jueves, 14 de junio de 2012

José Mª Amigo Zamorano: Reconcomiéndose por dentro


 MARTES, 23 DE DICIEMBRE DE 2008

José Mª Amigo Zamorano: 'Correcto políticamente'

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Él lo sentía. Lo sentía a flor de piel. Casi le quemaba. Hasta el punto de estar convencido, como lo estaba realmente, de que, si alguno le tocara por casualidad, le sacarían chispas.

Tuvo la convicción, durante mucho tiempo, de era muy normal. Y que sentir lo contrario sería, cómo explicarlo, algo así como si no tuviera sangre en las venas y su cuerpo fuera de corcho y no de carne sensible.

Lo veía en derredor. Lo palpaba. Podía cortarse en el aire con un cuchillo.

A este respecto se atrevería a contar numerosos casos. Multitud de anécdotas. Eternizándose. Mas con la conversación que tuvo una tarde le basta:

Salió a pasear y al llegar frente al puesto de frutas y verduras le salió al paso un verdulero que conocía:

-Hola, don Fulano.

-¡Buenas, amigo!

-¿Paseando?

-En ello estoy. Mucha gente este fin de semana. Fíjate cuántos coche...

-No te creas. Son solo del pueblo.

-O sea, que ahora, en invierno, no vienen forasteros...

-Vienen pocos. Y cuando lo hacen es solo a comprar carne. Otras cosas no. Para eso lo tienen en la ciudad...

-Entonces las frutas y verduras...

-Cada vez se venden menos. Y ahora ha disminuido la venta. Mira ahí ese...

-¿El rumano?

-No. Aquel se fue. Es uno de aquí. El hijo del Cabra. Un cabrón.

-¿El hijo del Cabra? ¿Del que se murió?

-Si. De ese. Me alegró que se muriera. No le tengo pena. Sacaba las frutas y verduras y las ponía en medio de la calle. Sin pagar impuestos. Mira... ese... ese era un fascista. Un verdadero cabrón. Por eso le llamaban el Cabra. ¡Diosssssssss! El hijo lo mismo. Le retorcería el cuello.

-Bueno, bueno. Hay que ser tolerante, amigo. -Le contestó muy correcto- Mira, ahí te viene un cliente. Me marcho. Te dejo.

-¿Tolerante?... ¡Y una mierda...!

Mas o menos así fue el diálogo. Demostraba que el comerciante tenía un poso iracundo en su piel.

Aunque, para ser objetivo, habría que decir que algunos habían asegurado que esa actitud propiciaba la réplica, consiguiendo que los conflictos se alargaran eternamente, sin atisbarse, por tanto, solución ni a corto ni a largo plazo. Llegaban a la conclusión de que había que extirparlo sin contemplaciones; incluso con bisturí si fuera preciso, como hace el cirujano con la parte enferma del cuerpo que daña peligrosamente los tejidos.

En esa visión, que se derivaba del pensamiento antes citado, salía él muy mal parado, pues se consideraba algo anormal: como un quiste que le estaba destruyendo y que perjudicaba a la sociedad.

Y desde un tiempo a esta parte no eran solo unos pocos los que lanzaban esos argumentos. Lo hacían numerosos personajes en artículos, tertulias, charlas de café, debates radiofónicos, televisivos... En espacios de tiempo periódicos, regulares. Casi con la exactitud del reloj. Aprovechando cualquier acontecimiento, noticia o suceso acaecido. Machaconamente. Martilleando sus convicciones de tal manera que de seguir así, por un tiempo prolongado, serían capaces de pulverizar su personalidad. Y si es que no lo habían logrado aun.

Y hablando de objetividad, él no quería ser objetivo, porque, como aprendiera de Bergamín (D. José), no era ningún objeto; era un sujeto y por lo tanto subjetivo. Y se preguntaba: ¿era malsano ser subjetivo?... ¿era malsano todo lo que sintiera?... ¿era él anormal?... ¿los que le rodeaban también eran anormales?...

Estas preguntas indicaban que navegaba por un mar de dudas. Pues lo que había tenido por certero se le estaba derrumbando, perdía su reciedumbre, su fortaleza; y las respuestas tomaban una temblorosa timidez, en el caso de que llegaran a aflorar en sus labios o asomarse a su pensamiento.

Si leía una novela o veía una película, cuando ese sentimiento brotaba espontáneo de la misma trama, trataba de apartarlo para que no le incendiase hasta consumirlo como en una pira. Lo correcto, lo objetivo, lo racional, le habían dicho, era tamizarlo, pasarlo por una criba y quedarse solo con el puro goce estético sin que se introdujeran en sus entrañas elementos que crispan. Apartarlos siguiendo el procedimiento que hace la máquina limpiadora con los granzones; es decir: separarlos de las mieses.

En realidad, la verdad sea dicha, y hay que decirla, porque de lo contrario no se entenderían estas palabras, el combate, la lucha, que mantenía contra si mismo, no tenía visos de salir muy airosa del lance, el forcejeo contra él mismo... era un fracaso tras otro. Lid abocada a tumbarse en la lona con estrépito. Seguía hirviéndole la sangre, la piel le quemaba, los músculos se le contraían ante las atrocidades que veía, leía u oía de injusticias pasadas o presentes: esa madre y ese patrastro que maltrataron a una niña de pocos años hasta casi matarla; o la crisis lanzando al paro a miles de personas hundiéndolos en la miseria, en el hambre; quebrando sus planes de felicidad; mientras por ahí, algunos de los causante, ciertos autores de esta criminal urdimbre, se gastaban miles de euros en una noche de juerga; o la conmoción que le causa ese protagonista de una película que pega al débil por el simple placer de humillarlo; o aquel esclavista que vende a sus sirvientes separando padres de hijos, novios de novias... todo ello le revuelve las tripas, siente en sus entrañas, sin poderlo remediar, un malestar...

Pero eso, a lo que no puede sustraerse, debe guardarlo en lo más íntimo de su ser, esconderlo, porque destaparlo, airearlo, darle cauce natural a la luz día y de las gentes, en la calle, solo puede considerarse inaudito, irracional, incorrecto, inaceptable...

De modo que, cuando pone el pie fuera de su casa, lo aparta, pues de lo contrario, de lo contrario... a la vista de ese... es un ejemplo... de ese que intentó dejarlo sin trabajo, apoyándose en su poder; de ese que, valiéndose de la influencia en altas esferas, sustrajo su honra; de ese que insultó a su mujer; de ese que logró que sus hijos dejaran los estudios; a la vista de ese nazi... de ese fascista... su odio, ese sentimiento que tiene, ya un tanto matizado, pero aun quemándole por dentro, ese odio... que dicen que es malsano... que es venenoso... que es perjudicial, nocivo, deletéreo... le hace desviar la vista o bajar la cabeza cuando percibe al energúmeno; consigue humillarse para no alimentar más odio...

Porque -le dicen- no hay que resucitar el pasado... No hay que remover cenizas... No hay que hacerlo... con el propósito de imposibilitar la réplica... el cainismo, la intolerancia...

Hay que ser buenos -le recomiendan- y el odio es malo. Hay que dejar las cosas tal y como están -le arguyen- porque el odio es malo. Hay que olvidar el pasado -le declaran- porque el odio es malo. Hay que olvidar las injurias -le rezan- porque el odio es malo. Hay que olvidar el insulto -le manifiestan- porque el odio es malo.

Hay que.... conformarse. Seguir la norma -aseguran.

Es lo normal. Es lo racional. Es lo sensato. Es lo correcto... políticamente hablando.

Y él baja la cabeza y sigue caminando.

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