lunes, 27 de junio de 2011

Iswe Letu: Cara de cocodrilo


Lo llevó el Encargado de Obras del Ayuntamiento a esa calle donde está ahora y le dijo:

-Rellenas la zanja y luego colocas los cantos y piedras, de ese montón, encima de la tierra. Que encajen y queden como antes. 

Después de dar dar unos pasos, el encargado se volvió y advirtió:

-¡Ah! Y no te entretengas con esos emigrantes cara de cocodrilos. A muchos de ellos los he tenido que echar con cajas destempladas porque le estaban dando palique a tipos como tu que...

Y se marchó sonriente, ufano, altivo, un poco soberbio.

Y allí quedó Abel Leizarán, quien, tras de veinte años, ininterrumpidos, de trabajo de encargado en una empresa ladrillera, lo echaron y ha estado en paro pasándolas canutas mucho tiempo. Ahora ha vuelto a trabajar. El alcalde de su pueblo necesitaba votos para volver a ser elegido y lo ha colocado. Un contrato de 6 meses para el ayuntamiento. Pero, menos es nada.

Y ahí sigue. Lleva varios días. Ya ha rellenado la zanja. Ahora viene lo mas difícil: colocar el montón de pedruscos y guijarros.

Mira el montón y se pregunta por cual empezar porque... ¡quién coños sabe cómo estaban puestos antes!... 

-Es un lío -masculló- Lo mejor es empezar a ponerlos encima de la tierra. Luego... ya verá. 

Y fue lo que hizo durante un buen rato.

Se paró para contemplar su tarea. Y, la verdad, no quedó muy satisfecho. Los huecos entre piedras y guijarros eran numerosos. El trabajo hecho parecía un queso gruyere de tantos buracos como tenía la superficie de la zanja. Se desanimó. Miraba al queso y miraba al montón dando señas de impotencia. Su vista se enturbiaba. 

Por fin se decidió: cogió una piedra y la acercó a uno de los huecos; nada; no cuadraba. Cogió un  guijarro y lo mismo: tampoco encajó. Sudaba. Se puso nervioso. Se cabreó consigo mismo. Y ese nerviosismo y ese cabreo se incrementó porque hacía un rato que un hombre no hacía mas que mirarlo. Y sonreía. Como si se estuviera descojonando de él. Lo miró hecho una furia e iba a mandarlo a freir espárragos, cuando el individuo se acercó al montón y con uno ojo geométrico desde el montón lanzó 4 o 5 piedras y cantos hacia el queso gruyere de la superficie de la zanja  y se ajustaron al caer en los espacios vacíos como anillos a dedos o tornillos en sus tuercas. Se quedó asombrado. Y le sonrió. Mas para no sentirse tan inútil se acercó a los espacios recién cerrados los movió un poco y le dio dos o tres golpes con un martillo.

Siguió colocando encima de la tierra guijaros, cantos o piedras sin orden ni concierto. Pero el del ojo geométrico terminaba tapando los espacios vacíos a las mil maravillas. Y continuó demostrando su exactitud geométrica sin desmayar. Y el ex encargado ladrillero, primero lo dejó hacer como si no se enterara; luego simulaba enojarse por semejante intrusión en su labor.

Llegó la hora de desayunar y se sentó en la acera. Abrió el macuto y sacó la fiambrera, pan, tenedor y cuchillo. Miró al del ojo geométrico y le ofreció parte del desayuno porque, al fin y al cabo, se lo había ganado. El otro aceptó con la cabeza, se sentó también en la acera y comió con ganas. Tanto, que daba gusto verlo. Le ofreció vino, que no quiso. Pero, si agua.

-¿De dónde eres?

-Maruecos.

-¡Ah, Marruecos!... ¿No tienes trabajo?

-No trabajos para mi.

Al marroquí se le nubló la cara. Era de baja estatura, delgado, de cara alargada, un poco ovalada, moreno de tez y cara arrugada por muchos surcos. Los ojos se le movían inquietos en sus órbitas. No sabía el castellano apenas. Pero un poco por monosílabos y otro poco por muecas, visajes, gestos llegó a entender, el ex-encargado de la ladrillera venido a menos, algo de su vida y el por qué de su ojo tan geométricamente exacto. Al parece era un campesino recién casado y con una hija al que la sequía hundió sus planes de vida esperanzada. De modo que cogió su ato y se largó de su tierra, de sus montañas, de su mujer y de su hija con el ánimo de salvar ese bache y volver cuando hubiera ahorrado un poco de dinero en España. 

Y llegó en el momento peor: cuando la crisis lanzaba al paro a miles de albañiles y otros trabajadores relacionados con la construcción. Según le contó se arrimaba a obras por si le daban trabajo. La respuesta siempre era la misma:

-Ahora no necesitamos obreros.

O a lo bestia:

-¡Moros de mierda! Iros a vuestra casa.

-Son racistas. Temen que ocupéis su trabajo y los echéis.

-Racistas. Si. Racistas. Tu no eres racista.

-No, no. Yo no -y le pasó la mano por el hombro.

En cuanto a la exactitud de su mirada para captar la piedra adecuada a cada espacio vacío, que tanto le había asombrado, se debía, por lo que pudo colegir, a que desde pequeño había tenido que tapiar las tierras con su padre. Y en sus montañas había muchos cantos y piedras.

