martes, 19 de junio de 2012

José Mª Amigo: Tamaltrada y la croqueta



Y Tamaltrada se estaba columpiando en el patio de la escuela.

Hacia mucho que no llovía. Y después de tantísimos días sin caer una gota, ya ni se acordaba cuantos, llevaba dos días lloviznando sin parar y con una temperatura muy, pero que muy agradable. Y, claro, le daba un gustirrinín sentir las menudas gotitas de agua sobre la cara; lo mismo que la húmeda frescu­ra del asiento en el trasero; y el balancearse cada vez mas alto en el columpio ¡qué gloria le daba!.

Tamaltrada era una niña de unos seis años, delgada, morena, tímida y bastante nerviosa; permanecía casi de continuo abstraída en la clase; la profesora decía que era "muy fantasiosa"; no hacia carrera con ella; luego se pasaba sola paseando a lo largo y ancho del patio durante el recreo, siempre agarrada a su muñeca o pegada a algún profesor.

Aquel día durante el recreo hizo cola para subirse al columpio pero como siempre conseguía estar la última de la fila: se le iban colando todos; y tampoco lograba imponer sus razones, justas por otra parte, para que respetaran su turno; su tímida rebeldía iba en concordancia con la timidez de su persona; y el resultado estaba a la vista: la marginación perenne.

Cuando le llegó, por fin, su turno para subir al deseado, anhelado, columpio, los profesores dieron las palmadas de rigor que avisaban de la terminación del recreo y, desilusionada, tuvo que retornar a clase. Entró con pesadumbre y cabreada, tímido cabreo que solo ella conocía; soñó con el columpio y no hizo los debe­res; de vez en cuando la educadora la despertaba de su ensueño con algún bocinazo:

--¡Tamaltrada!

--¡Qué!

--¡Que trabajes! --la maestra, que no conseguía por ningún método meterle los conocimientos en la cabeza de la niña, la estaba dejando ya por imposible.

Cogió el lapicero pero la representación del balancín era mas poderoso que ella misma y que la ciencia que del li­bro emanaba; volvió a entretenerse sin poderlo remediar.

Así pasó la última sesión de la mañana.

A mediodía, antes de ir a comer, corrió a subirse al columpio.

--"Ahora, se dijo, me voy a resarcir".

No había nadie en el patio: nadie podía quitarle el columpio: era todo suyo. Se subió al balancín dejándose acariciar por la mollizna; el leve viento jugaba con su ca­bello, le levantaba las faldas, le empujaba a cada impulso mas arriba, siempre mas arriba y mas deprisa, la velocidad le embriagaba ...

Creyó oír que alguien le llamaba desde lejos, desde muy lejos, "¡Tamaltrada, Tamaltrada!", como en un sueño; alguien, sin duda, que quería molestarla interrumpiendo su contento, su entusiasmo, su felicidad; ya podía llamar todo lo que quisiera, fuera el que fuese, que ese placer que siente no se lo iban a arrebatar así como así.

Miró, no obstante, con distracción mientras volaba en el céfiro. No vio a nadie y siguió columpiándose; y aunque hubiera visto algo también hubiera seguido en la misma actitud.

Súbitamente su sobrenombre, "¡Tamaltrada!: vienes o te voy a buscar", retumbó en sus oídos con salvaje bru­talidad ahora ya mas próximo: su madre la llamaba. La vio enarbolando un paraguas y se deslizó del columpio:

--¡Que vengas!

--¡No! -gritó la pequeña y le opuso el trasero a la matrona.

Roja de cólera la progenitora moviendo su brazo alargó el paraguas con intención de propinarle un paraguazo a la muchacha pero no alcanzó el objetivo.

--¡Vamos a comer te digo!, ¡mira que me enfado! -perseveró.

Por fin la chiquilla salió corriendo del recinto escolar y detrás la madre.

Mientras corría en dirección a su casa, la niña diose cuenta que su madre estaba verdaderamente enfadada y no sabía el por qué; sus ojos, inyectados en sangre, preludiaban una paliza en cuanto arribaran al domicilio familiar; se paró en seco angustiada; se los había visto en otra ocasión y el resultado fue que le dejó todo el cuerpo con magulladu­ras, bien señalado y dolorido para varios días, de la bestial paliza que dio.
Se estremeció de arriba a abajo

En la puerta de la casa una vecina esperaba algo, no cabía la menor duda mirando, como miraba, a ambos lados de la calle; su salvación estaba en conseguir que la vecina le acompañara: no se separaría de ella. La chicuela se arrimó a ella saludándola:

--"¡Hola!, señora Paca" -y escondiose detrás de sus faldas.

