domingo, 17 de junio de 2012

José Mª Amigo: Omar Khayyam en el recuerdo


 Siguiendo el hilo de las Rubayatas de Omar Khayyam


(Rubaiyat of Omar Khayyam) 


1.
Amigo, que vagas por ahí, inquieto, dudando de todo, sin rumbo, sin manantial y sin oriente; si, por fin, encuentras una vereda, una senda, algún camino, me alegraría mucho que fuera el de la bodega o el de la taberna; si te fías de mi, digo, no debes aspirar a otra cosa que no sea la de disfrutar de este instante fugitivo que es la vida, charlando y bebiendo con los camaradas y amigos, esos tragos de buen vino, servidos en copas de arcilla, copas que el alfarero ha modelado con sumo respeto, al saber, como sabía, que la masa que tenía entre sus manos había sido antes, en otro tiempo, sin duda, un ser humano, como él o como tu o como yo, que antaño caminaba desconcertado por los intrincados vericuetos del mundo; luego, digo, dirígete a hacer el amor con la mujer querida, que te está esperando anhelante ya hace tiempo; y termina el día escuchando con deleite la otra sustancia, divina como el vino, que es la música.

Con la copa en la mano y la bota cargada a la espalda colmada de ese néctar divino, bebe, bebe y canta, querido; después recógete y acuéstate en el silencio, por los siglos de los siglos, amén.

Pero antes...

2.
Amigo mío... si estabas inspirado, en trance de esbozar un plan, algún camino, o, aunque solo fuera una estrecha vereda, para tu vida; si querías luego plasmarlo por escrito con todo lujo de detalles, puedes hacerlo, tienes cerebro, inteligencia no té falta y tu imaginación puede hacerte volar llevándote hasta los mas esplendorosos, abundantes y placenteros reinos de Djam o de Jauja; ahora bien, si quieres un consejo -claro, puedes tomarlo o no, eso tu verás- no forjes proyecto alguno para el día de mañana y no te lo digo en bromas, sino muy en serio. ¿Sabes acaso, con una mínima certeza, siquiera, si podrás concluir la frase que empezaste hace un momento?... No, no lo sabes.


Mira, atiéndeme bien, mañana, -¡o mucho antes, quizás!-, estaremos, tu y yo, tan lejos, tan lejos, tan lejos... de esta terrena caravana, como aquellos que se fueron, hace mas de siete mil años, hacia el Misterio.

3.
Tu y yo, -suponemos que alguno más- para qué negarlo, desconocemos el Misterio -quizá por ignorancia- que encierra lo eterno; pero con todo y con eso -no sabemos por qué- quizá por intuición, o soñación, o imaginación; o por esa soñada imaginación intuitiva... no nos gusta nada, no vamos a negar lo evidente; hemos tocado la piel de lo que a nosotros nos parece que debería ser la puerta del Misterio, con la potencia de nuestra pobre o rica imaginación, y nos ha parecido un pozo oscuro sin fondo y lleno de cadáveres, como fosas o zanjas de los campos de concentración nazis. Eso sí, creemos saber -de ilusión también se vive-, que detrás de ese Secretísimo Velo, sin duda alguna, algo de tí y de mí, se debe de haber dicho.


Cuando éste velo se descorra, en un negro fogonazo de tétrico y gélido silencio, entonces, tú y yo, comprenderemos, por desgracia y de repente, como Sócrates, que no sabíamos nada, que todo, absolutamente todo, lo ignorábamos.


Lo que he dicho se refiere sólo a ese, más que dudoso, Mundo Ignoto y no a las pequeñas cosas de la tierra como el Vino...

4.
¡Amigos!, ¡alimentadme con vino, con vino tinto de momento!, ¡haced lo posible para que sea bueno!, ¡que se transforme en suave y rutilante rubí el ámbar luminoso de mi rostro!; pues así, con esa aureola, mi paseo, mis paseos, serán como un baluarte inexpugnable, contra el que se estrellarán todas las flechas venenosas del egoísmo, de la vileza, de la cerrazón...; en resumen: toda la podredumbre del mundo.

¡Ah!... y que cuando muera se me lave con vino, frotándome bien, para que llegue su aroma hasta el último resquicio, hasta el mas escondido vericueto de mi cuerpo; así, con esta vaharada que saldrá por todos los poros de mi cuerpo, ni se acercarán a rezarme todos esos seudomísticos, meapilas e hipócritas que tanto hacen sufrir al inocente...; permanecerá, por lo cual, puro, el barro de mi cuerpo, para modelar, una vez más, otra copa de vino.

¡Ah!, por último, y ya no os molesto mas, que no se os olvide además, que sea construido mi ataúd, con tablas de madera... pero madera de las cepas de la vid.

 5.
Después de darle vueltas y mas vueltas al por qué de mi estancia aquí, en la tierra, o en otro lugar, o en ningún sitio, he concluido con esta pregunta existencialmente angustiosa de Omar Khayyam:

--¿Y... yo qué le voy a hacer... qué culpa tengo yo... si me traen así porque sí... desde un lugar cualquiera del mundo... de aquí para allá, de allá para aquí... igual que un recadero, como un monaguillo, sin pulsar, jamás, mi opinión o mi libre albedrío?... 

¡Y si, en lugar de rayos y diluvios, fuegos e inundaciones, el cielo, al menos, nos quisiera enviar, chaparrones de buen vino; porque es necesario el vino para ahogar miedos, temores o zozobras, o recuerdos que, horadando, la mente nos lacera!

6.
Se lanzó del nido. Y voló. Era la primera vez. Llegó hasta el primer arbusto. Se posó y descansó. Un poco nada mas. Luego, se aventuró hasta un árbol que estaba a mayor distancia. Cuando llegó a él, celebró su triunfo cantando; y desde ese mismo instante no paró de volar y de cantar. Los trinos le salieron... primero a borbotones, después a raudales. Estaba ebrio de alegría. Celebraba la vida nueva. Mas tarde, embriagado por demás, encontró el camino del jardín. Adentrose, aun más, en la floresta, descubriendo el rostro encarnado y perfumado de la rosa, el arcoirisado aroma de las flores, que dan origen al vino, a la jarra de Vino donde bañar sus alas... Mientras tanto, se le fue acercando, con paso imperceptible, un misterioso murmullo que, al oído, le dijo:

--"Pajarito, pajarito, piénsatelo bien: mira que la vida no retorna jamás; óyeme, atiéndeme, te lo digo muy en serio: no vuelve jamás".

7.
Venía de muy lejos... como si acabara de nacer. Se acercaba a paso rápido. Y, a cada zancada, se le veía crecer y acumular años en su rostro. ¡Envejecía por momentos! 

Desde la taberna parecían esperarlo. Tenían que decirle algo al caminante. Se paró un momento ante el umbral. Iba a seguir su marcha, cuando, desde dentro de la taberna, le invitaron; Omar Khayyam, con la copa en la mano, dirigiéndose a él, dijo:

--Amigo, pasa, siéntate y descansa, bebe, saboreándolo, el vino en esta copa de arcilla y, creemos..., no, creemos no, estamos seguros de que gozarás de una felicidad que Mahmud no conoció. Escucha, atentamente, los melodiosos laúdes de los amantes: son los verdaderos salmos de David. No te preocupes por el pasado ni te entenebrezca el futuro. Que tu pensar no se alongue mas allá de estos placenteros instantes. He aquí, sin añadidos, ni remiendos, sin palabras fraudulentas, el secreto de la paz.

 8.
Desde los más remotos tiempos, el reino de las tinieblas, la oscuridad, la noche, ha entenebrecido la vida del ser humano; incluso, muchas veces, ha sido odiada por los hombres que, queriendo vivir eternamente, saben, y el reino tenebroso de la negritud se lo demuestra, que morirán sin remedio. Aunque mejor dicho, es por la razón de los hombres, que al final entienden al sueño como unas horas pasadas sin vida, horas negras, horas robadas a la luz, al jolgorio arcoirisado de las flores, al vino, mientras tanto la vida se les escapa a pasos de gigante.

Al amanecer, cuando la luz ha vencido brillantemente (nunca mejor dicho) a las tinieblas, Omar Khayyam se levanta, saluda al alba, que ya se le anuncia por oriente, henchido de alegría y dirigiéndose a su acompañante dice:

--¡Oh mi hermosa amada!: para empezar a olvidar las amarguras de las sombras, canta; pero solo para mi, no necesitamos auditorio ni aplausos y escancia vino en mi copa de arcilla. Recuerda que el transcurrir del Tiempo ha entoñado para siempre cien mil reinos de Djem y kais bajo la tierra.

9.
A Omar Khayyam le llegan noticias, preocupantes, de su antiguo amigo, Hassam el Sabbah, al que luego han apodado los cristianos, El Viejo de la Montaña; y que lucha encarnizadamente en pro de la pureza del Islam. ¡Cómo ha pasado el tiempo! ¡Parece que fue ayer, cuando estudiaban en Naishapur y junto con Nizam al Mulk, los tres amigos, firmaban un pacto de sangre, solemne y sincero, de ayuda mutua!

Preocupado, desde su palacio contempla, abajo, el ajetreo de la calle más cercana; levanta la vista y, un poco mas allá, al fondo, en el mercado, las voces de las vendedoras, pregonan sus mercaderías; y en varios lugares, bien situados, los santones, unos sinceros y otros simples embaucadores de incautos, predican en la plaza, ante un numeroso corro de gente, en nombre de Alá el Misericordioso...

--¡Ay, querido amigo!... también yo, lo mismo que tú, lo mismo que otros, sembré la semilla de la sabiduría, y me he sacrificado, esperando día y noche, sin apenas un minuto de descanso para que germinase... Empero yo cosecharé estas innegables verdades: que de algún lugar ignoto, y sin querer, llegué como el viento y... que a algún lugar desconocido, y sin que cobije el más absoluto deseo, me iré como el agua.

