viernes, 26 de octubre de 2007

José Mª Amigo Zamorano: Amarga Hiel VII



Dejamos a Dulce Orballo con la palabra en la boca. Estaba diciendo:

-¡Omar, Omar!... Se hace tarde, mi amor... y, a mi, me esperan en el puesto del mercado mi prima y el joven Al-Jaliloscar, mi albañil particular... Si tardo se van a impacientar, a inquietar… No solo eso… empezarán las habladurías… se desatarán las lenguas... y si comienzan a correr... ya no hay quien las pare… y mi padre me castigará… y no podremos volver a vernos más... y las devotas y los muy fieles seguidores islámicos cuchichearán por las esquinas… y los bulos rodarán y se harán grandísimos… y serán un pretexto para vigilarnos… para vigilarme… y si nos pillaran... ¡Alá es grande y nos pille confesados!... amándonos… no sé, no sé… podrían incluso lapidarme… ¡Alá el Misericordioso no lo quiera!...

-¡Anda!... haz un esfuerzo, cariño, y levántate… porque hay que bajar la pendiente… ya sabes que para subir tropezamos con numerosos obstáculos… aunque yo te ayudaré, mi vida… y date cuenta que cuesta abajo… cuesta abajo es aún más difícil… en algunas partes... ya vistes antes... las piedrecitas resbalan… y son muy traicioneras… y, tú, perdona que te lo diga… no te enfades... no estás para sufrir una caída… si te ocurriera algo grave… yo no sabría qué hacer... o tendría que dejarte aquí… solo... abandonado... para pedir auxilio…. y, además, ¿cómo justifico mi estancia, por estos andurriales, a tu vera?... no quiero ni pensarlo… porque entonces
tendrían motivos para cucuchichear... razones más que suficientes para interrogarme… hasta para maltratarme… a no ser... ¡Mahoma me perdone!... que te dejara en la pendiente... allí... maltrecho, herido… sufriendo... ni lo pienses... no sería capaz de dejarte, mi vida, caído... a lo mejor... tal vez... con la cabeza abierta, sangrando... porque te dolerías del abandono... por mi parte… y eso no… no me lo perdonaría en la vida… mi remordimiento no me dejaría vivir… la amargura me roería las entrañas… pensando... en las alimañas que de noche te atacarían…

-Pero, ¡bueno!, todavía sigues ahí… ¡mira que tranquilo!… ¡ni se mueve!… ¡y sigue emporrado!… oye, mira, tú verás… ¿vienes o me marcho?... porque tú no me conoces… para buena, buena, soy un rato… pero cuando me cabrean… no sé, no sé… vamos a ver… ¿te pasa algo?... ¿sigues cansado?... ¡ah!, ¡ya!, tu lo que quieres… es que volvamos a hacer el amor… ¡no!... mi vida, eso ni hablar… por ahí, mi amor, no paso… te pongas como te pongas...

Dulce Orballo, según hablaba, se iba indignando y subiendo de tono hasta retumbar en la cueva de manera ensordecedora… Pero algo le hizo callarse. Le vio, ahí, con los ojos cerrados, tan quieto, que, latiéndole el pecho, se inclinó hacia él alarmada:

-¡Diossssssss!... ¡Alá Misericordioso!... ¡Mahoma acórreme!... ¡Omar, Omar!... ¡Despierta!... ¡Mírame!... ¡Soy yo!... ¡Tu Dulce Orballo!...

Se arrodilló. Lo tocó con precaución. Estaba como tieso.

-¡Háblame!... ¡Cariño!... ¡No bromees conmigo!... ¡No me hagas esto!... ¡Dime algo!... ¡Por favor!...

Y lo besó, y lo zarandeó, y lo abofeteó, y lo abrazó llorando y diciéndole:
-¡Perdona, perdóname!...
Y nada… ni con esas... siguió sin moverse... Dulce Orballo lloraba como una desconsolada.

-¿Qué será de mi?... Me matarán... Estoy perdida...

Y se levantó y puso a dar puñadas en las paredes de la cueva… De repente prorrumpió en un gr
itó hasta casi desgarrarse la garganta:

-¡Noooooooooooo!

Y salió corriendo de la cueva, la cara demudada, los ojos saltándole de las órbitas... Y tropezando, corriendo y saltando siguió cuesta abajo...

Allá quedó Omar... desnudo, abandonado, solo... en la soledad más absoluta... Eso si, con la porra tiesa... Símbolo enhiesto de que había vivido... en la hoguera... de las vanidades… carnales... Y en carnículas se quedó... Para siempre... ¡Qué Alá lo acoja en su seno!

Una rubayata de Omar Khayyam pondrá broche poético a este relato verdadero:

A esa bóveda inmensa a la que llaman cielo,
bajo la cual vivimos y morimos los hombres,
no intentes levantar tus ojos implorantes.
No dudes que ella gira, como tú y yo, impotente.

José Mª Amigo Zamorano: Amarga Hiel VI

Tumba de Omar Khayyam


Vistos ahí, en mitad de la cueva, el uno junto al otro, juventud y vejez, hubiera extrañado a más de uno. Parecían dormidos. Aunque a ninguno le hubiera extrañado si hubieran sabido, como el que escribe lo sabe, de su caminata, de sus caricias y roces, de sus embelecos continuos, de su subida a la cueva cuesta arriba, para culminar con una coyunda carnal casi hasta la extenuación.
A Dulce Orballo se le había ido resbalando la mano del miembro viril de su Omar y descansaba blanca, blanda, suave y gordezuela en el bello que rodeaba el miembro de éste. Escena tierna que se quebró de repente al abrir, como abrió, los ojos la Dulce Orballo, tentó su cuerpo y diose cuenta de que estaba desnuda como su madre la parió. Se levantó y se puso, rápidamente, su caftán rojo, diciéndole a Omar:
-Venga, cariño, despierta que tenemos que irnos. Se hace tarde.
Lo miró brevemente. Pensó, al verlo ahí aun con la verga tiesa, que su ardor era insaciable aunque ella no pensara satisfacerlo más. Ya había puesto todo su empeño, hecho lo que sabía y, por hoy, bastaba. Giró en redondo y salió de la cueva. La luz le dio de golpe en los ojos y tuvo que entrecerrarlos. Estiró los brazos y dejó que la suave brisa le entrara por todas las aberturas del vestido. Estaba dichosa.
Extendió la vista poniendo la mano de visera. Desde su altura se divisaba, en primer lugar, la pendiente por la que habían subido, luego el arroyo y la arboleda y, más allá, el puente, tras del cual se abría la hermosa ciudad de Naishapur con el mausoleo dedicado a la memoria de Omar Khayam y las cúpulas de las mezquitas coloreadas unas de azul y otras verdiazules. Desde sus torres los almuédanos, con sus cánticos, convocaban a los fieles a la oración.
Se sentó en una piedra. Helechos y arbustos crecían por doquier. Las florecillas silvestres, el tomillo, el romero… perfumaban su soledad haciéndola muy muy agradable. Pero había que marcharse. Y él no salía. Se encaminó a la cueva.

-¡Omar, Omar! Se hace tarde y a mi me esperan en el puesto del mercado. Si tardo se van a inquietar. Y no solo eso…

Hemos cortado la filípica que, nuestra heroína, comenzaba a darle a su viejo enamorado (luego la continuaremos) para poner ya la consabida rubayata del bardo, astrónomo, matemático persa Omar Khayyam. Es la siguiente:

Yo, también, sembré, lo mismo que ellos:
la semilla de la sabiduría; y me he sacrificado
para que naciese. Cosecharé estas verdades:
que vine como el viento y me iré como el agua.