-- ¿Por qué te escondes, Tamaltrada?

-- Me quiere pegar mi mamá.

-- No le haga caso. Lo que pasa es que, como se ha quedado jugando en el patio, cree que la voy a castigar; ya sabe Ud. como son los pequeños -aclaró la madre sonriéndole a la convecina.

Cogió de la mano a la hija y se la llevó escaleras arriba.

-- Mamá, no me pegues; me duele mucho.

--No te voy a castigar, pero tienes que obedecerme.

Abrió la madre la puerta del apartamento con lágrimas en los ojos. Le habían emocionado las palabras de su hija.

Su cuerpo y su alma estaban especialmente sensibilizados por los tragos de vino que se había echado entre pecho y espalda en la taberna; se había casado sin amor y ahora lo pagaba: no era dichosa; con los tragos la desventura se in­crementaba unas veces y otras disminuía; pero lo que siempre lograba el vino era clarificar su situación en un primer momento; después se la hacía mas amable, mas llevadera; posteriormente, pasados esos fugaces momentos de sosiego, se hundía, aún mas, en el abatimiento.

No era feliz: eso lo tenía claro; y la situación de su marido, en paro casi permanente, no era la situación mas propiciatoria para devolverle la felicidad pasada.

Contempló a su hija; los ojos reflejaban congoja, espanto... y sus palabras daban la medida exacta del infierno que sentía, de lo que bullía dentro, de lo que pasaba en el atormentado interior de la niña:

--Mamá: te quiero mucho; ¿no me vas a pegar, verdad?

La estrechó entre sus brazos; la hija temblaba al contacto con su cuerpo; la acarició, la cubrió de besos y lloró; lloró durante largo tiempo :

--Mamá, no llores -y se puso a lloriquear la muchacha.

Largo rato, como se ha dicho, lloraron en brazos la una de la otra hasta que se calmaron; y el estómago comenzó a aldabear a la puerta de las tragaderas con insistencia.

Al tiempo que la madre preparaba la manutención, el escaso condumio, la chiquilla se fue al salón a contemplar una estúpida serie norteamericana, con esa memez de risoteo enlatado. 

La nena se reía y la madre alegraba su ánimo con la risa de la hija.

Había hecho la mujer un sopicaldo y un par de croquetas que a la niña, por cierto, no le gustaban lo mas míni­mo. Comió, con algunas arcadas, la sopa; pero la croqueta, ¡ah, la croqueta! no la podía tragar; alargaba y alarga­ba el tiempo con el tenedor pinchado en la empanada.

La madre regaba, de vez en cuando, sus tripas con un lingotazo de vino. En aquella casa no había dinero ni comida, pero no faltaba el vino, amigo de los pobres.

--¿No tienes ganas?, ¿no te gusta?; ¡anda, come la croqueta que está muy rica! -dijo y se bebió otro trago de vino.

La niña se levantó y se fue al servicio; después se encaminó al salón y encendió la televisión. Cuando la madre escuchó la risa enlatada de otra serie, yanqui por supuesto, supo que su hija, sin comer, se había vuelto al salón. Se fijó en el plato: allí estaba sin empezar la empanada que con tanto interés había cocinado.

Empapó de nuevo su terreno estomacal con otro baso de vino.

Tendría que ser inflexible con la niña: por su bien. Los alimentos escaseaban en la casa y los que había no eran, por cierto, muy exquisitos, lo reconocía; pero razón de mas para obligarle a comer; de lo contrario se quedaría aún mas delgadurria de lo que estaba: como un esqueleto andante.

Y si no comía, pensaba ella, tampoco podía madurar en los estudios.

Además era muy vaga: ya le había dicho la profesora: "es muy perezosa, tiene Ud. que atarla corto de lo contra­rio se le subirá a las barbas"; y tenía razón: sin ir mas lejos, esa mañana: si no la va a buscar se hubiera quedado en el patio de la escuela jugando.

"Muy apática y perezosa, si señora"; solo le gustaba la tele; y eso no podía ser así.

Se iba a enterar de lo que valía un peine; con ella no jugaba:

--¡Tamaltrada!; ¡ven aquí inmediatamente a comer la empanada!