Y, decidido a que las elubraciones no lo aplasten, no le coman la moral, sale a reunirse con los amigos a la taberna. 

10.
Se hallan reunidos, en torno a una mesa, ante unas jarras de vino, en un rincón de la taberna el alfarero, Rustem, Al-Jalil y un platero al que acaban de despedir del trabajo. Son los amigos de Omar Khayyam. Algún día los retrataremos. Rostros tristes, serios, taciturnos, como sumidos en hondas y graves preocupaciones. Llega Omar Khayyam. Fuera, el sol hace del día una promesa radiante. Y la temperatura, suave, anticipa el otoño. Y, fuera también, en la terraza, debajo de una parra, otros feligreses como ellos, en otra mesa beben y ríen de lo lindo. Dentro el tabernero se afana tras el mostrador. De repente uno de ellos exclama:

--¡Tabernero! ¡Otra ronda de vino!

--¡Ya es hora! Hoy, amigos, vuestra mesa parece un velatorio. ¡Caray! No sé que os pasa.

Mientras esperan al tabernero uno de ellos, quizás Omar Khayyam, no se le ve bien, les dice a sus camaradas:

--Algunos de nuestros buenos, leales y fieles amigos se han ido marchado. Se los llevó la Muerte, con su guadaña, cuando ellos menos lo esperaban. Y nosotros, claro, tampoco la esperábamos. Solíamos reunirnos aquí, a charlar, a cantar, a beber; a beber y a cantar y a charlar; aquí, como todos sabéis, en esta taberna. Pero oídme bien, Amigos Borrachos, tan solo cayeron una o dos rondas, una o dos rondas nada mas, antes que nosotros, así que los recordaremos bebiendo a su salud.

11.
Del taller de un platero, sale, maldiciendo y llorando, un hombre: maldiciendo al dueño que lo ha dejado sin trabajo; y llorando por su mujer y por sus hijos a los que no podrá alimentar hasta que no encuentre un nuevo trabajo; eso si lo encuentra, que están los tiempos difíciles. Cae de rodillas llorando, con lágrimas tan conmovedoras o más que las del llanto ancestral de un chiíta, e implorando a los cielos. 

Omar Khayyam que por acaso pasaba por allí, y sin ninguna consideración (muy propio de su mal carácter) al lamento del trabajador; a ese llanto, para Khayyam estéril, le dijo:

--A esa bóveda estrellada, azulada e inmensa, a la que llamamos firmamento o cielo, bajo la cual vivimos y morimos los hombres y las mujeres, no intentes levantar tus ojos, llorosos e implorantes. 

¿Para qué vas a hacer ese mínimo esfuerzo muscular?...

No lo dudes, pero ni por un momento, que ella gira y gira impotente (la impotencia es similar a la tuya y a la mía) por todo el universo.

De giros y de impotencias piensan y discuten, a veces, los sesenta y un sabios. Pero a ellos les sobra el tiempo y no tienen que trabajar para ganar el sustento diario como el pobre platero. 

12.
Salen en fila india tiesos, serios, circunspectos, pagados de sí mismos y de su saber. Un poco engreidos y un si es no es... cansados, eso si, de no hacer nada, sino de discutir acerca del sexo de los ángeles...

¡Bueno, qué exageración por mi parte! también discuten, de guinda a brevas, de alguna que otra cosa importante. 

Se sientan en la taberna. Apenas hablan. Les sirven vino blanco. Lo prueban a sorbitos cortos. Se miran. Intercambian algunas palabras. El vino es bueno y lo reconocen. Llegan, luego, numerosos platillos con diversas tapas. Que comen con aparente desgana... al principio. El vino se agota. Uno de ellos grita: ¡¡Más vino!! Y se ríen. 

La conversación se anima. Las voces se elevan. 

Omar Khayyam suscita la discusión sobre los astros. Los sabios, -los ha contado, son sesenta y dos- discuten, se acaloran, se contradicen, ora negro, ora blanco... ¡Qué paridas defienden! 

Khayyam piensa para sí:

--¡Ay, Vino, Vino! ¡Ardoa de los Vascuences! Tu logras siempre, pero siempre, que se enreden, que se líen, que se embrollen, con fervorosa y encarnizada lógica palabrería... ¡quién lo iba a decir hace un momento con lo finos, serios y fríos que érais o sois!... los setenta y dos sabios... que sin cesar discuten en las academias... academias que un poeta calificó de "horribles blasfemias"... 

--¡Ay, Vino, Blanco o Tinto! ¡Ardoa Beltza o Txuri de los Vascos! eres el alquimista, el mago, el taumaturgo, que trasmutas en anhelante oro el pesado plomo de nuestras cotidianas, grises y, muchas veces, amargas existencias.

13.
El sol en su cetro, y en su centro. Y la mar, en calma chicha. Y no necesita ella remos para sacar chispitas. Le basta con el sol y el suave movimiento de las olas.

Hoy va a contemplar a la madre; a esa vieja madre, con sus largos años a la espalda; la madre pobre, humilde, antigua y señorial, rejuveneciéndose solo con la esperanza de que llegue, pronto y bien, de allende los mares.

Remos lentos y melodiosos, goteando estrellas fugitivas, avanzan al encuentro de la nave. Espera ver pronto su semblante -que siempre era risueño- en medio de la charla y la floración de los pañuelos.

Y, por lo demás, solo pide ese instante de dicha, ese instante de calma, para su sufrimiento. Sufrimiento, quizás, absolutamente libre de esperanzas.

Pero hoy brilla rojo, generosamente rojo, el sol. El sol rojo del Irán de Omar Khayyam.

La esperanza enrojece también generosamente. La esperanza siempre enrojece... hasta el último momento. Por lo que espera verla pronto aparecer, floreciendo entre la muchedumbre de sonrisas y pañuelos, para darle un fuerte abrazo y desgastarla a besos.

Remos lentos y melodiosos, generando estrellas rutilantes en huida perpetua, avanzan a su encuentro.

Asoma en lo alto de la cubierta. 

La bajan del barco. Lentamente. Con muchísimo cuidado.

Todos la ven: confirmada su hermosura. 

Reafirmada la belleza de su cara oscura... pura... pálida... 

Y helada... tras el cristal del ataúd. 

14.
Omar Khayyam, que ha acudido al entierro de la dama, reflexiona: 

--La vida, definitivamente, es como un tablero de ajedrez, donde el Hado, quien, como todo el muno sabe, es siempre imprevisible, nos mueve cual simples peones, dándonos mates y más mates, por lo general, con penas. 

--Pero es que, además, para más inri, en cuanto da por terminado el juego, nos saca de un puntapie, sin mas contemplaciones, del tablero de la vida; arrojándonos, a todos, sin excepción alguna, al cajón, al cofre, al baúl... de la Nada. 

Omar se refugió, después del entierro, en la biblioteca de su palacio, otra vez a vueltas con el significado de la vida.

Omar se refugió, después del entierro, en la biblioteca de su palacio, otra vez a vueltas con el significado de la vida. 

Se sentó. Enfrente tenía las estanterías donde había colocado sus poetas favoritos. En el canto podía leer sus nombre. Cogió uno. Al azar. Sabía, no obstante, que en los libros no estaba el secreto de la vida. Eso lo tenía claro. Si algo sabía de la vida, era que ella era movimiento, y fluía y cambiaba... Y en los libros eso no se daba... Le gustaba... le gustaba... leer los libros de los poetas al sentirse como reflejado en lo que decían... Y, a pesar de la quietud que emanaba de ellos, algún hálito de vida había... bueno, mejor dicho... una reflexión congelada del tiempo vivido por el poeta. 

Abrió el libro que había cogido: <<"... pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo, // ni mayor pesadumbre que la vida consciente. // ... Ser, y no ser nada, y ser sin rumbo cierto, // ... Y el espanto seguro de estar mañana muerto, // ...y la carne que tienta con sus frescos racimos // y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos, // y no saber a dónde vamos, // ni de dónde venimos..."(*)>>

Estuvo leyendo un rato. Luego se levantó y se fue a la bodega. El vino procedía de unas viñas donde se encontraban, de vez en cuando, huesos de seres humanos. Decían que, antiguamente, en esas tierras, se había dado una gran batalla y la carnicería fue atroz. Allí mismo enterraron a los muertos en combate.

Abrió la espita. Llenó una jarra y se sirvió una copa.

Al sentir, como él sentía, el anhelo de encontrar el secreto de la vida, posó con suavidad sus labios en el borde de la copa de vino modelada por su amigo, el alfarero, con arcilla del terreno de sus viñas. Una voz, que parecía surgir de dentro mismo de la copa, susurrole:

--"En tanto que vivas, bebe, que los muertos nunca vuelven, nunca; me has oído: no vuelven nunca de ese otro mundo que nos predican los meapilas".

Entonces, recordó a aquel sabio que estaba en la taberna, meditabundo, delante de una jarra de vino; y con el respeto que dan los sabios y los ancianos se acercó a él y le interpeló de la siguiente manera: 'Maestro, ¿que me puede decir, si no es mucha molestia, de aquellos amigos que se ha ido de nuestro lado?' 

Y no se le olvida que lo miró con lástima, a él, que tenía toda la vida por delante, y le dijo: 'Siéntate y bebe conmigo, joven inquieto y sensible, que muchos, muchísimos, incontables... han muerto (o los han matado), pero ninguno a vuelto para contarlo'

Y bebiendo se encamina, a su rincón favorito en el jardín

(*) Rubén Darío: 'Cantos de vida y esperanza'.

15.
Alza la vista del libro y mira al campo: las viñas, el bosque, las laderas de las montañas y al fondo, las sierras; todo tiene el color que anuncia el otoño: algunas hojas caídas, pocas, y el color anaranjado pero con muchos matices y no en todos los sitios: acá domina el amarillo, allá el amarillo limón, mas allá rojo; en todas partes se va adueñando el naranja; en las viñas abunda el morado de la uva tinta.

