viernes, 29 de febrero de 2008

Bernard Wolfe: Delirio en negro (negro bailarín y cantor) (*)

Un texto contra el racismo

*


Extasis en negro.

por Bernard Wolfe

Toda comunidad exige de sus miembros sones y movimientos 'gratuitos'. En esos rituales colectivos de la voz y del cuerpo podemos hallar todo el estado subjetivo de un pueblo, sus realizaciones y sus frustraciones. Esas prácticas 'no utilitarias' son doblemente reveladoras en las Estados Unidos, porque allí han venido a ser, a la vez por el contenido y por la forma, extraordinariamente 'negroides'. 'Las canciones satíricas y las endechas de un pueblo oprimido -observa un antropologista- se han convertido en el fondo sobre el que destacan sus placeres y las distracciones de toda la sociedad.' Y según nuestro crítico más eminente, el negro 'nos dio al menos la base, sin ninguna duda, de todas nuestras danzas populares'. Curiosamente, ese comercio 'estético' se ejerce por encima de las rígidas barreras de castas. En dos sectores clave de nuestra cultura colectiva, por lo menos (la música y la danza), la búsqueda del deleite se reduce, poco más o menos, a una búsqueda de lo negro; se convierte, de hecho, en un contacto colectivo con el intocable, en una caricia del intocable... ¿Quién es, exactamente, el negro que canta esas ‘canciones satíricas’ y esas ‘endechas’ para el consumo blanco, y que danza esas danzas 'sin co-acciones'?... ¿Tenemos que entendernoslas, aquí, con una manifestación del ‘verdadero’ negro, del negro esencial, entusiasta y poseído, emocionalmente hipertenso, espontáneo, cuyo yo 'no europeo' se nos revelaría a través de un medium ‘natural’, de pies frenéticos y de cuerdas vocales estremecidas?...

Nos complace pensarlo así. Nos enorgullecemos de conocer al ‘verdadero’ negro, al negro ‘auténtico’, y desde hace largos años hemos venido a igualarlo a uno de nuestros primeros héroes populares extraeuropeos: el bailarín y cantor estático. ¿Pero acaso el negro ‘da’, da tan libremente como suponemos, por sus músculos, y por su boca, y por el simple hecho de que él es así?... ¿No será más bien la nación blanca, en su necesidad devoradora de una canción y de una danza que no puede engendrar por si misma, quien suplica, ardientemente, que se ‘de’ en esa forma? ...

Adivinamos un trasfondo cultural más general detrás de ese negro bailarín y cantante: es toda la búsqueda de la alegría norteamericana, sistematizada e institucionalizada. La persecución de la felicidad, con toda claridad, es mucho más que una garantía política abstracta; en términos de vida, es una querencia colectiva que se ensancha para abrazar, finalmente, todo aquello que persiguen los norteamericanos. Casi por doquiera, en las esferas ‘no utilitarias’, ‘desinteresadas’, de nuestra cultura, la imagen, la postal, el icono, del negro brota con la obstinación de una marioneta que obedece a sus hilos, brincando alegremente las bardas de las castas.

Nuestras industrias del ocio determinaron siempre al negro un lugar de prerrogativa, y casi siempre hicieron de él el icono mismo de la felicidad. Desde la época post-colonial hubo un gran componente negroide, no solo en nuestras canciones y nuestra música de danza, sino también en nuestro teatro popular, nuestro ‘drama’, nuestros cartoons, el gracejo del vulgo. Y hoy se refleja en el cine, los best-seller, los salones de baile y esas máquinas tocadiscos. