas de próstata, tensión por los cielos movimiento pausado, andar lento… Un sinfín de dolores que aunque no adquirían en el aún ningún problema pronto lo serían.


Ya, ella, riéndose de sus preocupaciones, le había contado cuatro o cinco canas en los pelos de pecho, cuando acariciándolos con sus manos, le hizo estremecerse. Ella sabía quitarle todas esas telarañas… de momento. Lo recordaba como si lo estuviera viviendo ahora mismo.


-Si tardas en nacer un poco más, el mundo hubiera tenido un mono más. ¡Que hermosa pelambrera! ¡Mmmmmm! ¡Diossssssss!


¡Qué gusto! ¡Qué cosquilleo en mis pechos! ¡Qué terciopelo recorre mis pezones!
Y restregaba su cuerpo con el suyo al mismo tiempo que lo besaba.


Omar Khayyam escribió una rubayata que es digna de ponerse aquí antes de continuar este relato:

Necesito esta noche encetar una de esas anchas tinaja de vino, y probar luego con alguna que otra copa ese vino joven; ¡nada!, solo para ver que tal a quedado. Sospecho, por el olor, que debe estar buenísimo...


He resuelto desposarme con la Hija de la Vid, la Razón no me convence; es demasiado falsa, por lo que la repudiaré sin que sienta el más mínimo escrúpulo.

7.
Y su dulce orballo, su sirenita, su niña tierna, restregaba su cuerpo con el suyo, con el de Omar Khayyam, al mismo tiempo que lo besaba.


-Todo este bello, abundante, es una barricada para los insectos en verano, decía ella.


Y se reía. ¡Ah, su risa! Aun le sonaba en sus oídos.


-Mira, hasta mi lengua no se atreve a entrar en este bosque. ¡ A ver! ¡A ver! Aquí está libre. A ver si te gusta.


Y Omar fue sorprendido cuando le pasó la lengua humedecida por sus pezones. Y luego se los mordisqueó.


-¡Mira! También se estremece. Por lo que veo no solo me estremezco yo. ¡Ay, ya! ¡He encogido a mi amor! ¡Y me ha encogido a mi! No ves como se me ha puesto la carne… Pues así la tienes tu. De arriba a bajo.


Volvió a reírse mirándolo, mientras le pasaba su mano por el pecho y la bajaba suavemente por el vientre hasta sus muslos acariciándolos hasta posarla sobre su verga tiesa.


La cogió entre sus dedos. Él se dejaba hacer y sonreía de gozo. ¿Por qué la habría despedido así de brusco? Había sido un animal.


-¿Te sonríes?, le decía, ¿Me sonríes? Pues lo mismo hace conmigo tu verga tiesa: me sonríe. 


Y me mira con su solo ojo. Creo que está pidiendo algo. Pero no se lo voy a dar… por ahora.


Recuerda que todo esto empezó después que le contara a ella que, estando, de joven, tumbado en la playa de Al-Riazor, una niña después de mirarlo, corrió a su madre gritándole:


-¡Mama, mamá! Mira cuánto pelo tiene ese hombre.


Estaba pensando todo esto Omar Khayyam, de pie, en medio del césped, con el gesto un poco más dulcificado y con su miembro tieso.


Sabía en el fondo que su amor no tenía futuro. Lo sabían los dos. Y lloraban abrazándose. En esos instantes de arrebatado amor, de desbordante lujuria, de deseo casi incontrolado, soñaban con tener una vida como el resto de parejas. Incluso hacían proyectos de verse más a menudo. De vivir como una pareja estable. Se animaban poniendo los riesgos en balanza sin platillos. Para sopesar su cuantía al aire. Y sus frases, sinceras, se escoraban hacia una promesa de dudoso cumplimiento. Los obstáculos, los sufrimientos que su decisión, de llevarse acabo, embargaría a los familiares de ambos que tanto querían por otra parte.


-Yo, llegada a este extremo, ya no me voy a volver atrás… seguiré adelante…


-Yo creo que también, respondía él. Luego, en huida desesperada hacia delante, se lanzaban algunas preguntas:


-¿No será pronto para esto?...


-¿No nos defraudaremos?....


-¿Nos rebelaremos de verdad?...


-¿De qué viviremos?...


-¿Qué pensarán de nosotros?...


-¿Quién nos cerrará las puertas?...


-¿Quién nos comprenderá?...


Y Omar escribió una rubayata que decía más o menos:


¿Acaso, tal vez, te entristece, el hecho de que no te recompensen como debieran con honores y regalos como merecen tus méritos? Olvida esas fútiles preocupaciones y no te apenes por tan poca cosa. Todo, absolutamente todo, cuanto deba llegarte por escrito, está en el libro de lo eterno, que el viento al azar va hojeando.

8.
Omar Khayyam y ella, ella y Omar Khayyam, ante esas casi infranqueables barreras, se miraban a los ojos con desesperación, intentando penetrarse con tal energía, con fuerza tal que nadie, ni ellos, pudieran romper la soldadura.


Esa mirada los acercaba, los juntaba, los fundía. Se cogían de las manos. Se abrazaban. Los cuellos recibían generosos sus bocas. Se retorcían sus cabezas. Se separaban. Volvían a mirarse y sus bocas anhelantes se atraían con la fuerza del imán. Se hacían daño. Para decirse casi en susurros: "bésame..., así..., con suavidad... Así así... Te siento... Mira como late mi corazón: me ofrezco a ti, en todo y para todo". Entreabrían sus labios y sus lenguas avanzaban como suaves serpientes, se juntaban, se frotaban, se entremezclaban. Se mordisqueaban los labios. Volvían a abrazarse como para descansar, mientras sus labios resbalaban hasta el cuello donde el cálido aliento se metían hasta en sus oídos diciéndose, susurrándose promesas de vida futura y de planes inmediatos: "nos escaparemos, si, nadie lo impedirá, si nadie, mi dulce orballo, haremos lo que quieras, quiero hundirme de placer, empaparme en ti, yo lo lograré…"


Eso los excitaba. Le hacía que sus manos temblaran trémulas, los transportaba fuera del mundo, llevándolos a un lugar que solo ellos conocían. Cerraban las puertas con llaves que no tenían réplicas. Apagaban la luz del mundo exterior para que nadie, ni tan siquiera ningún acontecimiento pudiera perturba o interrumpir la labor iniciada. Apagaban y se encendían ellos. No querían saber de problemas, obstáculos, barricadas... Solo existían ellos en su entrega, en su comunión de anhelos.


-¿Puedo acariciar tus pechos?... ¿Puedo besarlos?...


-Si, mi vida.


-¿Y cómo?


-Ah, perdona, mi cielo, Claro, mi vida. Sobran ropas…


- ¡A la mierda veladuras!


Se desnudaron y echaron fuera sus vestidos, como si arrojaran lastre inútil. Él acarició sus pechos. Los besó. Le lamió los pezones.


-Asi, así cariño. Y abrázame. Y aprétame, con fuerza.


-Y tú a mi.


-Te siento.


-Y yo, mi vida. Te deseo…


-¡Mas!, ¡mi vida!... ¡Quiero mas, mas, más, mas…! ¡Dame más! ¡Recórreme con tu lengua!...

Y aquí, antes de continuar este relato, lleno de dulces mieles, viene bien descansar un poco, reflexionando de paso, sobre una de las rubayatas de Omar Khayyam:

De igual manera que una linterna mágica, que enfocándonos nos iluminara, es esta Rueda en torno de la cual vamos todos girando sin cesar... por si no lo habíais entendido, estas son partes de las que está compuesta: la lámpara de la linterna, es el sol; la pantalla hacia donde se dirigen sus rayos, el mundo; y nosotros... nosotros, las imágenes que como monigotes se mueven, pasan y desaparecen.