Los rayos de sol chocando con las hojas movidas por la brisa despiden destellos multicolores que aureolan el bosque; en los prados la hierba amarillea y, ya, asomando, brilla, la fugaz otoñada. Algún que otro pico aparece nevado y excepcionales vendimiadores, los más temerosos quizás, se dirigen con sus carros a las viñas. Todo anuncia la vendimia.

Retorna la mirada al libro. Antes de hundirse en su lectura recuerda desordenadamente el destino de algunos reyes: Amín que muere a manos de Mainun; Dahhak encadenado sobre el Monte Demawand; Nondhar nada mas hecho con el poder se encierra en sus habitaciones a comer y beber como un cerdo, sin preocuparse mas que de atesorar oro y más oro; el territorio convertido en paraíso de ladrones y bandidos; y a él, claro, lo matan; a Mardevig lo ciegan para deponerlo más tarde...

Pensando en su amada y embriagado por el ambiente se dice:

--Unas gotas de vino del color del rubí, del color de las guindas, del color de la esmeralda o de cualquier otro color; un pedazo de pan, un buen libro de versos y tú, tú... tú, mi querida amiga, en un solitario lugar, como este, son más valiosos, para mí, mucho más, donde va a parar, que los reinos de todos los sultanes.

16.
De cuando en cuando, como un fogonazo a su conciencia, le viene a Omar Khayyam el recuerdo del platero, expulsado de su gremio, implorando a los cielos con lágrima tan estremecedora o más que el llanto ancestral de un chiíta; y entonces, solo entonces, desde su palacio expresa a su amiga del alma, un deseo que no se le ocurre decir a los demás:

--Querida mía, si fuera posible que el Destino nos dejase disponer del triste plan del mundo a nuestro antojo, querríamos, sin duda alguna, ¡buum!, dinamitarlo, explotarlo, reducirlo a pedazos, como aquellos rebeldes zang, esclavos que trabajaban de sol a sol en las zonas pantanosas dirigidos por Alí b Muhammad, al-Burqui. 

--Lo haríamos de nuevo y acorde con los deseos de los que se han movido en torno a las llameantes banderas de la rebelión a lo larga de la historia; desde Kawe, el herrero, con su mandil de cuero por bandera, pasando por Hamdam Qarmat, que poco después de ser ahogada en sangre la rebelión de los esclavos negros zang, ya enarbolaba la bandera de la justicia y de la igualdad entre Kufa y Wabit; hasta desembocar en mi amigo, bueno, mi amigo de antaño, el hoy considerado, por los cristianos, Viejo de la Montaña, en Alamut. Por cierto, que sus ideas le vienen de Hamdam Qarmat, pues al triunfar en Daylam le prepararon el terrero.

17.
Aunque parezca mentira pasé la tarde con ella ambos debatiéndonos entre el Placer y la Virginidad. Y es que, a estas alturas, hay quien medita sobre la religión por placer.

Yo, Omar Khayyam, en aquel momento, también.

Y hay quien oscila, quien se mueve, quien se balancea, angustiosamente, como en un péndulo, entre Certeza en Duda.

Como el onagro que se veía, ahí, al fondo del paisaje, por entre las celosías del seto, debatirse penosamente entre hambre y sed; lo hacía entre unas jugosas hierbas y el agua del río; las hierbas crecían en lo alto de un lindón y, el onagro, empezaba a trepar hacia ellas para comérselas, y luego de dudar, retrocedía; el agua del río, cuyo margen tenía una cierta pendiente hasta el cauce e inclinándose, con la intención de bajar, abandonaba su empeño de beber; así una y otra vez: de hierbas a agua y de agua a hierbas y vuelta a empezar.

Así yo, en una tarde calurosa de verano, a la sombra del emparrado, de racimos de uvas lleno, junta a mi amada, desnudos ambos, me acercaba y la acariciaba, luego me separaba.
Pasábamos la tarde, con placer infinito, entre el deseo y la contención, juntándonos y separándonos; reteniendo el hambre y la sed.

De vez en cuando mirábamos hacia la ribera del río, viendo al burro sin haber zanjado su problema y nos reíamos.

Otra vez, era yo solo quien fingía olvidar a mi amada para que mi corazón se calmara; pero era mas violenta entonces mi pasión; y no pudiéndolo resistir acercaba mis labios y mi lengua a sus labios mayores y menores que latían sin control; luego ella violentamente lamía mi glande y todo mi cuerpo se estremecía; así una y otra vez juntándonos y alejándonos.

Solo Chamil o Yamil (*), y el amor udrí (*), no nuestra impotencia, nos abstenía. Empero al cabo de un buen rato, como si un ave del desierto latigara con sus alas nuestro corazón, comenzábamos a suspirar con violencia y con dolor. Estábamos dejándonos la vida en el intento de darnos placer y al mismo tiempo conservar la Virginidad.

--Hay quien medita sobre la religión con gusto.
Hay otros que vacilan entre Certeza o Duda.
Mas surgirá un heraldo que, de pronto, les grite:
¡Estúpidos! La senda no es ésta ni aquella.

Y, como saliendo de ningún lugar concreto, sino del espacio infinito, se oyó, de pronto, a un heraldo que gritaba:

--¡Estúpidos! ¡Mas que estúpidos! Todos esos son falsos dilemas. 

De la celosía nos venía una brisa refrescante y suave. El burro dirimió su problema introduciéndose violentamente en el río a beber. Nos abrazamos, riéndonos, con ansiedad, como si en ello nos fuera la vida y... 

(*)Chamil o Yamil fue un conocido poeta de la época omeya, cuyo nombre ha pasado a la historia literaria unido al de su amada, Buzayna. Fueron una de las parejas de amantes que encarnaron el amor udrí.

(*)Amor udrí. (Arabia, siglo IX). Practicado por la tribu de los Banu Udra o Hijos de la Virginidad, quienes, en pro de la perpetuación del deseo, renunciaban a todo contacto físico.

18.
Hace... ¿cuánto sería?... no recuerdo la fecha exacta, pero poco tiempo... al ir, como todos los días, yo, Omar Khayyam, a la taberna, el tiempo cambió de repente, cerniéndose sobre todo el pueblo una niebla espesa. Como me gusta pasear entre la niebla, varié la ruta con el fin de lograr algunos minutos de tiempo disfrutando de ella. 

Me puse a caminar y a cantar. De cuando en cuando, respiraba hondo, no sé, como para que la niebla impregnara todo mi ser, por fuera y por dentro; me inclinaba y recogía una flor que acercaba a mi nariz y a mis labios... ¡es tan suave el roce! 

Era otoño y la temperatura muy agradable. Me senté bajo un árbol. Frente a mi, una tapia dejaba asomar las ramas de un granado o tal vez de un acerolo... La niebla eleva la ambigüedad y no se aprecia bien. Sin saber por qué sentí ganas de saltar la tapia y adentrarme en el huerto para caminar, envuelto y acariciado por la niebla, bajo los árboles frutales. Me incorporé y, avanzando hacia la tapia, alargué el brazo para asirme a un saliente de ella y traspasarla, pero no hallé más que aire. Seguí unos pasos más y la tapia se alejaba. Corrí desesperadamente, desenfrenadamente, como un orate. De pronto me paré. Miré a mí alrededor. Seguía cubierto por la niebla. Instintivamente me incliné hacía la tierra para recoger otra flor y se encontró mi mano con una arena fina que resbala entre mis dedos como aceite o como agua, no sé, y me pregunté quien soy, que hago aquí, de dónde vengo y hacia dónde me dirijo y a qué. 

Es angustioso el olvido. Como inercia sigo corriendo con la esperanza de que en el trayecto se arreglen mis problemas; esa falta de memoria era todo un problema, qué digo problema, más, un problemón que es un problema superlativo como todo el mundo sabe. 

Por cierto, avanzo muy poco y me caigo muy a menudo. Me doy cuenta que estoy en el desierto. Hace mucho calor. ¡Uf, es asfixiaste! Sudo, como si cada poro de mi piel fuera un venero. Ansío un fuente de agua clara. O de vino fresco. Y, claro, tengo sed, mucha sed. 

A mí alrededor arena y más arena, montones de arena, montañas de arena fina y ondulada como curvas seductoras de un cuerpo de mujer y del mismo color; y me estremezco; mi sed aumenta... pero, hasta donde abarca la vista, dunas y más dunas... Es desesperante, angustioso. Me ahogo de sed y, curiosamente, de placer y... 

--De pronto surgió, ante mí, un ángel reluciente que despeja la niebla. Llevaba un ánfora en la mano, y me la alargó queriendo que probase su contenido. Supe entonces, sin que me dijera nada, que era vino. Y también, en ese momento, me volvió la memoria. Supe quien era yo. ¡Soy Omar Khayyam!, grité. Con la alegría infinita del reencuentro se redobló mi sed. Alargué mi mano y ... me desperté.

19. 
La desgracia de Rustem

Caminaba cojeando. El rostro triste. Iba, claro está, a la taberna, donde lo esperaban sus amigos con Omar Khayyam a la cabeza.

El trayecto desde su casa, aunque corto, era un suplicio; y no por el dolor de la pierna que no tenía, que le dolía; ni por la sustituta, la de palo, la ortopédica, que se estaba acostumbrando a llevarla; no, por eso, no; le torturaban, psicológicamente, los vecinos, desde las puertas de sus casas, con sus frases conmiserativas de ánimo; quienes con alguna que otra excepción no lo hacían a mala fe; pero, a él, le dolían muchísimo, recordándole su desgracia.

--¡Animo! Y olvida ya a esa zorra, Rustem.

Djam, sentado a la puerta de su casa, siempre le decía lo mismo y seguía comiendo sin cesar pistachos. Lo de los pistachos era sin duda una máscara de indiferencia. La frase a él le salía de dentro, de muy adentro, de sus vísceras; recordaba, bien lo sabía, que cuando llegó de la guerra, con una mano adelante y otra atrás, la mujer lo abandonó.

