martes, 19 de junio de 2012

José Mª Amigo Zamorano: Un sonido impreciso


(a) Un sonido impreciso

Anduvo muy pocos metros, después de hablar con un joven obrero al que conocía, cuando llegó hasta sus oídos un sonido que no era ni palabra, ni cántico, ni silbido, siendo todas esas cosas a la vez y algo más: una notable mezcla de alegría desbordante y nostálgica rebeldía. O eso creyó él.

Miró hacia atrás. Hacia el obrero. A pesar de estar seguro de que el origen no estaba allí. Lo pensaba al haberle parecido, como le pareció, un ser sumiso y obediente. Buena persona, eso si. Bondadoso, además. Pero nada inclinado, creía, a arrebatadas rebeldías. Fue la conclusión a la que llegó. El retrato que extrajo de él. Que le iba a hacer.

Alguien podría pensar que su manera de clasificar a las personas era muy simple. Sectaria, quizás. Y lo era. Pues siempre estaba soñando con manifestaciones y movimientos revolucionarios en donde masas obreras tendieran por el suelo al sistema capitalista en oleada incontenible. Es por lo que catalogaba a los interlocutores como sumisos o rebeldes, de inmediato. Y le gustaba, claro está, más los rebeldes al presumirles disposición a tumbar ese Capital de donde brotaban crisis, como en la que estamos ahora inmersos, que lanzan al paro, a la pobreza, incluso al hambre, a millones de personas.

El obrero seguía subido en la máquina haciendo zanjas. Un trabajador polivalente: zanjero, cableador, hormigonero... un esclavo valioso al que, aún, no había echado del curro. Siguió su derrota andariega... Nunca mejor dicho 'derrota... Hacía años que caminaba derrotado, vencido... Ningún sueño de libertad por el que luchó llegó a materializarse. De manera, que, su derrotero, en este caso, iba derecho como espina a la herida de su derrota.

(b) Verdeando la dulce otoñada

Si bien, en este momento, precisamente en este, en el que su cuerpo recibía el sol de un otoño luminoso y cálido, no pensaba ni en vencimientos, ni en dolores, verdeando, como verdeaba, por doquier, con el color que dicen de la esperanza, la dulce otoñada. Recordatorio de que volverá a retornar la primavera. Por todo ello, él, al contrario, caminaba henchido de gozo, pleno de bienandanza, al comprobar que, a pesar de los pesares, la vida coninua. Y mientras hay vida hay esperanza... Llegó a sus oídos un sonido parecido al anterior. Más agudo, ta vez. Pareciole distiguir, sin estar del todo seguro, la palabra 'libre'. Sin certidumbre alguna. Y seguido de un silbido o alarido o... Vaya usted a saber... Y nada más. Pero inquietante. Inquietante como sombra que produjo una nube al ocultar el sol un instante. Quien, por fortuna, volvió a lucir de nuevo su poder, para regocijo de caminantes que, como él, andaban a tales horas, pasito a pasito, entre el oro valetudinario que desprendían los árboles de sus ramas. Se quedó quieto. Prestó atención por si acaso el sonido volvía a repetirse. Al tiempo que escudriñaba con sus ojos puertas, ventanas... cualquier rincón... Efectivamente, sus oidos tornaron a captar ese sonido... ni palabra, ni silbido, ni cántico. Y que tenía todas esas características. Se sintió impelido, sin saber el por qué, a seguir el rastro que el viento le trasmitía.

