martes, 19 de junio de 2012

Tras el curso del arroyo


Tras de firmarse el tratado de paz, con el que no estaba de acuerdo, se vio apartado de todos los órganos de dirección. Una mañana se levantó temprano antes del alba y se puso en medio de la plaza. Se sentó justo en el centro adornándose con un cetro de cuernos gruesos, la dignidad de la embestida, de la lucha, del combate, para saludar él, el primero, la salida del sol. El primero. Cuando, por fin, el astro apareció tras del horizonte, empezó a vocear rojos insultos hiriendo el silencio del amanecer. Las gentes se despertaron soñolientas y sorprendidas por tan insólito espectáculo. Se asomaban, tímidamente, a las puertas de sus casa. Lo miraron con recelo y con cierto miedo, ya que, hasta ese momento, había sido un miembro destacado de las altas esferas. Si bien, sabían algo de la enemistad con el resto de la directiva, tendían a pensar en un enfado pasajero. Y volverían todos a ser uña y carne.

Tras de oír sus diatribas contra los otros jerifaltes, siguieron pensando que todo era riña de poca sustancia. Malestar entre compadres. Esos gritos les parecieron demasiado ruidosos, excesivamente notorios, para salir de un cambio radical. No entendían qué es lo que quería. Por lo que poco a poco, unos tras otros, fueron volviéndole la espalda. Y, metiéndose en sus moradas, atrancaron las puertas por lo que pudiera pasar.

Pero no pasó nada. Nada extraordinario. Ni se apagó el sol, ni crujió la tierra.

Eso si, cada puerta que se cerraba era, para él, una puñalada dolorosa. Cuando el último espectador abandonó la calle y desapareció dentro de su casa, sintió un vacío en el alma. Comulgó con el universo hundiéndose en el silencio del primer amanecer, cuando ya comenzaba la algarabía en el bosque que rodeaba el poblado.

De repente se dijo:

-Haré la guerra por mi cuenta.

Arrojó los cuernos al suelo y se marchó.

-Ahí os quedáis hijos de puta.

Pronto el bosque lo cubrió con sus ramajes.

Anduvo, anduvo, anduvo. Y llegó la noche oscura y se vino el día claro. Y caminó, caminó, caminó. Y se fue agotando hasta casi extenuarse con su lucha interior. ¿Qué esperaba?... ¿Qué buscaba?... Acaso un imposible. Anhelos de un mundo mejor en el bosque solitario. Como un anacoreta buscando a un dios. ¿Esperaba algo más?... ¿Buscaba algo más?... Si. Hallarse frente al enemigo. Uno solo. Buscaba, esperaba, a un culpable. Uno solo. De modo que, midiéndose de tú a tú, estaba convencido de librar, a su pueblo, de esa humillación que representaba la firma de un tratado de paz, humillante, injusto, paralizante. Pero por mas que revolvía, escudriñaba, miraba y remiraba no lo hallaba por parte alguna. Eso si, le salían al paso los enemigos interiores: el hambre, la sed, el sexo, la imperiosa necesidad de cagar lo que el cuerpo no asimilaba... Contingencias que le hacían enfurecerse.

Así pasó días y días. En soledad. Uno tras otro. Sin que ningún enemigo asomara la jeta. Su mala jeta. Para partírsela.

-¡A ver! ¡Venir aquí si tenéis cojones! -gritó.

Y el eco devolvió el grito multiplicado por todos los lados del bosque. Miró en varias direcciones. Nadie. Solo el murmullo de un riachuelo. Hacia allí dirigió sus pasos vacilantes. Un remanso del arroyo de aguas cristalinas dejó reflejado su rostro como un espejo. Sin mentir le devolvió la conciencia del ser. No de la permanencia del ser. La caducidad de lo que nace, que es un pasar. Lo mismo que, ese remanso, es consciente de la mansedumbre de sus aguas que pasan y se renuevan para morir en el río, que es nacer de nuevo. Quiso trepar arroyo arriba hasta su nacimiento. Extendió la vista. Las aguas se perdían entre los robles y las hierbas del prado. Un cinta plateada, a veces. Otra de un color de acero, aparecía aun más arriba. No tenía nada que perder. Su distintivo lo había dejado en medio de la plaza del pueblo. Por si alguno, o alguna, quisiera recoger el relevo de la protesta. Dudaba de que alguien, quienquiera que fuese, se arriesgara a colocar los cuernos de la embestida en la cabeza. El arrojo solo era propicio a seres como él. Singulares.

-Porque... ¿quién, a ver, quién, de los presentes había hecho alguna señal, mostrado algún indicio de aproximación?... ¡Nadie, coño, nadie!

Eran tiempos de espectadores, no de actores. Pensaba. De modo que ya nada tenía que hacer aguas abajo. Incluso llevaba días yendo de una lado para otro en las proximidades deseando tener un cuerpo a cuerpo. La sangre dispuesta a derramarse. O en la esperanza remota de que entre los habitantes que salieron a escucharle hubiera aunque solo fuera uno o una que se decidiera a coger del centro de la plaza el talismán dejado adrede. Una especie de antorcha de fuertes cuernos. Pero había esperado en balde. Siguió el curso de la corriente de agua. Siempre hacia arriba, hacia la cúspide. La pingorota del monte lo esperaba. El nacimiento del arroyuelo era su fin. Su nido de rocas lo anhelaba y él ansiaba la dureza del nacimiento. Y en pos de ese objetivo se le vio caminar falda arriba. Las aves volaban por el cielo trazando círculos. Eran buitres leonados y águilas negras. Se oyó un grito de alegría, feroz. Y más tarde un alarido, desgarrador. El eco transmitió el grito y el alarido, como un mensaje de esperanza, de roca en roca. El silencio vino luego a enterrar todo sonido. Hasta la algarabía de los pajarillos enmudeció de repente. En el centro del poblado ya no estaba el cetro de cuernos de la dignidad. El gorro que él había dejado, justo en el centro; el que le sirvió durante años, ese cetro de cuernos gruesos, ornato simbólico de la dignidad de la embestida, de la honra de la lucha, de la prez del combate...

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