Un caso similar al suyo, al de Rustem, ya que Humai, la novia de éste, se fue distanciándose hasta que lo dejó, yéndose con otro a partir del día que lo vio curado y sin pierna. Maldita fiesta. No se le olvida.

De modo que deseaba llegar, cuanto antes, a la esquina y doblarla: entonces enfilaba una calleja, al fondo de la cual se hallaba la taberna, con sus amigos sentados en la terraza en torno a una mesa; pero no podía avanzar más deprisa; y, antes, tenía que pasar delante de la casa del que había su rival y que con veneno en sus palabras decía:

--Un Rustem es siempre un Rustem, hasta que muere.

Y añadía, por lo bajo, como cuchicheando con los que estaban siempre a su alrededor:

--¡Pobre hombre! El otro día intentaba subir a la yegua con su pata de palo y... era lastimoso verle.

Pero no tan bajo que él no pudiera oírle. Lo saludó. Hubiera deseado matarle... Recordaba él, sí, sus esfuerzos por subirse a la grupa de su yegua; y cómo lo había conseguido con lágrimas en sus ojos; en su yegua, la misma que, al saltar aquel arroyo, de noche, viniendo de la fiesta de la aldea vecina, se había caído encima de su pierna; se la rompió; y, además, le hizo una herida. Allí estuvo bastante tiempo, cerca del agua, hasta que acudieron a socorrerle mozos del pueblo que venían andando de la misma fiesta. A los pocos días se le gangrenó teniéndosela que cortar. Y ella… ¡la muy zorra!...
Llega humedecidos los ojos a la taberna. Y con picor en los dedos del pie de la pierna que no tiene.

--¡Tiene cojones! ¡Picarme! ¡Y algo que no existe! -exclama derramando alguna lágrima.

Los amigos lo saludan y Omar Khayyam le dice:

--Otra vez ese cabrón... ¡Hay que joderse!

Y prosigue: 

--Rustem, no dejes nunca, no consientas jamás, que te asalten las desdichas; y para ello... ¡tabernero!... ¡una copa del mejor vino que tengas!... ¡doncel o albillo!... ¡de malvasía, tetacabra o moscatel!... ¡para acorazar a este amigo!... ¡para blindarlo ante el más que posible ataque!... ¡una copa, pero solo como principio!... ¡luego vendrá la inundación! - se ríen. 

--¡Tonto, mas que tonto!, ¡venga un abrazo en nombre de todos!... ¡ah!... ¿cuántas veces, hemos de decirte, que no eres tu, ni, por lo tanto, tampoco somos nosotros, precisamente, los oros, que esconden, con mucho cuidado, bajo tierra, para encontrarlos luego? 

20.
El ave depredadora
Contrastando con el silencio de la casa, solo interrumpido por el sonido de la loza en la cocina, el jardín bulle de alegría; no es la algarabía de la mañana, cuando se quiebran las sombras de la noche con sus trinos desbordantes, casi lujuriosos, no; es una algazara matizada, tenue, menos estridente, como recogida en sí misma.

Pero, ¿por qué?: A esa hora del mediodía el sol corre a latigazos ardientes a todo aquel que se atreve a plantarle cara, a hinchar el pecho y desafiarlo; por lo que cada cual, recogido en su morada, fuera del peligro del fuego, a su modo, expresa su alegría de vivir, siempre con cierto temor al dios todopoderoso del cielo.

Omar Khayyam abre la puerta de su casa. Tiene una jarra de vino en su mano derecha. Una vaharada de aire caliente lo saluda hiriéndole la cara. Mira a la izquierda: a las macetas de geranios que, a esa hora, lucen sus colores, un poco apagados; y a la derecha: aparecen búcaros con claveles, bocas de dragón, espadañas, clavellinas...; el agua de la alberca, que está enfrente, en el medio, es lo único que parece no tener miedo al sol; y además suena, bulliciosa, cuando entra en la alberca por entre unas rocas. A esa hora acuden a beber, por miles, los insectos, sobretodo abejas y avispas.

Más allá del pórtico, que da entrada al jardín, un camino, empedrado, se ensombrece, placenteramente, con un túnel formado por las ramas de los árboles que crecen a ambos lados y que se juntan, entrelazándose, en la altura; por el centro del camino, un canalillo fluye el agua hacia los adentros del jardín procedente de la alberca.

Se acerca a ella. Deja con cuidado su jarra en el borde. Hunde las manos en el agua fresca y cristalina. Se enjuaga la cara intentando espabilar su modorra. Tras beber un trago de vino, con paso cansino, traspasa el pórtico adentrándose en el jardín.

Trinan o simplemente murmuran los pájaros en la enramada; y cuando sus pasos se acercan callan por un momento.

Llegado a su rincón favorito, cubierto, por completo, por las ramas y las hojas de las parras, se sienta en el centro, dentro de una cabaña, construida con sarmientos entrelazados; desde allí observa el paisaje sin que puedan verlo a él; no le importa que lo vean, pero prefiere observar sin ser visto.

¡Qué gozo, qué placer! Ni frío, ni calor: el clima perfecto para vivir eternamente.

Sobre el vergel una nube llora. Los pájaros arrecian en sus trinos; luego enmudecen.

Abajo, a la derecha, frente a un edificio de fachada cubierta de arabescos, con arco ojival cubriéndola casi por completo y dominada por el color verde azulado, medita un imán chiíta mirando, al parecer, el agua de la alberca de su jardín, de manzanos y pinos cubierto, sin que le importe la lluvia.

En primer plano, por el centro del paisaje, las casas se esconden bajo el arbolado; y al fondo, sobre las laderas de las montañas, los pueblo gatean, envueltos en una alfombra de remiendos multiverdes.

En una era, los campesinos desafían la lluvia aventando la paja del grano.

Deja de llover. Todo es perfecto. Suspira. Los ojos semientornados. Hasta su oído llega el sordo rumor del revoloteo de miles de insectos. Las mariposas vuelan de flor a rama. Son un placer para los ojos. Unos pajarillos comen a algunas. Otras asustadas se marchan volando. Todo es casi perfecto.

El ruiseñor en el granado canta tras la lluvia. Bellísimo. Luego calla. Omar Khayyam bebe otro trago de vino. E invita al ruiseñor, que está muy inquieto, a beber con él. Y como si le hubiera oído, renueva su canto, generosamente embriagado, a las pálidas rosas. La voz se le quiebra. El espectador contempla impotente como se lo come un cernícalo.

El hombre se levanta y con la jarra en la mano dice enfurecido dirigiéndose a todos los seres vivos que le rodean:

--"Y vosotros, bebed también, bebed sin parar, beber sin tacha; y cantad... cantad... cantad... ¡cantad, malditos, cantad como locos, desbordaos, cegaos de placer!: la vida sin vino no tiene valor".

Y lanza la jarra, llorando, en dirección al ave depredadora. 

21.
En un día gris, encapotado, que amenaza lluvia, le llaman diciéndole que su madre se ha sentido indispuesta. Por el camino le aclaran que se mareó de repente. Que no debe ser muy importante. Aunque el médico no las tiene todas consigo. Pero... que como es tan joven, a pesar de la gravedad, lo superará. Que evacuaba bastante sangre...

Hay mucha gente arrimada a la casa. Aunque lo sospechaba, en ese momento confirma que ha fallecido. No le cabe la menor duda.

Se ha puesto a llover mucho... En el cementerio la fosa se ha encharcado. Él, con sus propias manos, tiene que vaciar el fondo del hoyo. Pero sigue lloviendo y manando de un lateral del agujero. Con lágrimas en los ojos y apretando los dientes pide unas piedras para colocarlas en el fondo de la tumba pues, aunque muerta... ¡pobre madre!... si la enterraran así... como en un pozo... lleno de agua...

Y dice Omar Khayyam:

--Si ha sido, como dicen algunos, el Supremo Hacedor, el que creó los seres, ¿por qué -pregunto- por qué... tan cabal, profunda y definitivamente tiene que destruirlos? Si acaso -digo- si acaso... ellos fueren feos e imperfectos, ¿quién -sigo preguntando- quién... puede tener la culpa? O si, tal vez, resultaren buenos y hermosos, es un decir, -pero lo digo- ¿para qué... aniquilarlos?...

22.
Una de las veces, de las muchas veces, que he estado en un alfar -me interesa muchísimo el trabajo de los alfareros y varios de ellos son amigos míos- quedé impresionado nada más llegar: los cientos de platos, vasos, ánforas, copas, botijos, cántaros... me miraron colocados junto a la pared de la derecha; de pronto se pusieron a dar vueltas y vueltas alrededor de mí; de tal manera que me vi obligado a apoyar mi mano en la pared de la izquierda para no caerme mareado; lo achaqué a que había bebido unos cuantos vasos de vino. 

El alfarero me cogió de la mano y me dejó en su asiento. Coloqué el pie, en el pedal del torno, las manos en la arcilla que el alfarero estaba trabajando y me puse a modelar. Miré las figuras alineadas y se pusieron a charlar conmigo. Me pareció normal. Y, como si estuviera en la tertulia de la taberna o de la bodega con los amigos, conversé con ellas. Era una sensación, dentro de lo inverosímil que pueda parecer, para mí, muy natural. Como si los espíritus de los ancestros hubieran penetrado sus formas. 

Aunque no recuerdo con exactitud todas y cada una de las palabras, vinieron a decirme mas o menos: Omar Khayyam, tú, que tanto aprecias el trabajo artístico de los alfareros y lo demuestras, además, ahora, sentado ahí y modelando con el torno, contéstanos a estas preguntas (serían muchas más pero las que recuerdo son estas): 

--¿Quién es el alfarero?... ¿Quién el vendedor?... ¿Quién el comprador?... 

Ha pasado mucho tiempo desde aquel día. Sé que se debió a los vapores del vino. Empero, cuando entro en el alfar tengo la sensación de que cada una de las figuras es alguien a quien conocí en algún lugar... 