--Mamá, no tengo hambre --se oyó desde el salón.

--Hay que comer, sino... se muere uno: ¡a comerte la empanada!.

La niña apareció en la cocina de inmediato y se sentó a la mesa.

--No comprendes, hija, que hay que comer; de lo contrario te morirás y tendremos que hacerte una caja y lle­varte al cementerio como al abuelo.

La niña se imaginó introducida en un hoyo, obscuro, tenebroso, lúgubre, sin poder salir a jugar en los columpios de la escuela; cayéndole en la cabeza el agua fría de la lluvia; arrecida de frío con la nieve del invierno; sin volver a ver, jamás, la serie favorita de la televisión; corriéndole los gusanos por todo el cuerpo; y comiéndole la carne de sus brazos y de sus ...

Se le puso toda la carne de gallina y comenzó a tiritar. Agarró el tenedor y dio un mordisco a la dichosa croqueta. Estaba fría y dura: como ella estaría si la espichaba; y como estarían los demás muertos: como su abuelo que cuando lo besó estaba duro y frío como una piedra.

Le dieron arcadas pero se lo tragó a tracas y barrancas.

--A mi no me vengas con cuentos! -dijo la madre- Otro mordisco, ¡venga!; ¡y sin aspavientos!; ¡que te conozco!.

Acercó otro trozo de los que quedaban a la boca. Lo tuvo un rato en ella, mientras miraba de soslayo a su madre. Las venillas de los ojos comenzaban a inyectársele en sangre.

Hizo un esfuerzo heroico y se tragó el trozo. Sin poderlo evitar lo vomitó en la escudilla entre continuos espasmos.

Como si toda la indignación de la dama hubiera ido empozándose, encubándose en su barril; y le quitaran el palo que obstruye la espita; de la misma manera se destapo la cólera de la señora madre al ver la vomitona de su hija; y co­rrió a chorros su violencia contenida como el vino por la válvula destapada: cogió el trinchante de su hija, espetó el pedazo que quedaba de empanada en el tenedor y se lo metió en la boca con utensilio y todo.

Dio la niña un alarido abriendo la boca: le había clavado el tenedor en el cielo de la boca. Se asustó la madre; le arrancó el adminículo; la sangre corría a borbotones desde la boca hasta el recubrimiento de la cocina.

--¡Cierra la boca! -le dijo imperiosa y nerviosísima.

Y comenzó a fregar la sangre.

Sonó la cerradura de la puerta en ese momento. Posteriormente un portazo. Entró el consorte en la cocina haciendo eses beodo perdido. Vio la boca ensangrentada de su hija y la sangre derramada en el embaldosado e impresionado imprecó:

-- ¿Qué ha pasado aquí, mecagüen...? ¿qué le has hecho a la hija, borracha de mierda?

La hembra, abiertos sus sanguinolentos ojos como platos, por toda contestación, iba retrocediendo hacia el frega­dero; tal ademán le vino a corroborar al cónyuge en la nebulosa de borrachera la certidumbre de que su desposada ha­bía agredido, otra vez, a su pequeña; y sin poderse contener se acercó a ella dándole un puñetazo en la cara que le par­tió el labio.

--¡Mal rayo te parta, c...! -- acertó a manifestar la esposa.

Esta vez el temulento varón le pegó un puntapié en la entrepierna que la dobló de dolor cayendo seguida­mente al suelo ovillada y como un fardo, inútil ya; su semblante, pegado al pavimento ensangrentado de la cocina, volviose amarillento.

La niña empezó a vociferar asustada; la sangre que retenía en su boca, al abrirla para gritar, derramose como el vino de la cuba por la espita:

--¡Cállate, hostias! - dijo el padre.

Y levantó el brazo para arrearle.

--¡No, papá!, ¡no me pegues!, ¡te quie...! --se quebró el sollozo y la palabra de la niña abriendo los ojos desmesuradamente sorprendidos de hallarse en la cama.

Al poco apareció su madre en la habitación diciéndole:

--¡Ale! Tamaltrada, cariño: es la hora de levantarte para ir a la escuela.

--Y no te vuelvas a quedar en el patio jugando. Nada mas salir de clase te vienes para casa, ¿me has oído?.

-- Si, mamá. Te quiero mucho --dijo la chicuela suspirando abrazada con fuerza a su madre y aun con la angustia del sueño en sus entrañas.

Y colorín colorado. Final

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