9.
Omar Khayyam, recuerda la imperiosa demanda de más de todo: “-¡Mas!, ¡mi vida!... ¡Quiero mas, mas, más, mas…! ¡Dame más! ¡Recórreme con tu lengua!” Y lo recuerda aquí de pie en medio del césped y con su miembro duro como una piedra. Y vuelve a hacer la misma reflexión: ¿Por qué la habría despedido de una manera tan grosera?... Y siguió con sus recuerdos por cercanos, más vívidos.


-¿Por dónde quieres que te acaricie con la la lengua?


-Por todo el cuerpo. Y bésame. Y chúpame. Y cómeme.


Entonces él le dobló las piernas y recorrió con su lengua humedecida desde las rodillas hasta órganos genitales de ella por el interior de los muslos varias veces. Ella se retorcía de gozo; y al verla así, iluminada de placer, la cara roja, radiante en su estado de placidez, los ojos como desviados, y solicitándole más y más, se puso Omar en el estadio de extrema agitación con su verga tiesa y dura.


-Cariño, le dijo él, no puedo más. Mira como la tengo de endurecida. ¿Puedo metértela?


Ella miró el miembro erecto de Omar como sonámbula. Con una sonrisa de beatitud. Estaba en otro mundo.


-Si. Métemela. ¿A qué esperas?


Y abrió sus piernas y con los dedos extendió los labios de su sexo para facilitar la entrada, y para sentir cerca de sus dedos como la penetraba su viejo enamorado.


-¿Así?


Y le arrimó el glande al su coño.


-Si. Así, así. Pero más, más ,más…


-¿La sientes?


-Te siento. Siento que estás en mi. Que me has penetrado. ¿Qué será de mi? Me quieres matar de placer. Y tu, ¿me sientes a mi?


-Si, te siento: como una ventosa que atrae mi verga…


Y comenzó él unos movimientos primero suaves y después violentos de tal modo que ella comenzó a llorar.


-¿Qué te hecho, mi vida? ¿Por qué lloras?


-Lloro de felicidad.


Mientras eso decía, él se derramó dentro: el esperma fluyó en abundancia. Ella lo notó y lo recibió como un regalo de su amado, prorrumpiendo en sollozos…

Omar Khayyam aún sentía a su dulce orballo, a su sirenita, a su tierna niña, dentro de él. Y maldecía haberla tratado tan mal. Ambos habían roto todas las cautelas. El porvenir era negrísimo. Y ella le había consolado diciendo que había que vivir el presente. Pero ellos no tenían ni presente.

Entonces Omar escribió una rubayata en estos términos más o menos:


Hay una brisa que apenas se nota, leve, tenue, delgada, finísima, separando ateísmo y creencia; entre incredulidad y fe tan sólo un suave soplo existe; así como la separación que existe entre duda y convicción es una ráfaga apenas llega al rostro. De modo que goza de la brisa, del soplo, de la ráfaga presente, que está la vida entera en esos leves airecillos que pasan una vez, una vez solo y no vuelve jamás

10.
Emprendió camino hacia su aldea, alejada de Nishapur una media legua larga. Bosques de pinos, a ambos lados de la ruta, la envolvieron casi de inmediato. El aire, tibio, la acariciaba. Las aves chillaban, comunicándose, de unas a otras, que un ser ajeno atravesaba sus dominios. Las ardillas la miraban con ojos nerviosos y luego corrían a trepar, hasta desaparecer entre el ramaje de los árboles. Las palomas lanzaban sus arrullos, llegando a los oídos de ella colmándola de ternura y nostalgia. Se paró e instintivamente bajó las manos a la altura de sus órganos genitales, para coger la cabeza de él. Miró a ambos lados del camino para ver si, alguien, la había observado. Y, ya, sin ningún reparo se froto en la entrepierna, suspirando. Aun le quedaba, a pesar de la caminata, un cierto picor.


Y sobre todo sus palabras ‘¡Vete!’ y ¡No vuelvas más’.


Lo achacó a que él se sintió con despecho porque ella lo rechazó. Y no era cierto. Hubiera deseado yacer con él una y mil veces. Y en esa ocasión, hace unos momentos, más que nunca. Pero tenía que irse, a no ser que peligrara la posibilidad de verlo en otras ocasiones. No había que quemar etapas. Ojos espiaban por doquier. Estaba, por el contrario, dándole continuidad a su amor. Y él no parecía haberlo entendido.


Eso de que, en esta ocasión, lo había deseado con más ansia se debía, aunque él no tenía por qué saberlo, al hecho, cierto, de al cogerla por las piernas, con fuerza, y atraerla hacia si, lo que hizo y casi la cayó; al abrazarla de ese modo, le había acariciado el culo y en la zona en que termina la espalda que, para ella, era una de las zonas más erógenas. De modo que, entre sus manos por detrás, acariciándola y sus labios y su lengua por delante, besándola y lamiéndola, la habían trastornado. Y le duraba todavía la emoción.


Siguió su camino, pero a la vuelta de una curva vio, cerca del tronco de un árbol, una seta rojizo asalmonada que llaman níscalo o mízcalo. Era unas setas más apreciadas por los campesinos y muy estimadas por sus padres. La miró un rato. ¿Dónde llevarlas? Giró en derredor. Nada. No encontró nada. Pero, dentro del bosque tal vez encontrara alguna tela o trozo de saco, con lo que podía preparar un zurrón o bolsa. Así, además, se distraería de recuerdos pasados.


Se adentró en el pinar, mirando el suelo para ver si hallaba más setas y lo que andaba buscando para fabricarse un cuenco donde llevarlas.


El silencio era solo transgredido por el chillido o el cantar de algunas aves y por el suave roce de de las hojas, movidas por la brisa.


El ambiente se puso íntimo. Enfrente tenía un grupo de árboles que habían crecido más juntos, rodeado de retamas y zarzas. Sintiose atraida por el sombrío y recoleto lugar, se metió en ese rincón, imaginándose que entraba cogida de la mano de Omar Khayyam. Se recostó contra un árbol. Él la abrazaba y le besaba los labios. Luego se sintió acariciada… suspiró y se pasó la mano por los labios. Se dio la vuelta y se abrazó al árbol. Estuvo algunos minutos como transpuesta.


De repente oyó algo o alguien a lo lejos y salió de ese lugar que pronto sería un lugar de refugio. Siguió su búsqueda de setas. Y también tuvo suerte: encontró un trapo con el que hizo una bolsa en la que fue metiendo los níscalos.


Como el sonido que había oído antes, parecía ahora más cercano, levantó la vista de la tierra. Miró enfrente. Era él. Con su bigote blanco. Le dio un vuelco el corazón, cayéndosele las setas al suelo. Oyó que le llamaban por su nombre y le decían: ¡No te asustes!... ¡Soy yo!


Era un vecino de la aldea.

Tal vez para dar colofón a esta parte del relato titulada ‘Mi Dulce Orballo’ no estaría mal poner la siguiente rubayara de Omar Khayyam:

Tras probar, abriendo numerosas puertas, me marché de este mundo por la séptima; tras un breve, pero cansado vuelo, me fui a reposar al trono infernal de Saturno. Rehuí emboscadas, trampas, celadas; me enfrente, valientemente, con lo desconocido; y logré con frecuencia deshacer muchos nudos... menos el del Destino.

11.
Dulce Orballo se quedó paralizada ante la visión del vecino que se le acercaba. Gordo, peludo, malencarado. Un sinvergüenza conocido en toda la aldea por su falta de escrúpulos. Lleno de roña. Manchado siempre de motas de barro y cal. Era el jefe de los albañiles de una casa en construcción que, a la salida de la aldea, la molestaban con sus piropos groseros y obscenos, cuando acudía en dirección a la cita, casi diaria, con su Viejo Amigo Enamorado.