23. 
Un Padre Levitando

Erase una vez de noche. Y un padre que tenía tres hijos se fue, muy contento, cuando ellos se fueron de fiesta, a acostarse, pues ellos se llevaban bien y eran buenas personas. Solo le inquietaba, un poco, el hecho de no verlos trabajar con más ahínco. Pero ya se corregirían. Y se durmió. Pero, fuera por esa inquietud o por lo que fuese, a las cinco de la mañana se despertó muy intranquilo:

--¿Estarán ya acostados?... ¿Les habrá pasado algo?...

Corrió a la habitación del mayor: había venido ya y estaba durmiendo; se acercó a la otra: el mediano acababa de llegar y además le informó de que el más pequeño también estaba bien, divirtiéndose, y que pronto regresaría.

Ya, tranquilo y sosegado, volvió a la cama y se durmió. Pero, ay, soñó que a su hijo más pequeño lo traían, herido, a casa y se levantó dando voces:

--¡Hijo!, ¡hijo!, ¡hijo mío! ¡¿Qué te han...?!

Se cortó en seco pues, en la habitación, su hijo, medio dormido, le decía:

--¡¿Qué!?, ¡¿Qué!?, ¡¿Qué!?... ¡¿Qué!?

--Nada, hijo, nada. Duérmete. Cosas mías.

El padre se sentó en una silla del salón. Encendió un cigarro puro. Pensaba que, en pocas horas, había ido pasando de la alegría a la tristeza, del sosiego a la intranquilidad, sin saber quién infundía esos estados de ánimo tan continuados y seguidos.

Tenía la sensación de ser como una pelota que los pelotaris lanzan a derecha e izquierda, o de abajo a arriba; pero él, como la pelota, nada pregunta al que la arroja.

Sufría en esos momentos una depresión de caballo y el corazón le latía desbocado.

En semejante situación estaba, cuando se vio desdoblado: estaba en la silla fumando y al mismo tiempo se contemplaba, desde fuera, como un extraño, preguntando: '¿quién es?', '¿qué hace aquí?', '¿quién lo ha traído?'...

El que lo haya traído, sabrá las razones: Él no. Y nadie más las sabía. Tan solo, ese personaje imaginado por algunos... Si es que existe que muchos lo niegan y otros tienen serias dudas... Ese ser quimérico, fabuloso, podría saberlo... Los demás, lo ignoran todo, aunque pregunten constantemente.

Entonces aparece, de improviso, Omar Khayyam que intranquiliza más al padre diciéndole que algo parecido le pasó a él, a Omar Khayyam, el otro día: vio en la plaza a un niño como si estuviera acorralado por otros. Y lo zarandeaban de un lado para otro.

Omar se acercó a preguntar la razón de la riña: unos daban una explicación inexplicable, sin dejar de tirar hacia un lado y lo acusaban de algo; los otros lo desmentían, arrastrándolo hacia el lado contrario defendiéndolo. Como no quedó nada claro, preguntó al niño en cuestión:

--Yo no sé. Acabo de llegar y soy huérfano. Pero me hacen daño...

Y colorín colorado... este cuento... levitando... se ha acabado

24.
Caballo y Mujer Galopando con Ritmo de Romance

Rustem fue a saltar el arroyo, como ya explicamos en otro seguimiento de Omar, con el caballo una noche enlunada de primavera. Mientras el caballo salta sujeta él a su amada. La luna tiembla de gozo y la moza grita de miedo. El caballo se estremece y falla su cabalgar. La mujer se salva empujada por el hombre. Rustem queda debajo. El caballo se levanta y la mujer, al ver su hombre inmóvil, echa a correr.

El queda allí desangrándose. El caballo fiel acompaña su desangrar.

Vuelto en si, ordena al caballo que comunique su caso, su percance.

La madre que está durmiendo, oye su cabalgar.

Ya se levanta del lecho. Pide socorro. Acuden presto amigos y familiares y siguiendo a su caballo lo hallan con mucha sangre derramada. Lo llevan pronto a curar. Por el camino pregunta qué fue de su amiga. Alguien dice haberla visto correr el campo a través.

Ella, en efecto, corrió, corrió, corrió... corrió a campo traviesa. Quiere avisar a los conocidos de todo lo sucedido. Pero la luna se esconde tras de las nubes y oculta todo el camino. Ella se para asustada.

Cuando la luna regresa ve cuatro sombras acercándose. El corazón le brinca en el pecho. No son gente de fiar. Y, muy asustada, vuelve a correr. Azuzando vienen las sombras y ella se esconde en el arbolar. Tras un momento de silencio una voz llega a su oído. Un mozo se halla en el soto. Y la llama a su lugar. Ella lo conoce y acude, grande es su confiar. Las sombras muy cerca están. Él las enfrenta y se marchan. Ella se arroja en sus brazos y, aterrorizada, lo premia hasta gozar.

Mas tarde recuerda a Rustem y retorna, enloquecida, a su lugar. Solo un charco de sangre halla. El arroyo, sin embargo, seguía su sonoro caminar.

Ella regresa al pueblo. Ojos acechando están.

A la mañana siguiente todos hablan de traición: y la insultan, la apedrean y tiene que abandonar el lugar de sus ancestros...

Él mozo acudió al arbolar y en recuerdo de ese deleite fugaz, mandó plantar un almendro. Del almendro nació zarza mala, zarza infecunda, sin mora en el ramaje.

El día que Rustem vuelve sin pierna ya, a la vera del arroyo su madre corrió a plantar un cerezo, que se transformó en pino albar.

Rustem luchó por la vida.

Ella vagando el camino va.

Él vivió con sus amigos.

Ella muere en un muladar.

El lugar donde murió unas violetas nacieron para guardar su recuerdo y ocultar un orgasmo tan fugaz.

Y dice Omar Khayyam:

--En la tierra donde, hoy, nace una radiante y explosiva rosa roja, antaño vertióse la sangre de un príncipe. Y el color del lunar que adorna, embelleciendo, la cara de un efebo, muy bien pudiera proceder del pétalo de esa violeta que florece a la vera del muladar hediondo. Las corolas del jacinto que por doquier crecen en parques o jardines donde se aman los jóvenes nacieron de unas frentes que, un día, fueron tersas y brillantes.

25.
Tras del Huracán Viene la Calma de la Muerte

-¡Zorra, mas que zorra!

Estos y otros insultos le decían a la moza que acababa de abrir la puerta de su casa. Miraba perpleja y asustada al grupo de mujeres, pañuelo negro en la cabeza, vecinas todas, que se habían congregado frente a ella.

-Pero... ¿qué he hecho? por que me...

-No te hagas la inocente, mal bicho- interrumpió la madre de Rustem que parecía encabezarlas.

-Juro, por Alá el Misericordioso, que no sé de que me acusáis.

-¡Será descarada! Has dejado abandonado y herido al que te traía en caballo; eso es de mala mujer.

-¡A saber lo que hizo sola por el campo a esas horas!

-¡Y metida en un soto; que varios la vieron!

-¡Y salir con un hombre... !

-¡Puta!... ¡¿No la veis!?... ¡Si es una puta!... ¡Que se marche del pueblo!

-¡Eso, eso! ¡Márchate!

-Pero si yo salí corriendo a avisar...

-¡Mentirosa! ¡Echémosla!

-¡Hay que apedrearla! ¡Solo verla... da asco!

Una lluvia de piedras caía sobre la infeliz moza, hiriéndola. Una de ellas en la frente y tan dolorosa que la obligó a refugiarse en casa. Empero, no por eso terminaron las pedradas, arrecieron en pared, puertas y ventanas. Luego, se hizo el silencio. Y cuando creía que todo se había acabado, oyó ruido en la puerta como si quisieran entrar. Miró por una ventana que tenía los cristales rotos y vio que, efectivamente, estaban intentando derribar la puerta:

-¡Hay que lapidarla! -alguien gritaba.

Se vio perdida, muerta y no encontró otra salvación que huir; huir por el corral, en la parte de atrás; y huir lo más lejos posible.

Anduvo corriendo, hasta que el cuerpo dijo basta, siempre con el grupo de vecinas enfurecidas en su mente. De cuando en cuando, volvía la cabeza por si venían persiguiéndola.

-¡¿Qué he hecho yo, Alá Piadoso?! ¡¿Por que me insultaban?!

Lloraba y corría.

Se tropezó y cayó dándose de bruces en la tierra. Fue como si todo el planeta se hubiera convertido en un mazazo y le hubiera golpeado. Se tocó la frente, la tenía toda cubierta de tierra al pegársele a la sangre de la herida. Y le dolía. Le dolía mucho. Le dolía todo: el cuerpo y el alma.

Se arrastró hasta un árbol que ahí cerca se veía. Apoyó su espalda en el tronco para descansar. Miró sus ramas. Era un almendro y estaba cuajado de flores. La tierra comenzaba a verdear con fuerza, con alegría, con ganas de vivir, de hacerse un hueco en la explosión primaveral.

Volvió a mirar las flores del almendro: un jilguero o ruiseñor cantaba; parecía embriagado de alegría, de amor, en medio de las flores; y se miró a ella: ensangrentado el vestido, herida, amenazada, huida... Se le fueron cerrando los ojos.

Cuando de nuevo abrió los ojos estaba anocheciendo. El dolor de cabeza seguía golpeándole; y ahora las sienes le latían con fuerza. Y seguía golpeándole el recuerdo.

Se levantó. Un camino se abría entre la cerca de una finca y el resto del campo. Echó a andar por él. Tras una revuelta, creyó ver, al fondo, un pueblo nebuloso: sería el humo que se elevaba recto de las chimeneas. No veía bien y lo achacó a la hora en la que estaba. ¡Qué cansada se sentía!

-Parece que estoy borracha.

Y la frase le hizo sonreír. Se tocó la frente. La tenía ardiendo y sangraba. Los labios resecos se le pegaban y los humedeció con la lengua. Tenía mucha sed. Si bebiera un poco de agua se pondría bien. Siguió andando. Al poco rato vio el brillo plateado de una charca. La luna se reflejaba en ella.