(c) El Colmenar abierto

Tras doblar una esquina se sorprendió, encontrándose, delante de una finca que, siempre, había hallado cerrada a cal y canto, El Colmenar se rotulaba, pero que, ahora, ¡qué casualidad!, tenía abiertos sus anchos portalones. Era una finca rodeada por un alto muro del que sobresalían ramas de árboles muy diversos. Muro interrumpido por un portalón, que se acaba de nombrar, al que se disponía a atravesar un hombre que acababa de dejar un mueble en el suelo, cerca de un camión de mudanzas, que, a la sazón, allí se hallaba. Dudó entre seguir su paseo o... o preguntarle a ese hombre si tenía relación con la finca. Y lo hizo. Al responderle afirmativamente se atrevió a hacerle otra pregunta: la de si podría pasar a ver la finca por dentro. -Verá usted... Es que siempre, siempre, he encontrado este lugar cerrado... -No me extraña. El amo viene poco ahora. Antes, si. Pero se le murió la mujer... Le ha cogido manía a la casa. Y ahora la estamos vaciando... -¿La casa? A lo mejor es mi ignorancia... Pero nunca he visto casa alguna... -Pues si. Hay una casa. Bueno, más que casa es una mansión. No se la ve porque los senderos que parten de la entrada, trazados en curvas, se pierden entre los árboles que impiden verla. Ahora, como le decía antes, le estamos quitando los muebles. -Por algo me picó la curiosidad... Como si esta soledad fuera un misterio... Aquí hay busilis, me he dicho en algunas ocasiones... Mas... si le molesto... El hombre se sujetó el cinto en el que llevaba, entre otras herramientas, una larga llave inglesa y lo miró sonriendo. -¡Oh, no! Pase, pase. Miré lo que quiera. El amo no está... Y perdóneme, pero tengo que seguir trabajando. Cuando hayamos terminado, si usted no se ha ido antes, le avisaremos. -Eso. No me deje encerrado en esta prisión -dijo echándose a reir. -Lo llamaré. No se preocupe.

(d) Paseo por el bosquecillo

El hombre siguió un sendero que se abría a su derecha.

Él iba a seguirlo, pero cambió de decisión y se adentró por un atajo que avanzaba hacia la izquierda, olvidándose por completo del motivo que le había llevado hasta allí. Caminó acompañado por el canto de multitud de pájaros. Destacaba, de cuando en cuando, el graznido de los grajos; los cuales, dicho sea de paso, quizás porque intuyan la llegada inminente del invierno, se hacen más visibles y oibles en otoño.

Parose a contemplar dos árboles que destacaban por su altura, un pino y un abeto. Este último tenía en la pingorota el nido de una cigüeña. Le vino a las mientes el dicho ese que reza 'por San Blas la cigüeña verás y si no la vieres año de nieves'. Sin embargo, a estas alturas del otoño, seguía el ave en su nido. Y no le resultó extraño porque algunas ya no emigran a Africa. También en esto se nota el cambio climático.

Al reemprender el paseo dejó la senda adentrándose entre la arboleda tropezando con algo que rodó entre la hojarasca del suelo. Era una piñota. El suelo, aquí y allá, estaba cubierto de ellas.

Dejándose llevar por el albur en el bosquecillo se dio cuenta que caminaba por suelo mullido; suelo blando por la broza acumulada durante años que nadie se había encargado de limpiar.

En un claro encontró, diseminados, numerosos níscalos que dejaban asomar su anaranjado sombrero. Sintió la tentación de cogerlos pero, no teniendo recipiente, los dejó. Al fondo se veían, cerca de unas jaras, agrisados, unos boletos que son, entre los hongos comestibles, de lo más exquisito al paladar.

El hecho de estar ahí esos manjares era muestras inequívoca de que pocas o ninguna persona había transitado por el lugar.

Y, para embellecer aun más el sitio, numerosas florecillas de color lila, que son típicas del otoño, se dejaban ver con gusto a la mirada.

¡Qué bien se estaba allí! ¡Que silencio! ¡Qué paz!

e) Dos poetas latinoamericanos

Lástima tener que abandonar este pequeño paraíso. Un lugar, pensaba, de los más recoleto; para aislarse del mundo y sus miserias... En cualquier momento le avisaría el señor que encontró a la entrada que era hora de irse. En esto cavilando, cuando oyó como una estampida o revoloteo fugaz de pájaros. Y un silencio absoluto. Y casi al mismo tiempo, insistiendo, más cerca, más rotundo, más cortante. Con unas palabras esta vez claras:

-¡Libre, libre quiero ser! ¡Cabrón!

Como dirigidos a alguien que lo retuviera a la fuerza. ¿A quién?

-Yo qué sé -musitó- Algún carcelero o negrero. Que los hay.