Venía sonriendo. La lengua fuera. Ya junto a ella dijo:


-Soy yo, no te asustes. ¿Cómo tan lejos de casa? Seguro que tus padres no saben dónde estás, ni lo que haces. Mira que si se enteran de tus encuentros con ese viejo ateo…


-¿Yo?... No conozco a Omar Khayyam. Bueno, de vista.


-No te hagas la tonta, porque acabo de ver como salías de su casa.


-Me habrá confundido con otra.


-Pero tranquilízate que no se lo voy a decir a tu padre. ¡Pobre!, como tienes la cara: toda atomatada.


Alargó la mano para acariciársela. Ella ladeó la cabeza para evitar el contacto con esa mano enorme, agrietada, manchada de barro, encallecida.


Sintió miedo y miró en derredor. Tenía fama de brutal y estaban solos.


-Tu no me conoces. Has oído por ahí cosas de mi, pero yo soy más bueno que el pan. Aunque si me provocan… Yo soy un hombre, sabes. Y si tengo que demostrarlo, sé enseñar mis cojones. Y a eso no me gana nadie. ¿Me oyes? ¡Nadie!


El silencio y los árboles los envolvían. El se acercó más. Las piernas de ella temblaron. Para ganar tiempo, se agachó a recoger los níscalos, pero él se le adelantó y los echó en el trapo con una rapidez pasmosa. Olía a cuadra el albañil. Decían que tenía caballos.


-¿Por qué me rechazas? –dijo, mientras le puso la mano en el hombro- A mí me gustas, sabes. Y tengo dinero. Mucho dinero. Y caballos.


Era un olor penetrante, pegajoso, nauseabundo. Un olor a excrementos, a calostros, a semen… A que no se había lavado en años. Una vaharada de todo ello la recorrió envolviéndola en asco.


Se irguió de la tierra. La miró. E, inclinada como estaba al suelo, hurgando en la tierra, como si buscara setas, él la cogió por la cintura y le restregó en el culo con movimiento de cópula semejante a los perros. Luego, de repente, la levantó y le dio la vuelta sin soltarla.


-Por favor… siga su camino y déjeme.


-Sé que lo estás deseando.


La zarandeó por los hombros y la arrimó a un árbol. Comenzó a apretarla contra sí mientras la masajeaba, la manoseaba de arriba abajo. Intentaba guarecer sus partes íntimas, sin mucho éxito. Se sintió sucia, como si la estuviera embadurnando de mierda con sus manos. Las lágrimas resbalaban hasta sus mejillas. Miró por encima del hombro esperando que alguien o algo apareciera; o que ocurriera un milagro y Alá se la llevara al Edén. Nadie. El sol se filtraba entre las ramas de los árboles. Vio una ardilla trepar tronco arriba de un árbol. Miró hacia ella y siguió indiferente su camino. Los pájaros chillaban como enloquecidos. Las ramas se pusieron a mover. Él, con su fuerza enorme, casi la ahogaba. Estaba sola, inerme. Se sintió impotente. Y por momentos las fuerzas iban huyendo de su cuerpo. Como si una energía más potente hubiera absorbido su voluntad de lucha. Se derrumbó.


Su carne, en las manos de este vecino, adquirió consistencia de masa; masa al que el panadero o el alfarero moldean a su capricho. Su carne casi dejó de latir. Su piel fue adquiriendo un color blanquecino.


Sin embargo él, al verla, así, tan lánguida, tan floja, tan desmayada, la deseó más todavía; la cogió en sus brazos y mirando en torno de él la llevó enfrente, a ese rincón del bosque de donde, ella, acababa, antes, poco antes, de salir soñando que lo convertiría en un refugio secreto, en un templo que recogiera sus deseos más íntimos.


Y en ese lugar, recoleto, escondido, íntimo, para ella, oscurecido por el ramaje, cerrado a miradas extrañas, se sintió aun más indefensa y, al mismo tiempo, más protegida.


-No me pegue. No me haga daño. Por favor se lo pido…


Flotó como una nube. Cerró los ojos al mundo. Abandonó toda voluntad de adherirse a su cuerpo. Él, su cuerpo, sería, desde ahora, un lastre inútil que soltaba. Algo fuera de su espíritu. Extraño a su ser. De modo, que mientras uno se encargaba de recibir las embestida del animal en celo, vestido de albañil, el otro cabalgaba por el universo infimito en pos de un ideal que estaba ahí, bien cerca, y que lo podía tocar. Acababa de dejarlo en medio del césped, triste, meditabundo, con el ceño aborrascado. Pero ahora volvía ella. Y, al verla, él la recibía, alegre, radiante, contento, luminoso. Suspiró. Además, qué alegría le dio esto, con los piropos de siempre: ‘mi amor’, ‘mi dulce orballo’, ‘mi sirenita’, ‘te quiero’… Y era abrazada y besada y la acariciada con suavidad, con amor… Se estremeció de gozo… Veía las estrellas…


En ese momento sintió el olor nauseabundo de la bestia que tenía encima. Y comenzó a llorar.


-Llora, llora. ¡Eres una zorra! ¡Follas con cualquiera!


Y se fue de aquel rincón, dejándola desnuda y con olor a mierda.

Recordamos aquí una rubayata de Omar Khayyam que la compuso así:

¿Y qué, si así me traen desde un lugar cualquiera
y desde aquí para allá, sin pulsar mi albedrío?
¡Si el cielo, al menos, quisiera darnos siempre el vino,
que ahogue este recuerdo que la mente lacera!

12.
Con zancada irregular por su cojera, que sonaba en las agujas de los pinos al quebrarlas, agujas de las que estaba cubierto el suelo de ese bosque, el desalmado albañil se alejaba del lugar donde yacía Dulce Orballo, que lloraba desconsoladamente. La hierba verde parecía haber crecido a su alrededor como queriendo cubrir su cuerpo semidesnudo. Mariposas volaban a su alrededor posándose en su vientre desnudo. Cuando, a veces, su llanto desgarrador conmovía la carne de de su vientre en sacudidas reemprendían el vuelo, más un instante tan solo para volver a posarse más tarde. Aparecía desnuda desde el pecho hasta las rodillas. En el pecho se veían algunos arañazos y en el vientre, entre los pelos del monte de Venus y en los muslos aparecían algunas yerbas. Le había bajado las bragas hasta las rodillas y en su violencia se la había roto.


Poco a poco, al tiempo que los pasos del violento albañil iban desapareciendo, se aquietaba el cuerpo de la mujer. El bosque adquirió su silencio original, solo quebrado por el vuelo de alguna avecilla que saltaba de rama en rama. O por el canto, singular, que se repetía como si fuera contestado por otra o por ella misma, con la exactitud de las campanadas del reloj. Una raposa se coló en ese rincón. Miró a la mujer tumbada e, indiferente a su desgracia, se fue en el más absoluto silencio.


Dulce Orballo se levantó de repente, se subió las bragas y, separando con cautela el ramaje en varios puntos de la circunferencia de su rincón, se cercioró de que el brutal agresor se había ido. Se echó mano al pecho para certificarse que estaba viva. Miró a su alrededor. Se hallaba sola con su infortunio. Se tentó en cuerpo y con rabia se desnudó por completo, revolcándose, desesperada y nerviosamente, en la hierba con la intención de hacer desaparecer el olor asqueroso, nauseabundo, del que acaba de violarla. Cogió un puñado de hierbabuena para frotar sus muslos y limpiarse de semen su vulva y los pelos de su sexo...