-¡Agua! - exclamó.

Y se encamino hacia ella dando traspiés. Se resbaló, cayendo y casi jincando la cabeza en el agua. Estaba dura, parecía hielo pero acercó los labios. Sintió un gran alivio y se tumbó todo lo largo que era, musitando:

-"Rustem, Rustem, amor mío, ¿qué es lo que te he hecho"...

Omar Khayyam había pasado una mala noche. Cuando se despertó quedó sorprendido por el día luminoso que nacía. Y comenzó a dar voces:

-¡Venga, despertaos!... ¡despertaos, durmientes!... ¡es la hora!... ¿No veis que la aurora arrojó, ya, con fuerza, la piedra al piélago nocturno, ahuyentando a los astros y a los heraldos negros de la noche, noche torturadora de los pobres; y el Rojo y Valiente Cazador de Sombras prendió en un haz de luz, cegando la torre tenebrosa del silencio?

26. 
Omar Khayyam, embriagado por la vida que va desarrollando los fugaces instantes, como siempre, la goza sin que ningún dolor físico le atenace en estos momentos; está ahí, junto a su hermosa dama, a la sombra de los parrales que enverdecen el rincón mas alto de su jardín; desde allí restriega sus ojos con el paisaje: hoy ha amanecido soleado; solo algunas nubes dan unas pinceladas algodonosas al cielo azul; un viento suave las va empujando hacia las viñas ensombreciéndolas y aclarándolas sucesivamente; el verde claro de los brotes, en las cepas, destaca, de cuando en cuando, poniendo unos puntos blanquecinos; el claro-oscuro de este día primaveral refleja, fielmente, la fugacidad de la estancia del individuo sobre la tierra: nace iluminado y, de pronto, es empujado por el viento de la historia, con minúscula, hacia el reino de las sombras para no volver nunca, jamás; y de la misma forma que la luz y la oscuridad desaparecen sin dejar rastro, así la vida singular se va concluyendo en la nada del individuo.

Rodea, Omar Khayyam, con un brazo el cuello de su amada y, con la mano del otro brazo, ase el vaso de vino y se lo lleva a los labios; vaso que, tal vez, no se sabe, antaño, fue parte de otro hombre que, como él, rodeaba el cuello de bien amada, contemplando el paisaje y pensando como si no existiese; Omar Khayyam sabe que, en este mundo, que es la vida, todo concluye (salvo para los que viven de estériles quimeras) en la nada sin remedio; y, lo más probable, es que el otro también supiera algo de eso y gozara, al igual que el gran poeta persa, exprimiendo el jugo de esta uva transitoria.

27.
Meditando en la Bodega

Y, ¿qué otra cosa puede haber mejor que beber en la bodega con los amigos?...
Era mas que una pregunta la afirmación de una verdad íntimamente sentida. Esto iba pensando el poeta Omar Khayyam mientras bajaba los escalones de la bodega de Al-Jalil.

--Oídme bien, vosotros, que sois mis amigos...

--Omar, no grites tanto, ya te oímos; si sigues a sí se va a caer la bodega y después ¿dónde bebemos?

--Lo que os quería decir es que cuando muera...

--¡Qué perra! Oye, Omar, espérate un poco a morirte; espera, por lo menos, a que nos sentemos, abramos la espita, llenemos la jarra y bebamos.

--¡Eso! Después te mueres cuando quieras...

Soltaron la carcajada mientras bajaban los escalones de la bodega.

Olía a vino, a humedad y a moho. Las paredes brillaban como si tuvieran una capa de cristal: era la humedad de siglos concentrada en la cara de las rocas. La escalera estaba desgastada en el centro de los peldaños por miles de pies. Y dificultaba la bajada.

Omar Khayyam, a quien agarraba Rustem para no caerse con su pata de palo resbaló, y a punto estuvo de caer llevando consigo a su amigo.

--¿Qué te pasa? ¿Te has propuesto morirte antes de que nos inundemos con vino?

--¡Qué gracioso!... Al-Jalil, lo que tenías es que arreglar los escalones. Gastas menos que rezas y te va castigar el divino Alá.

--Tú, no hables tanto, Rustem, que para bajar a tú bodega hay que saltar como monos. Y, ten cuidado, pues con tu pata chula, un día la diñas y a no tardar, antes que Omar.

Rustem, que acababa de llegar al descansillo de la bodega, le contestó con un suspiro de alivio diciéndole:

--Mi escalera está perfecta.

Y diciendo esto se sentó en la piedra que sujetaba una de las cubas.

Al-Jalil encendió unos candiles. Poco a poco se fueron sentando entre bromas, mientras él abría la espita de una cuba y llenaba una jarra de vino tinto espumeante hasta el borde. El olor del vino era un aroma que solo ellos olían y les llegaba no a la nariz sino a la boca que comenzaba a relamerse. Se sentó. Después del primer trago invitaron a Omar Khayyam a que continuara su charla sobre la muerte.

--Os decía que cuando me muera...

--Perdona, antes de que sigas, ¿hay algo después de la muerte?

--Algo debe haber

--Pero... ¿qué?

--Otro estado de ser.

--Eso ¿qué quiere decir? Explícate, si es que sabes.

--Lo que sé es lo que observo; por ejemplo: a mi se me murió la burra, ¿recordáis? y la enterré en una parcela en la que luego sembré trigo; pues bien: en el mismo lugar creció el trigo más alto, más verde y más fuerte; cuando lo segué en el verano las espigas se diferenciaban considerablemente del resto.

--O sea, que nosotros tenemos algo de burros -saltó Al-Jalil y todos se echaron a reír, menos Omar que le preguntó la razón de su salida.

--Pues claro: hemos comido el pan, luego parte de burra está con nosotros.

--Estará en ti, que cuando hablas, relinchas -replicó uno; y continuaron riéndose.

--No, no os riáis, tiene algo de razón: la burra se transformó en trigo y del trigo... ahora es algo nuestro: ha cambiado de estado.

--Es difícil de entender lo que dices.

--Bueno, vamos a dejar de hablar de esto... Omar te hemos interrumpido varias veces...

--Son cosas mías: quiero que cuando me muera, me lavéis con vino.

--¡Yo!

--No, tú no; con tus manazas le harías daño.

--Si. Que sea él; vosotros sois testigos: que sin contemplaciones me restriegue bien... O sino... hacedlo todos y rezáis

--¡Ah, no! ¿Rezar yo?... Ni hablar.

--Quiero decir que recéis en nombre de la rebeldía, del amor y de las copas...

--¿Para qué esperar a la muerte? -dijo Al-Jalil- recemos en nombre de las copas -y sirvió más vino.

--Luego, cuando venga el Día del Juicio...

--Si tu no crees...

--Da igual; en cualquier caso, si viniere, y queréis encontrarme... estaré en el umbral de la taberna... como todos los días.

--Omar... yo me pregunto... ¿tú vas a morir?... ¡no!... entonces... ¿qué hacemos, como unos bobos, hablando de esto?... Bebamos... que todos somos hermanos...

--Por cierto, ¿os acordáis del padre de Jatami?... -preguntó Jalil- Os voy a contar lo que le sucedió con su hijo... el que se marchó a la ciudad... -respondió uno.

28
Un padre como dios manda

Por la calle corta de nuestro pueblo, que más parece un callejón, esa que llaman 'Abrazamozas', cuyas paredes muestran nuestra historia por los diferentes materiales con que ha sido construida -se explicaba Al-Jalil- el barro pardo, el ladrillo rojo, las amarillentas piedras areniscas carcomidas o los mas recientes de bloques de hormigón cenicientos... viene, en la tarde sofocante del verano, un hombre, gafas oscuras, ya entrado en años y que porta, en la mano derecha, una garrafa y, en la izquierda, una bolsa.

Desde una calleja transversal alguien le grita:

-- ¡Hatamí!, ¿dónde vas con la calor que hace? ¡Te vas a achicharrar, hombre!

-- Pues mira, Al-Jalil... a la bodega. Allí se estará bien –responde a voces sin pararse.

-- Ya se ve que viene tu hijo de vacaciones.

-- Así es. Bueno, Al-Jalil, hasta luego. Perdona que no me entretenga, pero, por Alá el Misericordioso, hace tanto calor…

Hatamí que decía que iba a la bodega, ya sabéis, es de pequeña estatura, regordete; y lleva un turbante de color gris, faldón gris, camisa gris y zapatillas grises. Todo gris. Hasta su expresión era gris, menuda, tímida. Pero... por dentro ¡ah, por dentro! estaba arcoirisado, radiante, exultante. 

Tan alegre que se salía de si. Era verdad que había pasado parte del invierno y toda la primavera deprimido. Una desazón, un desasosiego, le había carcomido la moral hasta casi derrotarlo. Afortunadamente... eso había pasado. Su hijo vendría de vacaciones dentro de unas horas (tres escasas, pensó) y como, nada más bajar del coche, le gustaba ir a la bodega... iba a poner el candil, preparar la mesa, colocar unos chorizos en ella, sacar unas guindillas avinagradas de la vasija de barro... Llenaría la garrafa de vino para llevarla a casa y darle unos litros a Fátima, la mujer de Al-Jalil, que soy yo, que tan bien se portaba con él; luego enjuagar dos jarras de vino y llenarlas... Pero no, las jarras las dejaría que las llenara él, su hijo, ¡faltaría mas!... Le gustaba retorcer la espita para que se oyera el chirrido que producía al rozar con el canuto de la cuba... y, cómo no, el ruido del chorro del vino al salir de la cuba y dar en el fondo de la jarra. Recordaba que solía decirle: 

--Padre, ¿se da cuenta cómo va cambiando el sonido a medida que se llena la jarra? 

Tapaba el agujero. Acercaba la jarra a la nariz y aspiraba exclamando: 

--Esto es fluido de dioses, padre. Y la espuma, el adorno. Pétalos blancos para que no se vaya la esencia. ¡Divino!