Palabras, por otra parte, nada extrañas en el tiempo de crisis que vivimos, donde todos... bueno... por lo menos la mayoría... nos hallamos atados a los poderes del Gran Capital. ¿Simbólicas? Eso si. Sin duda. Aunque el lugar, todo hay que decirlo, no era el más apropiado para dar esos gritos, donde, por no haber, no había ni gente; y menos banqueros, empresarios, obispos, generales, masas obreras... ¡Ni el amo estaba!, según el hombre que había sido tan amable, dejándole pasar para atisbar ese rincón. Recordó unos versos irónicos de Neruda en su grandioso poema 'Canto general': 'Encontró al valiente perorando en la calle desierta'. Palabras más o menos exactas. De modo que tal muestra de protesta o rebeldía en el desierto era inútil, pensó. Desdiciéndose casi al instante al decirse, como se dijo, que aquel síntoma de rebeldía podía ser el inicio de un gran movimiento al que no podía permanecer como espectador, como un mirón de tres al cuarto, parado, sin mas. Quería alejarse de ese común denominador del pensamiento que ata a los oprimidos como cadenas, incluso más que las cadenas, y que se resume en la exclamación: '¡y yo solo qué puedo hacer... nada!' Lo tenía claro desde aquella ocasión en la que, con otros familares, siendo un niño, llevaba a hombros una viga. Después de dar unos pasos, considerando que su ayuda era innecesaria, dejó la viga provocando el desequilibrio de fuerzas que casi aplasta al resto. Buena reprimenda se llevó. Y con razón. Tenía clara su contribución a la causa. Y más acordándose de aquellos versos del gran Aimé Cesaire: 'Guardaos de cruzar los brazos en la actitud estéril del espectador, pues la vida no es un espectáculo, un mar de dolores no es un proscenio, un hombre que grita no es un oso que danza'.

(f) ¡Negros! ¡Aquí si que hay busilis!

Echó a correr en post de la derrota que indicaba las voces.

-¡Más deprisa, coño! ¡Mas deprisa! Que un hombre que protesta no es un oso que baila.

Al poco rato, no era muy extensa la finca, se encontró, justo, delante de la entrada de la casa o casona o mansión del amo, de la que ya le había hablado, con su larga llave inglesa al cinto, el hombre de la entrada. Sacaban muebles de ella unos trabajadores... ¡de raza negra!

-¡Negros! ¡Aquí si que hay busilis! -exclamó para si.

Y esa admiración le empujó a creer, como creyó a pies juntillas, que esos currantes estaban trabajando forzosamente. Tal que esclavos. Un pensamiento que no se desviaba ni un ápice de una realidad, producto de la explotación del hombre por el hombre y que, con la avalancha de emigrantes, ha sido incrementada hasta extremos de épocas que creíamos pasadas. Dándose casos de trabajos forzosos que habían sido denunciados por inspectores laborales y sindicatos obreros. Y llevados a los tribunales de justicia. Se quedó observando, oculto tras un árbol, a la espera de sacar alguna conclusión para actuar en consecuencia. Como actuaria. Sin duda. No iba a ser él, precisamente él, con su inacción, el que obstaculizara la materialización de un sueño que se repetía, ultimamente, con mucha frecuencia. En el sueño se veía con el fuego encendido, solo y abandonado; confundido, desconcertado e indeciso después de tanto esfuerzo infecundo; era una hoguera ardiendo en despoblado; consumiéndose; y, como el que se contempla acorralado por las sombras, alterado, agitado y desasosegado gira, amenaza y manotea, intentando horadarlas, él hace lo propio: abrir una brecha por donde penetre la luz; aunque sea tenue o vacilante; con una brizna de esperanza le vale. Entonces ve a los otros; a casi todos; miran sin cesar por la ventana al acecho de alguna señal, pista, huella... cualquier indicio nuevo y suficientemente lleno de anhelos; un deseo de luces, de sirenas, de llamadas, de silbidos, de invitaciones, de convocatorias; de banderas de lucha tremolando por las calles; y, hete aquí, que los ve a todos; prácticamente a todos; desaparecen de las ventanas; y oye un resonar de pasos, de pisadas, escaleras abajo, hasta las calles y avenidas; inundándolo todo; los ve cómo corren; también los contempla subir a las barcazas.

¡Qué gozoso es el sonido del remo sobre el agua!

¡Qué alegre es ver avanzar por el mundo a las masas hacia la luz conque enciende la aurora el horizonte!

Así era siempre su sueño.