Sorprendida, se tocó varias veces sus pelos. Se los miró asombrada. Se quedó quieta. La mirada fija a ningún sitio concreto. Alelada. Estupefacta, incrédula, nerviosa, se metió el dedo en la vulva. Hurgó con violencia en su sexo hasta casi hacerse daño. Lo sacó y lo contempló sin querer creer lo que veía con sus ojos. Tocó el dedo con la otra mano. Repitió otra vez la misma maniobra. Ahora lo hizo con más lentitud y profundizando más en la inmersión y con varios dedos, casi hasta donde la había penetrado su amado Omar Khayyam. Se puso a pensar en él. Si hubiera estado él… Se echó a reír. A llorar. Se sentó en la hierba. Cogió más hierbabuena. Se frotó como si estuviera lavándose las manos, los brazos, los senos, los muslos… Con la cara iluminada por la alegría, se echó para atrás hasta tumbarse en el suelo entre la hierba todo lo larga que era. Y llorando susurró:


-No me ha penetrado. Ni siquiera ha eyaculado. Este bestia es impotente y esconde su impotencia con la fuerza bruta. ¡Mal rayo lo parta!


Alá había realizado un milagro, pensó.


Pero el recuerdo de su viejo amado le había salvado de alguna agresión violenta. Hubiera podido llegar a matarla. No cabe duda de que si se hubiera resistido, y en otras condiciones lo hubiera hecho, podría haber utilizado su fuerza para reducirla, hiriéndola o algo peor...


-Gracias Omar Khayyam, gracias mi vida, gracias porque acudiste a mi recuerdo… Prometo quererte cada vez más… Amarte más… Hazme un lugar en tu corazón… Me acurrucaré a tu lado… Mirándote… Sabrás en el futuro de lo que soy capaz… No me abandones nunca, jamás, mi viejo enamorado…


Dulce Orballo, alucinada, henchida de alegría, lo sintió allí, a su vera… Lo sintió encima, lo sintió debajo… Lo llenó de besos...Dulce Orballo se retorció entre la hierba... Se tocó los muslos, el vientre, los pechos… Se volvió de lado, se acurrucó en forma fetal... Los brazos cruzados... Estrujó con sus muslos su sexo...


Dulce Orballo, viéndose sola, libre de ataduras, de miradas extrañas, le circundó su cabeza una arcoirisada crestería; pájaros cantores embriagaron sus oídos, mientras millones de mariposas acariciaban su cuerpo.


Dulce Orballo se ofreció al universo. Comulgó con el cosmos. Se ofreció a su amado. Y abrió, poco a poco, sus pétalos de rosa: Separó sus brazos cruzados. Paseó los dedos de las manos por los pechos tersos y finísimos. Sus pezones se elevaron puntiagudos como palos mayores de una nave. Cerró y abrió sus piernas en actitud de ofrenda a las estrellas. Dulce Orballo estiró todo su cuerpo, al tiempo que tocaba, con las manos, la parte interna de sus acantilados muslos, subiéndolas hasta la rosada superficie de su piragua. Rozó sus partes; los costados de la nave, humedecidos, latían sin control; se movió a derecha e izquierda, sin saber como ponerse para que el remolino del mar, no la llevara hasta el fondo del abismo; acarició, retorció, aplastó, una y otra vez, el mascarón de proa clitoriano que dirigía la nave a la deriva; volvió a acariciarse los costados navales, labios vaginales azotados por las olas; intentó taponar la nave con un dedo para que no se fuera a lo hondo; y el agujero resultó demasiado ancho y de nada le sirvió; abrió y cerró otra vez sus piernas, donde Caribdis y Escila, protegían la nave de las inclemencias del tiempo, como acantilados protectores. Por fin metió la mano en su nave vaginal, que había aumentado de tamaño, repitiendo el mismo movimiento de ofrenda con sus acantiladas piernas; las paredes vaginales parecían tener ventosas como pulpos y se adherían a su mano.


El mundo le daba vueltas a Dulce Orballo; los ojos le daban vueltas a Dulce Orballo; todo le daba vueltas a Dulce Orballo.


Y los pájaros le picaban y las mariposas querían comerla. Y se retorció en espasmos. Y Dulce Orballo gritó, gimió, lloró...


Antes de seguir el camino de nuestra Dulce Orballo conviene poner aquí una rubayata de Omar Khayyam que tal vez la escribiera pensando en Dulce Orballo:

Siéntate, bebe y gozarás de un paraíso que Mahmud no conoció.
Escucha los laúdes armoniosos de los amantes: son los verdaderos
salmos de David. No te preocupe el pasado ni el futuro.
Que tu pensar no traspase el presente. Este es el secreto de la paz.

13.
Después de la agresión que sufrió Dulce Orballo las cosas no volvieron a ser lo mismo. Llegó a casa ya cuando comenzaba a oscurecer, ya que hizo tiempo a que los albañiles dejaran la obra en construcción por donde obligatoriamente tenía que pasar. Pero su padre la riñó por llegar tarde y la castigó a no salir de casa en varios días. Luego se empezó a rumorear en la aldea sobre sus encuentros con Omar Khayyam el ateo y su padre le prohibió salir de la comunidad sin su permiso.


Así pasó el tiempo Dulce Orballo sin que más se volviera a hablar con e viejo al que muchos odiaban por su sabiduría y aún más por ateismo. Se recordaba la contestación que había dado a un joven que se le acercó a la taberna donde solía acudir a reunirse con amigos. Decían que el joven se le había acercado preguntándole acerca de los que se iban de este mundo; qu qué le podía decir de los muertos. Omar Khayyam le miró y ofreciéndole un trago de vino de su jarra, le dijo: “Bebe, joven amigo, bebe, porque de los que se fueron, que son muchos, ninguno ha vuelto para contarlo”.


Y para los creyentes que se juntaban en la mezquita era una demostración de la maldad del viejo Omar Khayyam.


A Dulce Orballo se le había acercado uno de los albañiles. Ella no lo rechazó y a partir de entonces se le vio cada vez más a menudo juntos. Dando por supuesto en la aldea que ambos acabarían uniéndose en matrimonio. E jefe de los albañiles miraba a su subordinado de forma atravesada. Y ya había tenido varios encontronazos con el joven albañil llegando casi a las manos. Si esta inquina no había ido a más se debía a que los compañeros los separaban. Con esto Dulce Orballo había ganado en algo: habían dejado de molestarla.


Pero como dice el refrán las apariencias engañan y Dulce Orballo no estaba enamorada del joven albañil al que todos daban por hecho como novio de ella. Seguía siendo fiel a su viejo enamorado, aunque durante el tiempo, largo tiempo, que duró esa separación había tenido, a veces, serías dudas.


Dudas que desaparecieron como humo nada más volverlo a ver. En cuanto tuvo cerca de sus labios el blanco bigote. A pesar de esa blancura, de esa nieve evidente que cubría sus pelos lo sintió muy dentro y le infundió enseguida el ardor de su juventud. Porque para eso estaba ella: para volverlo incandescente, para fundir la nieve, para evaporarla, para beber sus penas y envolver la amargura de la separación con la abundante miel que fluiría de sus labios en esos fugaces encuentros.


Y es que a pesar de las prohibiciones familiares, de la vigilancia a que puedan someter a los amantes, de la atisbadura de los ojos curiosos y cotillas, cuando se quiere de verdad, cuando su amor es sincero… los amantes encuentran momentos, rendijas, buracos… por donde escapar del cerco; y ni alambradas custodiadas por guardias, ni fosos atestados de cocodrilos… impedirán jamás que se encuentren.

Pero todo esto, quizás basado en sus experiencias de vida, lo escribió, de una manera sencilla, Omar Khayyam, en esta rubayata:

Unos vasos de vino del color del rubí,
un pedazo de pan, un buen libro de versos
y tú, en un lugar solitario, son más valiosos
para mí que los reinos de todos los sultanes.