Llegó a la puerta de la bodega. Sacó la llave. Abrió. Se pasó la mano por la frente. 

--La verdad: calienta de cojones.

Tenía razón el Hatamí. Miró alrededor. Algunas plantas habían crecido a los lados de la puerta. Entre ellas varias de diferentes cardos. En la parte norte había musgo medio seco.

Olía a humedad y a vino. Los peldaños de la bodega estaban un poco resbaladizos. Tuvo que agarrarse a un saliente de la pared para no caer. Reconoció que ya no estaba en condiciones de bajar con la rapidez de antes a la bodega; que tenía que andarse con cuidado; eso sí: un sacrificio por los hijos siempre se hace; pero con tino, sin pasarse de rosca no vaya a chirriar como la espita.

Bien sabía él que ese resbalón se debía a que había perdido mucha agilidad en esos meses que le duró la depresión. Apenas había salido de casa. Pero ya estaba curado. Y no iba a dejar que por un pequeño traspiés se hundiera otra vez en el abismo, en esa bodega oscura y tenebrosa que había sido el obsesivo recuerdo de su esposa muerta y del hijo trabajando lejos del lar paterno. ¿Qué diría su hijo si lo viera decaído?... Y su nuera... ¿qué impresión se llevaría?... Por cierto... ¿cómo sería?... Una hermosa hembra, sin duda. Y cariñosa como la madre que había parido a su hijo. No pudo reprimir unas lágrimas al recordar a su esposa.

Siguió bajando peldaños hasta llegar a la plataforma donde se podían apreciar, débilmente, arrimados a las paredes, cubas, garrafas, botellas y vasijas de barro. Todo un poco desordenado.

Puso la bombilla. Limpió la mesa. Ordenó el desorden. Vio la tarea realizada y estuvo de acuerdo con ella. Luego miró la luz que se filtraba por la puerta de la bodega: quedaba aún tiempo para que llegara el hijo con la nuera. ¿Qué mejor sitio donde recibirlos sino allí?... La Fátima se encargaría de avisarles dónde estaba él. Aunque su hijo se lo imaginaría enseguida. 

La bodega era como su segundo nacimiento. Por eso siempre estaba tan a gusto en ella. Su segundo nacimiento. Efectivamente. No se le olvida el suceso. Y entonces siente como un estremecimiento: había bajado con su hijo a limpiar las cubas; había que hacerlo antes de meter otra vez las uvas de la reciente cosecha; era un trabajo que se hacía desde hacía muchos años; y nunca pasaba nada; pero esa vez su hijo, que había entrado en la cuba más grande, no salía de ella; lo llamó; nada; silencio...

Inmediatamente supo lo que había pasado; y con rapidez, sin perder un instante, saltó, se subió hasta la abertura y se metió él en la cuba: su hijo estaba inconsciente, se había mareado; eran los gases venenosos que produce la cuba; si no lo sacaba rápido se moriría; con gran esfuerzo lo logró llevar hasta el agujero de la abertura de la cuba para que respirara; poco a poco volvió en si... ¡qué mal lo pasó! Con razón su hijo les decía a todos los amigos que iban a merendar a la bodega que era su segunda cuna. 

Por eso consideraba este un sitio apropiado para recibir a su nuera. Y así entablaría conversación con ella. Además, entre que subía, cerraba, bajaba la cuesta y subía la otra que hay hasta su casa se pasaría el tiempo. Tardaría mucho más. Se sentó. Miró al otro lado de la mesa y en voz alta dijo:

--¿Por qué no nos tomamos un trago de optimismo mientras viene mi vástago? ¿Estás de acuerdo? ¿Si? ¡Pues venga!

Se levantó. Destapó la cuba. Llenó la jarra. Volvió a sentarse. Sacó el chorizo de la bolsa y puso las guindillas al lado. Acercó la jarra a los labios...

-- ¡Hatami! ¡Hatami! – se oyó arriba. Era la Fátima, mi mujercita.

-- ¿Han venido ya?... ¿Por qué no le has dicho que estaba aquí?...

-- ¡Hatami!... ¡Me oyes!...

--Si, si. Te oigo.

-- Que dice tú hijo que no lo esperes. A última hora han decidido ir a veranear a la playa. Que ya vendrá otro día. Más tarde. Que te cuides. Que te quiere mucho.

-- ¡Vale, Fátima!

Se bebió un largo trago de vino.

-- ¡A tu salud, hijo mío! Me cuidaré. No hay más remedio. Si no me cuido yo no me cuida nadie.

Las lágrimas resbalaban por su cara, lentamente.

--Nos hemos quedado todos un poco tristes.

--Para remediarlo habría que contar otra que no fuera así... Digo...

--¡Ah!... ¡Ya sé! 

29
Pasa los dedos de su mano, por las hojas que tenía la primera cepa de la viña por donde entró; los sarmientos se arrastraban, alargándose, delgados y nudosos, cubiertos de hojas; algunos racimos, acá y allá, del sarmiento, con su peso, lo acercan aún mas a la tierra; cerca del tronco de la cepa, los racimos, se espesan, arrimándose a él protegidos por las hojas.

Coge un racimo, sin arrancarlo; lo sostiene en la palma de la mano, con cariño, como el padre hace con su hijo recién nacido. Prueba una uva. Aún está en agraz. Pero ya va notando el paladar, entre lo agrio, lo dulce.

Buena cosecha para la vendimia. No habrá toneles suficientes en las bodegas. Y un buen vino se alcanzará en la cuba.

--En los campos brotó la vid; las filas de cepas cubrieron por doquier llanos y colinas; brillaban al sol, moradas o doradas, las uvas; desde entonces, yo, como hombre, de todo tiempo y lugar, me vi prendido de su olor y ungido por su esencia.

Se adentra en la viña. En algunos lugares es tan frondosa que casi le cubre. De pronto se tira en la tierra queriéndola abrazar. Se retuerce, tumbado en ella, todo lo largo que es. La coge entre sus manos. La besa. Quiere abrazarla. Luego se da la vuelta y, mirando al cielo limpio, azul, purísimo, se sumerge en él como el sediento en el agua.

--¡Escuchad!, ¡oidme bien, amig@s! Aunque se ría de mi el Derviche, por mi facha de campesino desaliñado y torpe, sin embargo, con mi metal plebeyo, puedo hacerle una llave con la que pueda abrir, el almacén donde se guarda el ánimo; la necesitará, no acbe duda, cuando aúlle su alma, aterrorizada, en los primeros peldaños de la cuesta que inicia el ascenso: el último repecho del tramo postrero.

30
Al-Jalil tenía clavado en su corazón la tristeza de Fátima, su compañera. Cuando iba llegando a casa se preguntaba si le habría ocurrido algo. La veía languidecer y envejecer. Lo había hecho varios años en poco tiempo. A veces se preguntaba si habría hecho bien alejándola de su mundo. Y no estaba seguro de la respuesta.

Habían venido de la ciudad cuando se le quebró a ella la voz. Fue una tragedia hasta en el escenario. Desde entonces no volvió a cantar.

¡Cómo cambian las cosas! Formaban, antaño, un dúo muy bien compenetrado. Eran vitoreados y aplaudidos cada vez que actuaban en plazas, mercados, teatros... incluso en palacios de personas de la nobleza. En todos los lugares fueron admirados. Y sentían parte de ellos mismos los saludos, los abrazos, los aplausos, las felicitaciones, los agasajos...

Pero aquello se acabó; y de repente: un día en un mercado se le rompió el hilo musical que hasta ese momento había salido limpio y potente de su garganta. Lloró ante el público y en casa. El intentó consolarla pero… en balde… no levantaba el animo… al revés… cada vez se hundía más.

Por eso decidió apartarla del ambiente; tal vez, al no ver los rostros de las gentes, al no ver las calles, las plazas... que la vieran triunfar, se le olvidaría su anterior vida, rehaciendo otra nueva.

No había servido de nada. Se mustiaba como las flores a pasos agigantados. Y se le agriaba su carácter. 

Era, a veces, casi inaguantable.

De modo que, aunque él la quería muchísimo, demoraba la llegada a casa y se salía pronto de ella; entre la bodega que había comprado y la tertulia de los amigos, con Omar a la cabeza, pasaba los días.

Y las Rubayatas que, de cuando en cuando, Omar Khayyam les leía, eran un bálsamo para su vida; precisamente, una de ellas se la dedicó a él; era, como todas, de valor universal pero él la personalizó pues parecía que la había calcado de su vida; decía así:

--Por desgracia, el tiempo, inexorable, va fluyendo. Lo vemos por los estragos producidos en las cosas y los hombres; y si no, decidme, por ejemplo, ¿qué fue de Bagdad y de Balk?... Y es que un leve roce puede destruir a la suave y delicada rosa. Bebe, amigo, bebe, y, al contemplar las miles de estrellas que brillan, allá en el firmamento, medita en las culturas que se tragó el desierto.

31
Pensando en su antiguo amigo Hassam el Sabbat que, desde el Alamut, luchaba por la pureza del Islam, Omar Khayyam se puso a escribir una rubayata; y antes de pasarla al papel pronuncia, en voz alta, el primer verso de la cuarteta:

--Decimos que esa copa tiene en si finura, armonía, belleza, que es una copa artística...

Y le vinieron a la boca esas palabras de una manera natural, recordando la copa de barro que le había regalado su amigo el alfarero. Fue la vez aquella, cuando le ofreció su asiento y él comenzó a moldear la arcilla que su amigo había colocado.

Pasado algún tiempo volvió a visitarlo y, ya terminada, se la regaló. Había bebido en ella. Había posado con suavidad sus labios en el borde, extrayendo la secreta máxima de sabiduría que en ella se encierra. En esa copa el vino sabía mejor, ¡Donde va a parar!