(g) Un grito de libertad

Pero la realidad está ahí: Los hombres entran y salen de la casa con muebles que llevan, supone, hasta el camión de las mudanzas. Hablan poco. Sudan mucho. Y si, por un casual, se tropiezan o estorban, intercambian, alegremente, unas palabras. Con esos detalles, con semejantes indicios, no podía concluir que... esos negros... infelices, infelices... lo fueran mucho... La verdad sea dicha.

-¡N'Komo! ¿No sabes dónde está Pedrito? No lo encuentro, joder. ¡Ah! Y sube a ayudarme a bajar la consola africana. ¡Enseguida!

Oyó que gritaban desde dentro de la casa. Por el timbre de voz debía de ser el hombre blanco de la entrada...

-Eso tono imperioso... -pensó- no me gusta... no.

Un negro que lleva una silla la dejó en el suelo y gritó a su vez yendo a la puerta de la casa:

-¡Voy, voy! ¿A Pedrito?... ¡No! ¡No lo he visto¡ Pero no se enfade. Ya sabe que es muy rebelde. Y no se hace a esto. Poco después asoma por la puerta con el hombre blanco llevando la consola. Ya la estaban colocando en el suelo, cuando le sorprendió, estremeciéndolo, ese sonido tan familiar y tan extraño que le carcomía la moral. Advirtió algo alegre y una nota hueca atribuyéndola al hecho, cierto, de que las voces, los sonidos, allí se amplificaban. Lo notó, él mismo, un rato antes, cuando sus pasos, al andar, adquirían una nota ampliada, llenando todo el espacio, como en la bóbeda de un templo. Este grito tenía reminiscencias nostágicas y rebeldes...

-¡Libre, libre, quiero ser! ¡Cabrón!

(h) La papa Pedrito (1)

Esas palabras le llegaron de todas las partes. Se tapó los oídos para no oírlas. Pero se le habían metido tan adentro del cerebro que no podía quitárselas de encima. Los que posaban en la tierra el mueble ni se inmutaron o lo hicieron mínimamente. Extrañábale su insensibilidad al que se parapetaba tras el árbol. Estuvo a punto de irse por donde había venido. Oído lo que había oído. No debería meterse en líos. Y es que ese hombre, con esa llave inglesa al cinto... le inquieta. Ramalazo de cobardía que le duró un solo instante. Decide enfrentarse al misterio. Sale de detrás del refugio, e hinchando el pecho como un Quijote, se dirige hacia el blanco. Este, levantándose del suelo, las piernas abiertas, brazos en jarras, manos cerca del cinto, le dice:

-¡Coño! ¿Ya de vuelta? ¿Ha visto lo que ha querido? ¿Le ha gustado? -Si. ¡Magnífico!.

-Bueno, pues me alegro... mucho... porque estamos a punto de irnos.

-Una pregunta quisiera hacerle antes de que se fuera, si me lo permite...

-Pregunte usted. Si yo sé... le responderé con mucho gusto.

-¿No han oido algo fuera de lo común?

-No. ¿Por qué lo dice? -¿De verdad no ha oído nada?... ¿Usted tampoco?... -dirigiéndose al negro.

-¿Qué teníamos que oír, señor?, -le respondió el que, al parecer, se llamaba N'Komo.

-¡Joder! O... yo me estoy volviendo orate o... ¡No y no! De loco nada de nada. He oído, bien clarito, quejarse a alguien y decir: 'Libre, libre, quiero ser' y 'cabrón'. Y un grito prolongado. Como si protestara por algo...

Lo miraron con faz sorprendida y alegre. Y de repente, mirándose entre ellos, se echaron a reír a mandíbula batiente. Con verdaderas ganas. Tantas... que los otros trabajadores acudieron a ver qué pasaba. Luego, el blanco cuya cara, de la risa, se había tornado roja, ya calmado, le contestó:

-Es Pedrito que se ha escapado y anda gritando por ahí.

-Pero...

El hombre blanco lo mira. Echa mano a la llave. La saca de la funda. Y, alzándola con el puño en alto, gritó:

-¡Pedrito! ¡La papa! ¡La papa Pedrito! ¡Ven aquí! ¡La papa! ¡Aquí!

Y de la rama de un árbol vino a posarse en la llave inglesa el loro del amo: El loro Pedrito. A comer la papa chillando de alegría.

-¡Libre, libre, quiero ser! ¡Cabrón!


__________ (1) Frase de un cuento de Horacio Quiroga

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