A veces se callaba mirando algún pardal que, brincando, se acercaba a comer algunas migas que se les caían del desayuno. O se ensimismaba en sus pensamientos.

El antiguo encargado de la industria ladrillera, a su vez, le contó cómo había sido encargado, un jefe en su empresa, que es como... imán, sultán, rey... muchos nombres utilizó a fin de hacerse entender por su interlocutor... y de que ese era un puesto de responsabilidad en su empresa, que se había quedado sin trabajo, que había estado en el paro y que tenía mujer y una hija.

-¿Tu encargado, tu jefe?

-Si, si.

Se levantó. Recogió su fresquera, su tenedor, su cuchillo, su pan. Y continuó con su tarea.

-¡Abel, hoy tienes un ayudante! Así cualquiera -le voceó un vecino.

-Ya ves. Se me arrimó y no hay quien lo despegue.

-Mucho ojo, Abelito. Al menor descuido ese moro te echa del curro. Y si no... al tiempo.

El día era soleado. El sol cada minuto que pasaba se hacía notar mas su presencia. Los vencejos chillaban en el cielo azul en vuelo aparentemente anárquico. Un grupo de marroquíes pasó por su lado saludando al ayudante espontáneo de Abel:

-Salam aleikun.

-Aleikun salam -contestó.

-¿No te vas con ellos? -preguntó Abel.

-No. Yo, solo.

-Pero son marroquíes... Arabes...

-Si. Si. Yo, bereber.

-¿Bereber? ¿Qué es eso?

El del ojo geométrico se quedó pensativo. Sin saber que decir. De pronto el rostro se le arrugó más y una sonrisa iluminó su rostro deformando los surcos de su cara:

-Yo vasco.

Con eso bastaba. Era suficiente. Se había entendido. Era de una parte de Marruecos que tenía su cultura, lengua y costumbres propias. Recordó Abel que hacía unos años, en Argelia, la policía había matado a un cantante bereber. Y él, cuyo apellido era de procedencia vasca y lo sabía, por mas que no hubiera pisado nunca Euskadi, contestó:

-O sea que eres vasco como yo -se echó a reir- ¿No serás borroka?

-¿Borroka, borroka?... No sé.

-Yo soy borroka.

-No entiendo.

También, él, ahora, se quedó reflexionando para hallar algo por lo cual se hiciera comprender. Y no se le ocurrió otro ejemplo comparativo que semejarse a un personaje histórico de Marruecos.

-Soy borroka, como Abd el-Krim... ¿comprendes?

-Se quien fue Abd el-Krim. El, muy alto. Yo, bajo. 

Aquí se acabo la charla y se pusieron a trabajar como dos compañeros de toda la vida. Hombro con hombro y codo con codo. Abelito seguía poniendo piedras y mas piedras, cantos y guijarros, guijarros y cantos. Donde caían allí quedaban. Continuando así, en la cubierta de la zanja, la labor de transformarla en gruyere térreo. Pero los agujeros duraban poco porque el bereber, con su ojo geométrico, con su geométrica exactitud de mirada, los cubría de inmediato. Muchas veces tirando las piedras o los cantos directamente desde el montón. 

Pero a Abel Leizarán no se le olvidaba lo que le había dicho el vecino. Y de cuando en cuando le decía que se fuera a dar una vuelta y que lo que quedaba ya lo hacía él. Pero el bereber no se separaba del tajo. Y para el borroka vasco era ya un poco pesado el bajito montañés. Le acababa de decir que se largara con viento fresco por cuarta vez.

-Mira. Ves ese bar de enfrente. Vete a tomar una cerveza. Dentro de un poco voy yo y la pago.

-Yo, te.

-Vale, pero márchate.

-No, yo contigo.

-¡Joder! ¡Vete, hostias! ¡Me tiene hasta los huevos, moro de mierda! -gritó.

Se había vuelto iracundo al ver acercase al Encargado de Obras del Ayuntamiento 

-¿Te está molestando este moranco?

-No.

-¿Cómo que no, si te he oído gritarle?

-Bueno, si.

-¿En qué quedamos? Mira, mira, Abelito: tu a lo tuyo. Déjate de moros de mierda que, a lo mejor... y me callo. Algunos, los que no son vagos, pocos, dicen, que son muy buenos trabajando.

-Este no. Es un patoso.

-O sea  que te ha ayudado.

-No, no.

-En fin... ¡Y acaba ya la zanja, ¡hostias!, que el patoso pareces tu. Y mas que este moro de mierda, de cara de cocodrilo... Al que he echado ya de varias obras. Pero, como quien oye llover. Tendrían que ahogarlo en el mar de donde vino!

El encargado, sonriendo, altivo, ensoberbecido, se alejó en dirección al bar de enfrente, donde pensaba tomarse una copa, que ya saboreaba en sus labios, con otros empleados del ayuntamiento que, a esa hora, tenían una media de descanso.

Pero el bereber, con su ojo geométrico, le cortó el camino en seco tirándole un canto a la cabeza que lo derribó en tierra todo lo largo que era.

El bereber le habló a Abel Leizarán que lo contemplaba alelado:

-Tu, no encargado; no jefe; no borroka. Tu, español mierda.

Le dio la espalda y se marchó corriendo.

-Un poco mierdica si que soy -se decía para él- La verdad.

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