14.
Dulce Orballo y Omar Khayyam se vieron en varias ocasiones. El primer encuentro ocurrió cuando Dulce Orballo, con su prima, acudieron a la capital de la comarca, a Nishapur, a vender productos de la aldea al mercado. Al rato, con el pretexto de ir a evacuar al retrete de señoras, se alejó del puesto diciéndole a su prima que tal vez tardaría más de lo previsto. Su pariente no puso ninguna pega adivinando quizás las intenciones de Dulce Orballo.


Tenía intención de acudir a la taberna donde sabía que su viejo enamorado se juntaba en tertulia con algunos amigos. Si tenía suerte lo vería. Efectivamente allí estaba. Solo. Al abrir la puerta miró a la recién llegada, quien, cuando el tabernero bajó la vista hacia el vaso que estaba fregando, apartó el velo de su cara un breve instante y se marchó.


No tardó Omar Khayyam en abandonar la taberna siguiendo tras de ella a prudente distancia. Se metieron por un dédalo de callejas encaminándose a la salida de la población. Atravesaron, siempre sin dirigirse la palabra, un puente. A la salida del cual se abría un camino que conducía a un arroyuelo. Siguiendo el curso del mismo torcía a la izquierda entre una arboleda. Allí ella volvió la cara. Se paró. Se dio la vuelta. Se quitó el velo, apareciendo su cara redonda, blanca y sus labios encarnados en toda su desnudez. Anduvo unos pasos hacia él. En su cuello al acercarse temblaban las venas como una cuerda cuando vibra. Él le cogió las manos, se las apretó y se las besó. Luego le acarició la cara como para cerciorarse de que en modo alguno era un espejismo. Ladeó ella la cara a derecha e izquierda besando el hueco de sus manos. Se abrazaron. Las lágrimas de ella caían en silencio desde sus ojos resbalando por sus mejillas hasta mojar el cuello de Omar Khayyam. Eso era todo. Eso valía. No hacían falta palabras. Lo hacían por ellos los pajarillos de la arboleda y el suave murmullo del arroyo. Se miraron a los ojos. Él aparto con sus dedos las lágrimas de sus ojos. La besó. Sus labios al contacto temblaron.


Se abrazaron con fuerza y cogidos de la mano siguieron andando en silencio. El suelo lucía, después de las lluvias pasadas, multicolor alfombra de flores. Era la dulce otoñada. Resaltaban por su abundancia esas florecillas de pétalos alargados, que se abren a principios de otoño, de colorido blanco y morado pálido.


Omar Khayyam se separó de ella y cogió moras de unas zarzas. Se las ofreció. Ella las puso en el hueco de su mano y cogiendo una se la acercó a los labios de él. Comieron mirándose a los ojos. Luego jugaron, poniéndose dos moras en la boca, sosteniéndolas con los labios, a ver si conseguían introducirlas una en la boca de él y la otra en la de ella, empujándolas con la lengua de cada uno. No lo consiguieron. Se les cayeron al suelo. Y, echándose a reír, se besaron.

Es aquí el momento, antes de proseguir el relato de encuentro tan fugaz y clandestino, de reproducir una rubayata del gran poeta persa Omar Khayyam que dice así en castellano porque el farsi no conocemos:

Cada flor que ahora nace, al borde del arroyo,
Puede que fuera labios de algún hermoso rostro.
No pises, pues, la yerba con desprecio, que todo
Surgió tal vez del polvo de aquel hermoso rostro.

15.
Cerca de la zarzamora el terreno, mirando al arroyo, hacia como escalones. Dulce Orballo se sentó en uno. Y él se sentó en otro, un poco más atrás y la abrazó por el cuello besándoselo. Ella posó sus manos en los brazos de él.


-Abrázame fuerte, le dijo.


Él apretó. Volvió a besarla, dándose cuenta entonces que estaba llorando.


-¿Qué te pasa, mi vida? ¿Qué tienes?


Fue cuando le contó entre sollozos la agresión del jefe de los albañiles, las habladurías del pueblo, el castigo de su padre... Y su relación, superficial, con un albañil joven para salvarse de todos los chismorreos de la aldea.


Así estuvieron fundidos largo rato dándose alientos y trasmitiéndose olor y calor. Ella se quitó el jersey dejando desnudos sus brazos, que el acarició.


Enfrente, cerca del arroyo pasaba un camino, también cubierto, en sus lados, por hierbas altas y numerosas zarzas.


Un hombre que pasaba por allí los saludó.


-Buenos días.


-Buenos.


-¿Qué?... ¿Disfrutando del día?...


-Así es, comentó Omar Khayyam.


-Muy hermosa, su hija. Si señor, muy hermosa.


-Lo es, tiene usted razón, siguió expresándose Omar Khayyam. Y la abrazó con fuerza.


-No todos los padres e hijos se quieren tanto.


-Es que mi padre es único, arguyó Dulce Orballo que volvió la cabeza para darle un beso en los labios a su viejo enamorado. Omar Khayyam lo evitó ladeando la cabeza recibiendo el beso en la cara.


-Bueno, ale, Alá sea con vosotros.


-Alá es grande, respondió Omar Khayyam. 

El hombre se alejó caminó adelante.


-¡Cobarde!


-¿Por qué?


-Porque no me has dejado besarte en la boca.


-No era prudente.


-¡Cobarde!


-¡¿Cobarde yo?! Ahora verás…


-¿Verás? ¿Qué quieres ver? Mis sostenes rojos…


Y comenzó a separar su blusa del cuerpo, pero Omar le cogió las manos impidiendo el movimiento.


-¡Cobarde!


-¿Si?... Pues vas a ver…


Y le mordisqueó los hombros, le besó en el cuello pasándole la lengua, le susurró palabras al oído. La besó en la nuca, mientras acariciaba sus brazos. Lo hizo con rapidez y a ambos lados de su cuerpo. Le ladeó la cara. La besó. Dulce Orballo se encogió erizada de gusto.
-
Déjame, por favor. Ya sé que no eres un cobarde. Era una broma.


Él no le hizo caso, siguiendo sus caricias. Según la besaba en el cuello, arrimaba ella la cara a la de él, que seguía acariciando sus brazos. Resbaló sus manos hasta ‘el canalillo’, como ella denominaba al comienzo de sus senos, las introdujo dentro de sus sostenes rojos. Notó sus pezones tiesos.


-Mi vida, mi dulce orballo, mi sirena, mi niña ruborosa… te quiero… pero… tenemos… que marcharnos.


-¿Ya?...


-Si, cariño... Es la hora…


-Anda… un poco mas… un rato más… no me dejes… hazme feliz… porfa…


Y aquí dejamos una de las rubayatas de Omar Khayyam como final de este trozo del relato titulado ‘Mi Dulce Orballo’:

Yo, también, sembré, lo mismo que ellos:
la semilla de la sabiduría; y me he sacrificado
para que naciese. Cosecharé estas verdades:
que vine como el viento y me iré como el agua.

16.
Cuando Omar Khayyam se separó de Dulce Orballo, podría parecer que lo hizo procediendo como un padre y no como un enamorado. A los enamorados se les retrata como seres que viven en una nebulosa continua, que no piensan, que se extralimitan y que no miden las consecuencias de sus actos. Que la fuerza que les atrae es tan poderosa que desean estar siempre penetrados en uno del otro. Y que esta penetración los enloquece, hasta el punto de hacerles olvidar que el tiempo pasa. Que quieren dejarlo correr sin preocuparse de que los astros giran, que al día sucede la noche y que las estaciones corren imparables.


