martes, 26 de junio de 2012

José Mª Amigo: Los ágapes no deben darse donde se examina


 A Hermenegildo un exceso de timidez le hizo abandonar el ágape. Se hacía para celebrar el acabamiento de la carrera de Magisterio. Para ello, arriba, en el piso de arriba, colocaron diferente condumio y bebercio. 

Precisamente allí arriba, donde se celebraban los exámenes de química porque la profe de esa asignatura tenía tantos cateados que no cabían en una aula normal. En ese salón de actos, precisamente allí, donde todos los suspendidos llenábamos el local angustiados. El otro día, como siempre, nada mas que la profesora leyó el primer ejercicio:

-Escribe las fórmulas de las siguientes sustancias: dimetil eter, ácido aminopentanoico, nonanotriona, pentanoato sódico, dimetil benceno...

Ya se vieron levantarse del asiento uno acá, otro allá, en el medio tres. Y pocos minutos después el salón de actos mermaba considerablemente de examinados. 

Según subía las escaleras rumbo al ágape recordó el segundo ejercicio ( menos mal que lo sabía) que la señora de química, cara amojamada y cetrina, pechera planchada y con pose de autosuficiencia, orgullosa de tener tanto cateado decía:

-Indica la fórmula molecular y que grupo o grupos funcionales presenta cada uno de los siguientes compuestos: A) CH3-COOH3; B) CH2-CO-CH3; C) CH3-CH3-Cl; D) CH3-CHOH-COOH...

Y el salón de actos, sin haber acabado de dictar el ejercicio, se quedó medio vacío.

Pero, en fin, eso pasó. Por fin aprobó la asignatura y ha terminado la carrera. Ahora, precisamente ahora, tenía que salvar el examen de relaciones sociales sobre todo con las compañeras. El convite estaba programado para chicos y chicas. Eso era harina de otro costal. No había tenido apenas contacto con hembras de su carrera. Ni de otros oficios. Las aulas donde estudió solo había machos. No comprendía a ambos sexos. Estudiaron separados. Y así le fue. Al menos a él. Hermenegildo era virgen. Puro. Sin mácula. Algún escarceo los fines de semana y que llegó a odiar a la chica que lo esperaba. Tanto que iba diciéndose a la hora de la cita:

-Que no esté, que no esté, que no esté.

Y estaba.

Nada mas asomar al pasillo que conducía a la puerta de entrada al salón de actos vio que 
estaba lleno. ¡Qué vergüenza! Llegaba tarde. Sin embargo nadie se fijó en Hermenegildo.

-Luego -pensó- habrá que sentarse a la mesa. A saber con quién me tocará. ¡Qué vergüenza si me toca en medio de dos chicas! ¿De que hablo?

La única chica que conocía, Benilda, era una de su pueblo. La vio. Formaba grupo con otras y otros. La saludó. Pero no le hizo no caso. O eso creyó. Este detalle colmó su timidez. No tenía nadie a quien agarrarse. Se desbordó el vaso con el empequeñecimiento de su autoestima. Quedó tirada al suelo. En el brillo encerado del salón de actos. 

Decidió en ese mismo instante que no estaba preparado para el diálogo entre sexos. Esa asignatura podía esperar. No era esencial. y mirando a diestra y siniestra fue haciendo mutis. Mirando a las baldosas abrillantadas. Y pasillo adelante, sin mirar atrás, desembocó en las escaleras que las bajó corriendo. Mas bien corrido de si mismo. Y ya en la calle, ¡que tranquilidad!, considerá que se había librado de todo un engorro. Libre del atosigamiento de la comunidad escolar.

-Ahí os quedais. Ahí te quedas, Benilda -se dijo acordándose de la chica de su pueblo.

Anduvo cuesta abajo. La calle tenía ambos lados mansiones (al menos para él) de gente acomodada. Árboles centenarios elevaban sus copas al cielo. En un abeto, en la pingorota, una cigüeña, orgullosa, machacaba el ojo. Por una asociación de aves se acordó de las golondrinas. De Becquer. Hermenegildo era muy leído. De Becquer y de parques, plazas y rincones recoletos. De bosques misteriosos. De rayos de luna filtrándose a través de las hojas. ¡Ah!, y de Mario el de Los Miserables de Victor Hugo buscando a su Cossete. Penando por su amada. El también sufría por su amada. ¿Cual? Que mas da, una cualquiera. A quien amará. Escribirá entonces versos sublimes. Para ella. Y vivirán en un reino junto al mar. Como Poe con Annabel Lee. Y recitó:

- Mas, vence nuestro amor; vence al de muchos, / más grandes que ella fue, que nunca fui; / y ni próceres ángeles del cielo / ni demonios que el mar prospere en sí, / separarán jamás mi alma del alma / de la radiante Annabel Lee.

Una Annabel que odiara banquetes, convites y ágapes para celebraciones donde nadie se fijaba en él. En Hermenegildo. Que lo quisiera por lo que valía.

Pasaba a la sazón en ese momento  justo al lado de una de las mansiones. Abandonada. Verjas de la entrada abiertas de par en par. Abetos y pinos altísimos. Un tilo cuyas ramas se extendían muchos metros. Bancos acá y allá. Penumbra. Penetró en el recinto. Silencio. Las rodadas del tráfico llegaban acolchadas. Amortiguadas. Cuando llegaban. ¡Qué bien se estaba allí!

Extendió los brazos que se posaron a lo largo de las maderas del banco. Gesto que quiso abarcar el espacio recoleto.  La mansión aparecía frente a él con puertas y ventanas cerradas. El deterioro era evidente: tejas descolocadas, paredes desconchadas, canalones rotos... El verde de la puerta de entrada a trozos desaparecido por el óxido.

El olor del tilo penetró profundamente en sus orificios nasales. 

-Con semejantes aromas -pensó- debió de vivir una pareja que se amaría toda la vida.

Él sin duda en honor de su amada plantaría el tilo como muestra de su amor. Y ese sentimiento se hizo aliento del aire y alimento de la tierra. La lluvia supo de ellos y penetró  hasta las raices. De ahí que se haya expandido tanto. Además, está seguro, lo siente, están enterrados junto al tilo. Cerca de las raices. Tocándolas. Y su amor transciende, se da, a todo aquel que se acerca. A Hermenegildo le ha llegado. Y ama. Y será correspondido. Sin duda.

Impregnado de esa esencia, se eleva, Levita. Flota como el alma de los amantes. Como Poe con su Annabel Lee.

Un gatito aparece justo a sus pies. Lo mira. Maulla. ¿Será un mensaje de los que habitaron la mansión? Tiene el pelo blanco... no, blanquísimo. Alarga Hermenegildo la mano para acariciarlo. Para tocar el mensaje, para llenarse de vibraciones amorosas... Y ¡zas! la gata madre lo araña.

-¡Mal rayo te parta! -grita el buen Hermenegildo.

A su grito aparece una pareja de jóvenes. Son Benilda y un compañero de curso.

-¡Coño, Hermenegildo! ¿Qué te ha pasado?

- La gata me ha arañado por querer acariciar al gatito.

Benilda lo mira y le dice:

-¡Que raro eres! Te vas de la fiesta y viene a acaciar un gatito.

-Ya, es que... bueno, ¿y tu cómo eres? ¿Dechado de virtudes? -responde el arañado.

Y es que, efectivamente, los excesos de timidez conducen a eso: a arañar a los que, en el fondo de su orgullo, consideran inferiores.

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