domingo, 17 de junio de 2012

El final inexorable


Es una mañana tibia de septiembre. El llanto de la vejez brilla con nostálgica otoñada. A la verde ladera le han brotado florecillas morado amarillentas. Por la cercana autopista raudos pasan los coches. Pero él, acostumbrado, como está, a su trajín, no les presta la menor atención.

El sol calienta su cuerpo. Se estira. Gira la cabeza poligonal y se interna decidido entre el follaje. Ha salido a pasear para demostrar y demostrarse que es el centro del universo. Está en la cumbre de la vida. De cuando en cuando se para a ver el movimiento del entorno: el balanceo de la hierba, el brinco de los saltamontes, el vuelo de la mariposa...

Luego sigue un sendero sin parar y se desvía sorteando una hilera de hormigas.

Sabe por instinto que, aunque pequeñas, son peligrosas. Mas adelante el agua que corre le envía su cántico. Se detiene. Escucha arrebatado su murmullo. La necesidad de contemplar su fluir para emborracharse de permanencia y beber un poco de caducidad le impulsa a su encuentro; no para humedecerse de humildad, falsa humildad por otra parte; no, sabe que va a vivir eternamente; impulso que le brota a modo de burla hacia los que se van y no vuelven pues no saben asirse a su ego; pero para acercarse hasta el arroyo tiene que atravesar una extensión de hierbas elevadas que en este momento rugen amenazadoras movidas por el viento; por una ráfaga de viento que le sale al paso desafiándolo.

Mas él es joven y le tienta la aventura; le llama clamoroso el peligro a su regazo; y presto acude. Se interna en la espesura orientándose por el ruido del agua cada vez mas bronco. Las hierbas que el viento azota le precipitan de un lado a otro como si fuera una brizna de paja.

Pero él sigue avanzando a trancas y barrancas.

Una abrigada del terreno le invita a descansar. El viento se calma. Las hierbas se apaciguan. La serenidad, el sosiego, la paz reinan al parecer eternamente

El silencio solo es violado por el profundo caminar del agua que pasa, ya muy cerca de él; su sonido, sin embargo, le arropa, le oculta, le envuelve, le enerva: se siente tierno, voluptuoso: es otra manifestación del yo que...

Alguien le mira.

Gira su cabeza triangular: Es una hembra: Una hermosa hembra que conmueve todo su ser. La sigue. Caminan hasta el regato.

Y a la vera del agua transparente, con cuidado, con sumo cuidado, casi con primorosa delicadeza, se le aproxima.

Y con sumo cuidado, con esa exquisita delicadeza, la tienta, la acaricia, la encabalga y la cubre; sin importarle, lo mas mínimo, la ruidosa algarabía de los niños que salen al recreo de una escuela cercana y que, barrunta, se le pueden echar encima.

No le importa la vergüenza, no conoce la vergüenza, porque no tiene vergüenza.

Y no le afecta ya nada, absolutamente nada, porque la hembra, la hermosa hembra, desalmada, le ha seccionado la cabeza; y lo que experimenta, eso si, es como una cuchillada agudísima, un dolor horrible y velocísimo que desciende desde la cabeza -- que ya no tiene y rueda por el suelo verdeciéndolo -- por todo el abdomen, hasta sus órganos genitales que se sublevan latiendo sin control, enfurecidamente, casi con igual bestialidad, con parecida saña conque le ha cercenado la cabeza triangular su amada; por el contrario ella nota un fuego que le corre con deleite, con gozo, con regalo, con satisfacción infinita, por todo el abdomen hasta la cabeza y saliéndole por los ojos en una explosión arcoirisada, al multiplicar él su reciedumbre sexual en los estertores de la muerte.

Goce que le dura un instante, un breve instante, un efímero instante, pues los niños, los infantes, pasan corriendo y saltando --sin entender de cubrimientos amorosos, ayuntamientos carnales, ni cópulas generatrices-- y han pisado despanzurrando, desconsideradamente, a Santateresa; enviando sus restos al agua que los lleva corriente abajo para fecundar la vida. 

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