Sin embargo, siendo esto así, los amantes tienen, igualmente, marcados con hierro al rojo sus responsabilidades con ellos mismos. Y cuidan al amado o a la amada, vigilan para que nadie pueda molestar, defienden o cobijan al otro hasta el sacrificio. Siempre, claro, que el amor sea de verdad y no puro encoñamiento.


Así Omar Khayyam. Su comportamiento no se debió al hecho, cierto, de que superaba en años a Dulce Orballo, tantos como varias decenas, no; ni siquiera pensaba en que su hija tuviera la misma edad, no. Se portó como un hombre, viejo si, pero un hombre; y lo hizo porque estaba enamorado de ella.


Se hubiera quedado con ella, a su lado, junto al arroyo, horas y horas. Sin ninguna duda.


Y si se separó de ella, o si hizo lo que hizo, no fue por cobardía, como ella dijo en tono de broma amorosa, no; de eso nada de nada; le hubiera gustado, tenía que insistir en ello, y nada ni nadie podría haberlo impedido; como nadie podría haber impedido besarla ante el hombre que pasaba paseando por allí. Es más, sintió su beso en los labios, aunque fuera la cara la que recibió los labios de ella.


Y para mayor abundamiento, tal vez lo podían tachar de exagerado, pero tenía que decirlo: le hubiera gustado que ella mostrara sus pechos, junto a él, al desnudo, para envidia de los transeúntes. O que exhibiera sus sostenes rojos, si es que a ella le gustaba ese color… Pero es que la sociedad no está hecha para que esa liberalidad, no ve bien que se enseñe de una forma natural lo que natural nació. Y pueden los prejuicios hacerles mucho daño. Un ejemplo lo tenía a la vista, y bien cercano, las habladurías que habían corrido por el pueblo dañando el honor de su Dulce Orballo. Y no estaba dispuesto a consentirlo.


Pues bien, eso era lo que él había intentado cortar de raíz por el bien de su amada, no por cobardía. Y menos por deseos, por merma de su virilidad que seguía intacta, y se tocó sus genitales, hacia ella. Recordaba que ella le había pedido seguir aún un rato más juntos. Bien, no menos anhelos sentía Omar de continuar abrasado a la hoguera de su amor. Se hubiera consumido con ella, sin que le importara en absoluto lo que hablaran por ahí viejos y viejas en corrillos. Tenía que expresarse de una forma más gráfica si cabe: sus pechos, los pechos de Dulce Orballo, que aún tenía entre sus dedos, atraían su sexualidad como al niño la leche que sale de sus pezones. Dicho queda. Luego, no era porque él ya no llegara al culmen de su amor; no, no era porque no llegara al orgasmo, no. De hecho, tras dejarla a ella cerca del mercado, donde la esperaba su prima, y emprender el regreso a la taberna, caminaba con dolor continuado en los testículos. Y eso, para quien no lo sepa, solo ocurre tras una larga excitación que no tiene la lógica y natural posibilidad de descargar el semen acumulado; lo que vulgarmente se conoce por ‘correrse’. No, que no se engañe nadie, que no se engañe ella, el abandono no tenía ninguna relación con eso. No, su deseo, que duda cabe, era seguir con ella hasta penetrarla y llenarle de semen por dentro. Era la ofrenda de amor. Única forma de preñarla para conseguir que su vientre acogiera el fruto nacido de su amor.


Pero ahora no es el momento y por lo tanto tenía que cuidarla, tenía que evitar que sufriera o que pudieran hacerla sufrir. Eso era todo. Así de simple.

Aquí hacemos una pausa en el camino poniendo esta rubayata de Omar Khayyam:

Querida mía, si fuera posible que el Destino
nos dejase disponer del triste plan del mundo,
querríamos sin duda reducirlo a cenizas.
Para hacerlo de nuevo según nuestros deseos.

17.
Omar khayyam ya se perdía entre las calles que daban acceso a su taberna favorita, cuando Dulce Orballo desembocó en la plaza del mercado. Tanta algarabía, tantas voces, tantos olores y colores de golpe la envuelven de forma, para ella, tan extraña, en contraste con el silencio de la arboleda, de la que acababa de salir, que se ve cogida en volandas y conducida a otra esfera, hasta el punto de pasar, como pasó, delante de su prima sin verla. Tuvo, ésta, que llamarla para que se diera cuenta que pasaba de largo.


Otra vez la realidad, otra vez a zambullirse en el mundo feroz del mercadeo, del regateo brutal e inmisericorde que, otrora, le atrajera, pero que, ahora, en este momento, no le hacía ni puta gracia. Respondió a las preguntas de su parienta de una manera mecánica, puesto que su pensamiento estaba en otra onda. A veces respondía con monosílabos a los compradores, que se alejaban mirándola extrañados y alguna vez ante el regateo insistente de las señoras, sin poderlo aguantar, las mandaba a freír monas. En numerosas ocasiones su prima tuvo que llamarle la atención reconviniendo su actitud negativa hacia la venta de los productos del campo que cultivaban y de los que vivía toda su familia.


-Pero, ¿en qué estas pensando? ¿Te ha ocurrido algo? ¿No habrás vuelto a ver a ese…? Prima, no te entiendo… Estás como ausente…


Trataba de concentrarse y atender con la mayor amabilidad a los que se acercaban a su puesto. Luego, volvía distraerse. Repasaba una y otra vez lo que había sucedido entre Omar y ella, en el breve, pero intenso, reencuentro. Todo ello para lograr una explicación a la brusca interrupción de su abrazo, cuando navegaba en las más placenteras aguas de la felicidad, largo tiempo anheladas, entre los brazos de su viejo enamorado.


Y se preguntaba una y otra vez qué habría hecho mal, en qué habría fallado. Sin descartar siquiera que él se hubiera cansado de su trato. Porque, efectivamente, había transcurrido mucho tiempo sin verse, sin saber nada el uno del otro. Y el amor, como la amistad, hay que tratarla, cultivarla, mimarla, acariciarla, de lo contrario se muere. Lo mismo que las hortalizas que aparecían ahí, tan bien ordenadas, encima del puesto del mercado. Tienen que ser protegidas de las malas hierbas, regarlas, cavarlas, hacerles mullido en torno a cada planta; en pocas palabras: cultivarlas con amor, sino se mueren.


Pensándolo bien, él no había puesto ninguna pega al largo desencuentro. De modo que, por ahí, no debía adentrarse porque se perdería en vericuetos sin salida. ¿Se habría sentido celoso al decirle que tenía una relación con un joven albañil? No, no creía que eso tuviera nada que ver con el repentino afán de despedirse y dejarla con las ganas de seguir con él sin explicación convincente. Si, es verdad, era celoso, pero no hasta el extremo… ¿Quién que ama no es celoso? Tenía la convicción profunda que no era de ese tipo de hombres como para crear un mundo imaginario del joven albañil, cuando, en realidad, no era más que autodefensa, por parte de ella, para que, en la aldea, la dejaran en paz. Y él lo había entendido. O eso creía.


Más se inclinaba ella a pensar que, tal vez, le había dejado demasiada iniciativa en manos de él y tomó esta actitud como si ella no mostrara ningún interés en el amor. Pero es que se sentía tan a gusto… El resultado fue, estaba cada vez más convencida, que encaminó Omar su pensamiento por un derrotero que no era el acertado: ‘creo que Dulce Orballo ha perdido todo interés en estas relaciones’.