--... La Razón encuentra miles de conceptos para admirarla: y miles de sensaciones nos embargan cuando pasamos los labios y besamos su frente, como si fuera nuestra amada, con amor. Pero un día, un día, un día...

Aquí se paró poniéndose un tanto triste. Y es que, no se le olvida, fue un día en el cual le comunicaron que, a su amigo Rustem, le habían cortado la pierna. Se lo dijeron así, de sopetón. Estaba con ella en la mano y se le cayó al suelo, sorprendido por la noticia.

--... el Tiempo, loco alfarero, más ido que un garbanzal, toma esta copa bellísima, de formas armónicas, de finura exquisita, que, antaño, el Tiempo modeló, y, sin saber por qué, se divierte rompiéndola en mil pedazos.

32
Muchos días que Rustem no fue por la taberna. Contaron que, muy sigilosamente, casi a escondidas, había montado en su yegua hacia un lugar desconocido. Luego, que lo vieron volver con cara de enfermo, llorando; que se había encerrado en casa y no quería recibir a nadie.

Todo esto había sucedido en Primavera, como ahora, del año pasado.

Un día, a primeros de verano, llamó alguien a casa de Omar Khayyam. Era Rustem. Y en su rostro no asomaba lágrima, ni enfermedad alguna. Estaba radiante. Sonreía. Eso le sorprendió a Omar. Y se lo dijo:

--Ya, ya, pero lo he pasado mal, muy mal.

--¿Lo has pasado? Pues, lo pasado, pasado. Yo te veo bien.

--Si, ahora, si.

--Pasa a la terraza y siéntate. Vamos a beber unos vasos de vino.

Desde ella se veía el ir y venir de los campesinos, muy atareados por el comienzo de la recogida de la cosecha: en una tierra segaban la cebada, en otra recogían algarrobas, más allá regaban el maíz; por un camino se veía venir un carro lleno de bálago; en unas eras desparramaban la mies, o trillaban...

--Me contaron que te fuiste por ahí, sin decirle nada a nadie.

--Me dio un repente. Y me marche al lugar donde había caído muerta la mujer que tanto quise. Hablé con gentes de aquel pueblo. Entablé amistades y algunos me llevaron al sitio. Horrible. Era un muladar... Ironías del destino... en ese momento florecían... allí mismo... violetas...

Se le mudó el color de la cara. Se le humedecieron los ojos. Omar lo miraba pensativo:

--Te lo he dicho más veces... y te lo repetiré miles de veces más: no renuncies al vino Rustem... Anda, bebe otra vez. Mientras te sea posible... Yo, algunas veces, antes de acercar la copa a mis labios le digo a mi amada: "Voy a tomarme un trago de optimismo"... Y me bebo una copa... ¡Oh, lamentaciones sin cuento se sucederían sin el dorado o morado brebaje venenoso!

Rustem le escuchaba y bebía con ganas, con ansiedad, casi con pasión. Desbordaba de alegría, después del mal trago, comulgando con las palabras del amigo.

--Mira el jardín. ¿Tú crees, ahora que la rosa entreabre sus capullos y canta desbordando de alegría el pájaro en la enramada; ahora que, como quien dice, comienza la aurora; ahora que brillan apetitosos los colores de los racimos en las viñas... Tu crees... que es el momento propicio a la renuncia?

--No.

--Pues bebamos.

33
Y Omar Khayyam añadió a su amigo:

De igual manera que una linterna mágica, que enfocándonos nos iluminara, es esta Rueda en torno de la cual vamos todos girando sin cesar... por si no lo habíais entendido, estas son las partes de las que está compuesta: la lámpara de la linterna, es el sol; la pantalla, hacia donde se dirigen sus rayos, el mundo; y nosotros... nosotros... nosotros, da vergüenza hasta deccirlo, las imágenes que, cual monigotes se mueven, pasan y desaparecen.

34
En la tertulia de la bodega de Al-Jalil, alguien recordó a aquel amigo nuestro de la escuela coránica. Y yo, uno de la tertulia bodeguera, amigo de Omar Khayyam, y de los otros, lo voy a relatar a mi manera:

A pesar de lo niños que éramos, intuíamos que el compañero aquel, tan dulce, tan pálido, tan tierno, tan bueno, no iba a seguir mucho con nosotros; alguien lo tenía destinado para él y se lo quería llevar.

Le enviaba mensajes que, de vez en cuando, nos enseñaba; era en la lengua; era unos signos que cambiaban casi diariamente; nos admirábamos y algo de envidia nos entraba pues a nosotros nadie nos mandaba nada.

Nosotros le queríamos; y sentíamos una suave inquietud cuando jugábamos con él; y nos comportábamos de manera distinta cuando estábamos con él; y, por supuesto, no queríamos que se marchara y menos que nadie se lo llevara secuestrado.

A pesar de los años transcurridos lo recuerdo como si fuera ahora mismo; era... ¿cómo describirlo?... de algodón, pero perfumado, daba gusto olerlo.

Decía que, cuando jugábamos con él, nos portábamos de distinto modo que cuando lo hacíamos entre nosotros mismos. Puede ser, porque temíamos tocarlo con rudeza por si se nos estrujaba o exprimía y luego desapareciera como el olor del perfume.

Pero no se fue tan pronto; tardó en irse; su muerte... nos dolió a todos.

Recuerdo ese día, en su casa, en la que nunca había entrado; toda reluciente como una tacita de plata; un poco oscura; contrastaba con el ataúd tan blanco y tan pequeño; y él, ahí, metido, como un gnomo dormido...

Y no sé por qué, después del entierro, recordamos las marcas de su lengua que él nos enseñaba; aparecían y desaparecían, misteriosamente.

Estábamos, ahora, más convencidos de que eran mensajes enviados por un poderoso señor, avisándole de cuándo lo iba a llevar a su mansión; tan viva fue nuestra creencia que llegó a convertirse en obsesión enfermiza; estábamos convencidos que el sepulcro del cementerio, donde lo habían llevado, era la puerta que comunicaba a esa morada de ese gran señor; y, después de rondar meses, alrededor del cementerio, un día nos decidimos a entrar en él; como uno de la pandilla era hijo del sepulturero, cogió las llaves del cementerio y del sepulcro a su padre.

Muertos de miedo, por los muertos, nos introducimos en el cementerio y luego en el sepulcro; y, efectivamente, no estaba solo: había una calavera, huesos, y polvo, pero no hallamos la puerta de acceso a la mansión señorial que nosotros imaginábamos.

Recuerdo que, entonces, Omar Khayyam nos dijo:

--Fijaos bien, yo creo, mirad lo que os digo, que, ni el más beodo -y con la borrachera más grande vista- de entre los hombres, casi semiinconsciente -es decir: haciendo eses por calles y campos, y a punto de caerse a tierra, como un árbol talado- osaría destrozar una copa llena, hasta los bordes, de vino y de vida. Pues, no sé si sabe él, borracho o cuerdo, pero sabemos todos, ¡cuántos bellos rostros y cuántos cuerpos perfectos han quedado convertidos en polvo!; y todo... ¿por qué, para qué, para quién?...

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Y Omar Khayyam dijo y estas son sus palabras:

--¡Ah, si fuese posible vivir en el reposo! ¡Si con solo alargar la mano obtuviéramos el fruto de la vid! ¡Si tomáramos las uvas sin esfuerzo alguno! ¡Ah, si existiese un final conocido, gratificante, placentero, en esta larga ruta, en este prolongado y ancho camino! ¡Si después de mil años le fuera dable al hombre resurgir de la tierra, igual que nace el césped! ¡Ah, si esto fuera posible!...

36
El color violáceo del vino, su olor, el marrón de la jarra, los grados del vino, que se le habían subido a la cabeza, y las palabras de Omar invitándoles a rezar en nombre del amor, consiguieron secuestrar a Rusten de la bodega y encerrarlo en la celda de sus recuerdos.

Bebía como ausente.

La parte más espiritual de él estaba en otra parte. Las manos pasaban una y otra vez desde la boca hasta el asiento de la jarra.

Y suspiraba viéndola ahí, presente, cerca de él, en la orilla del arroyo, cerca del prado donde pastaban las vacas; jugaba con ella; le había escondido un pañuelo y él lo buscaba en el cuerpo de ella; le agarraba por detrás los hombros y bajaba sus manos a lo largo de los brazos de ella; suaves como la seda; temblaban como campanas sonoras; y temblando abrió sus manos dejando caer el pañuelo y reía azorada...

Levanta la vista de la jarra posándola como un orate en sus amigos; mirando sin ver. Ellos siguen hablando, si bien no dejan de percatarse que algo le pasa...

Retornan sus ojos al vino de la jarra y se contempla reflejado en él; la mesa se mueve; tiembla la jarra; el líquido desfigura su rostro; y, cuando reaparece, es ella quien lo mira moribunda en el muladar; rostro violáceo, labios violáceos, ojos violáceos; tiembla de frío, de pena, de horror, de asco, de nostalgia; musitan los labios; lo oye:

--"¡Ay, Rustem, Rustem, ¿por qué te he abandonado?"

Los ojos manan lagrimas que siembran todo el muladar de violetas; aprieta las violetas como quien lleva un ramo de ofrenda; las acerca a olerlas; el fuerte olor del vino joven le hace recobrar un poco la conciencia; dice en voz alta:

--Lo mismo que yo me hallo ahora, ensombrecido el rostro por preocupaciones amorosas, pensando en esa mujer de la que está esclavizado mi pensamiento... así, antaño, este jarro, modelado en la arcilla por las manos del sensible alfarero -y pasa el dedo por la superficie de la jarra- fue un triste amante prendido de la cabellera de una dama.

Me diréis que por qué digo esto: mirad, mirad, contemplad su asa; ¿¡la veis!?... ese asa, ha sido, sin duda, el brazo que rodeó y acarició mil veces el blanquísimo cuello de una mujer, para él la más querida.

Bebió todo el contenido de la jarra. La abrazó. Colocó su cabeza junto a la jarra y se puso a dormir la mona.

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