Y no era de ninguna manera cierto. ¿No había intentado, delante del caminante que los tomó por padre e hija, besarlo con lujuria en la boca? Si. Y lo hizo llamándolo cobarde, para provocar su reacción de amante. Eso si, tiene que reconocer que solo fue un instante, un breve instante, pues en todo momento tuvo él la iniciativa. Quería, es cierto, sentirse protegida del jefe de los albañiles, de su padre, del joven albañil, y hasta de la aldea entera… Quería ser amada, aunque el mundo lo tuviera por su padre… Sin parar mientes en si pensaban, por ahí, que era una aberración su relación con uno de mayor edad que ella y además ateo. ¿Era una aberración? No, no lo era. Una aberración podría ser tener ayuntamiento carnal con un perro, con un macho cabrío… Pero querer a un hombre, por qué lo iba a ser: no tenía ninguna de las características aberrantes para que nadie se lo pudiera echar en cara…


Quería… Quería… Quería… ¿No sería que necesitaba una especie de hermano mayor, que no había tenido, para recostar su cabeza en su hombro de vez en cuando?... No, no. En absoluto, ella lo quería…


-Me estoy volviendo loca, pensó. Ya no sé lo que es verdad ni lo que es mentira.


-Tengo que volverlo a ver. Y pronto. Entonces seré yo la que lleve la parte activa: lo cogeré, lo acariciaré, lo estrecharé entre mis brazos, le susurraré palabras de amor al oído, lo besaré, acariciará mi lengua la suya… En fin, haré que se derrita, que se sienta tan a gusto… tanto, tanto, que su voluntad se anule impidiéndole irse, que su pensamiento no domine sus sentidos cuando está gozando de mi… Entonces seré yo quien lo penetre…


-Pero, hija, ¿qué te pasa? -oyó que le decían- hablas ya como los locos…

Abandonamos aquí esta especie de monólogo de Dulce Orballo terminando con esta rubayata, traducida libre y sin forma de poema, de Omar Khayyam:

De igual manera que una linterna mágica, que enfocándonos nos iluminara, es esta Rueda en torno de la cual vamos todos girando sin cesar... por si no lo habíais entendido, estas son partes de las que está compuesta: la lámpara de la linterna, es el sol; la pantalla hacia donde se dirigen sus rayos, el mundo; y nosotros... nosotros, las imágenes que como monigotes se mueven, pasan y desaparecen.

18.
Tras el monólogo de incertidumbres coronado con la promesa de llevar, de ahora en adelante, la iniciativa en las relaciones amorosas con Omar Khayyam, Dulce Orballo se centró en la venta por completo, recibiendo el parabien de su prima.


Por la noche, ya en su casa, tuvo unos sueños extraños que la dejaron perpleja porque no sabe hallarle explicación alguna, aunque ya sabe que a veces, muchas veces, los sueños encuentran difícil encaje dentro del corsé de la razón.

Soñó que caminaba hacia un fin deseado donde hallaría la felicidad. Pero para lograrla tenía que vencer varias pruebas. La última era la más importante y competía con una hermana que era ella misma. Y hacia esa prueba se encaminaba. Sus pasos eran circundados por una nube de mariposas multicolores que curiosamente se transformaban en ella misma. Volaban y volaban destacando unas mariposas rojas que parecían sostenes y tangas rojos. Su meta era el mismo que el de Dulce Orballo porque eran Dulce Orballo.


Al fondo se veía una fuente. Nada extraño dada la sed que tenía. Allí podía saciarla. Más cuando creía haber llegado casi hasta tocarla y los labios se relamían la fuente se alejaba más y más. Entonces corría desesperadamente. Y sudaba. Con ello aumentaba su sed.


Por fin llegó Dulce Orballo hasta la fuente. Bueno, llegó su hermana que era ella. Ocurrió entonces que la fuente se llenó de mariposas y ocultaron la fuente ansiada. En su lugar de las mariposas surgió una hada madrina una maga que le impidió en paso.


-Necesito beber agua, estoy sedienta.


-Para ello tendrás que tomar el agua del único cuenco que hay que es éste.


Y le acercó a sus labios su vulva llena de agua.


-¡Puaf! ¡Qué asco! De ahí no bebo yo, dijo la hermana de Dulce Orballo que, como ya hemos dicho, era ella misma.


-Bueno, pero no tendrás suerte en la vida. Puedes pasar.


Poco después llegó arribó la otra hermana al mismo lugar. La fuente se cubrió de mariposas y desapareció. De ellas surgió unas maga o hada madrina que le impidió el paso.


-Necesito beber agua. Me muero de sed.


-Bien, pero tendrás que saciar tosed en la única vasija que existe aquí. Es un recipiente original.


Y le acercó su vulva a la boca. Dulce Orballo sin ningún remilgo, sin la menor alharaca, bebió de ese cuenco hasta saciarse.


La maga o hada madrina la miró y dijo:


-Tú llegarás triunfante a la meta y encontrarás la felicidad que buscas. 

En ese momento Dulce Orballo se despertó. Tenía una sensación agridulce, pues por una parte estaba contenta y por otra triste: ella era una y la otra.


Se quedó mirando el techo de la habitación cubierta de estrellas fosforescentes y al poco se volvió a dormir. 

Y soñó que iba con otras jóvenes cantando camino de las fuentes. Cuajadas de magia su existencia. Cubriéndose la cara en albo lodo. Légamo enrojecido de los rituales ecuménicos que conducen a la pérdida de la virginidad, pero que prescribe mancharse la mirada solo con la poderosa pureza de la tierra.


El corto trayecto hacía las fuentes manantiales para algunas mozas resulta interminable y para otras un vuelo de palomas.


El sol castiga sus cuerpos sudorosos, agrietando el barro del ecuménico ritual.


Vuelve el lodo a la tierra envuelto en polvo enrojecido con canciones alegres de vanguardia.


La fuente les espera con vocación de entrega. No hay más que verla allá a la vista. En medio del círculo de baobabs.


Pero primero, ¡ay!, deben adentrarse en la siniestra umbría del un bosque sagrado que, a la derecha, sostiene enhiesta y sombría su arrogancia. Es la iniciación, dolorosa y sangrienta, al mundo de los adultos y viejos de la tribu.


Lugar este alegre o tenebroso según lo mire cada cual en el espejo de sus realizaciones. Se pararon indecisas. A la derecha o a la izquierda.


O la fuente o el bosque. La más bella del grupo, la joven líder de las independencias, Dulce Orballo, tiene una tenebrosa premonición, intuye ojos ansiosos de lujuria en la maleza impenetrable del asqueroso hechicero del poblado cubierto de moscas la comisura de sus labios… y sin poder contenerse grita, grita hasta casi desgarrarse la garganta:


-‘¡Rompamos el tabú! ¡Vayamos directos a la fuente!’


Y corren todas, cantando alborozadas, a zambullirse en el agua de la alberca que alimenta la fuente. Dejando allí, con dos palmos de narices, a una lujuriosa tradición cuajada de moscas.
Dulce Orballo se despierta sudando. Ya comienza a amanecer.

Descifrar de la vida su enigma no pretendas,
Pues todo ficción. Una copa es eterna.
Tan llena de burbujas, eres como ella. ¡Goza!
Y no pienses en cielos ni creas en tinieblas.

19.
¿La quería él a ella, o a su juventud?... Vayamos por parte: ¿La quería a ella? Si. ¿Quería su juventud? También. Contestaciones a la pregunta de ella. ¿Su juventud? Si. No podía separar juventud por un lado y a ella por otro. Estaban en el mismo lote. Quizás se refiriera a su espíritu. Mas el espíritu es parte de ese cuerpo joven. Era absurdo debatir esto. La pregunta había sido hecha con toda buena fe: ¿Me quieres a mi o a mi juventud? …


Pregunta propia de una concepción idealista del mundo, de la vida. Muy difundida sobre todo entre las religiones que introducen en el cerebro de las gentes ese veneno irracional. Como si por una parte hubiera un ser llamado alma, espíritu, conciencia, levitando por ahí: sustancia etérea, inmaterial, invisible como el aire; y por otra el cuerpo (huesos, músculos) cabeza, tronco y extremidades que de manera animal anda por ahí ajeno al pensamiento cerebral.


Pero para Omar no existía ese desdoblamiento en materia y espíritu, sino que ambos existían en Dulce Orballo y no podía arrancar una y quedarse con esa parte despreciando o apartando la otra. No cabía en su cerebro esa operación mediante la cual extirpaba una para adueñarse de la otra. Una y otro eran ella misma y cuando desapareciera su cuerpo hermoso, que eso no ocurriera nunca, se irían ambos al no poder vivir una sin la otra.


Eso era lo que pensaba Omar Khayyam. Tal vez estuviera en un error. Pero creía que no.


“Porque, vamos a ver, se decía, si ella tiene unas determinadas actitudes, opiniones, gustos se deben a que por su juventud ha nacido en un sector del tiempo histórico que no ha vivido otro, yo, por ejemplo; eso entra por unos ojos, los suyos; lo capta un cerebro, el suyo; si tiene gusto por unas frutas y no por otras, a nadie le debe ese conocimiento sino a la lengua, a la suya; si ha sabido amar es porque el amado ha penetrado por sus sentidos, no por los del vecino; si se enciende cuando habla de política es porque, en el tramo de vida, conoció los actores de la política que están ahora en la palestra y que no merecen su simpatía; pero para ello ha tenido que entrar por los sentidos hasta su cerebro lo que han hecho o dicho esos mismos políticos. Y le han influido para bien o para mal. Su conocimiento llegará hasta un límite, lo mismo que el mío llegará hasta otro, porque he vivido más tiempo y me influyen estos, pero también otros que ella, obviamente, no ha podido conocer porque tiene muchos menos años. Y eso referente a los primeros actores. También hay otros actores, menos importantes para la historia con mayúscula, que adquieren relevancia para el individuo mayor que estos personajes de relumbrón; por ejemplo, el abuelo de Dulce Orballo adquirió un volumen que no tienen esos personajes que llevan por ejemplo la política en este momento”.

Esos aconteceres, esos personajes particulares, marcan un cuerpo donde el cerebro está instalado. Ese cuerpo, joven o viejo, es el todo. De modo que él quiere todo lo de Dulce Orballo. No una parte. ¡Qué se le va a hacer! ¡Él no ha elegido ser como es!

Para dar fin a esta parte de la reflexión de Omar Khayyam ponemos una rubayata que, en un principio, le atribuyeron y luego se ha sabido que era de Afzaloddin Kashaní que murió allá por 1245:

Somos cuna de tristezas y principio de alegría;
El caudal de la justicia y origen de tiranía,
Y pródigos, y mezquinos, perfectos, defectuosos;
Somos bola de cristal, un espejo que se oxida.

20.
Sin embargo a Dulce Orballo la pregunta le había surgido después de tener sus extraños sueños, mezcla de placer y repulsión. Se le habían quedado prendidos al ojal de su mente acariciándola y arañándola a la vez. En ellos había, si, elementos carnales y también simbólicos: carnales como su vulva que había tenido en su boca, habiéndola lamido al tiempo que saciaba su sed. Su placer había adquirido, en el sueño, casi categoría de orgasmo porque cuando se despertó las paredes de su vagina estaban tan humedecidas que hasta la entrada a ella se envolvió de ese líquido aceitoso. Hubiera deseado que lo soñado no fuera un sueño. 

Desgraciadamente, ella no era una artista circense que pudiera retorcer su cuerpo hasta el extremo de doblarlo y llegar a tocar con su boca la vulva. No, no lo era. No podía aproximarse con su lengua e introducirla en la vagina a modo de pene, continuando, así, lo empezado en el sueño hasta terminar en un orgasmo real.


Pero siendo así, porque lo era, al tiempo maldecía no ser hermafrodita y tener por tanto ambos sexos para poder darse placer sin concurso de varón; y siendo así también sentía repulsión de su propio sexo: ella no era de la acera de enfrente, no era lesbiana; deseaba a los hombres, necesitaba ese complemento para sentirse satisfecha: quería ser madre y esposa.


El otro sueño… el otro sueño tenía más elementos simbólicos. En él había una carga del miedo que estaba sintiendo últimamente. Sus relaciones con Omar tomaban un cuerpo tan serio, tan serio, que podían adquirir tintes dramáticos; empezó siendo amable con él, siguiéndole la corriente; bueno, más que seguirle la corriente, fue una juego de bromas y de veras. Pero veía que se lo estaba tomando de una manera tremenda: poniendo en peligro su estabilidad e incluso su familia. No, no quería ella hacerlo sufrir: su ser natural era la amabilidad, la bondad. Y luego se ponía a llorar como una tonta.


Aun estaba a tiempo de cortar sus relaciones, antes de que el derrotero no tuviera retorno.


El sueño fue un aldabonazo en su conciencia porque le urgía a que se decidiera a romper: ¡Rompamos el tabú!, exclamaba en el sueño. Y ese rompimiento, esa rotura, esa quiebra, podía tener carácter dramático, pues se trataba de anular las relaciones con él, o con su entorno: familia, amigos, ambiente. 

Por ahora, lo reconocía, sus sentimientos hacia él no tenían la fuerza, ni mucho menos, que los otros vínculos.


Si, era cierto, le había prometido algunas cosas, pero con la lengua chica.


¿Había sido deshonesta, mentirosa con él? Tal vez un poco si, aunque sintió muchas veces esas ganas de irse a la aventura, de dejarlo todo. Luego, en frío, se acobardaba. Los obstáculos le parecían barreras insalvables.


Es decir, la realidad se iba imponiendo con soberana y helada brillantez, oscureciendo esos sentimientos que surgieron, al principio, como puros y rebeldes. Rebeldía que se hacía arma afilada contra la misma situación que, en numerosas ocasiones, había ido pasando su propia carne. Sabiéndose con cualidades para desempeñar puestos de responsabilidad, las puertas de trabajo se le cerraban una y otra vez, una tras otra, al no representar, como no representaba, el tipo idóneo que, la sociedad, pone como símbolo, como paradigma, de representación en los puestos, hipócritas, para dar la cara amable y simpática ante el público que, se supone, va a rechazar esas formas corpóreas, esos volúmenes que superan los cánones de belleza que están en consonancia, solo en la mente de ejecutivos cortos de miras, con la inteligencia que, para ellos, se mide o es sinónimo de muñeca barby hinchable. Y, claro, la hundía en negro pesimismo.


Pero estaba comprobando que el remedio era peor que la enfermedad: unirse a un macho, a un varón, a un hombre, sí, pero mucho mayor que ella, con la posibilidad, mas que cierta, de que podía desaparecer de la faz de la tierra en pocos años. Con lo cual, quedaría más marcada aun de lo que estaba ahora, tras un amante muerto y otro drogadicto perdido.


No se veía ella con capacidad de sacrificio, como para enfrentarse a un mundo feroz que la aislaría.


Los sueños le indicaban que debía decidir: o echarse para adelante, o cortar por lo sano; y lo iba a llevar a cabo antes de que las cosas fueran a peor (o a mejor que eso nunca se sabe); quiere decir, antes de que tuvieran una vuelta, una marcha atrás de difícil reversibilidad: un viraje imposible.

Esperando la decisión que tome Dulce Orballo, ponemos otra rubayata que, muchos, dieron por original de Omar Khayyam, pero, con el paso de los años, la ciencia literaria ha negado sea del poeta persa del vino. Ahora, unos dice que su autor es Avicena y otros que Fakhreddin Razí (1035-1097)

Los enigmas del mundo pudieron resolverse,
Desde esta oscura tierra hasta aquel marte ardiente.
He logrado librarme de toda hipocresía;
Vencí todos los nudos, menos el de la muerte.

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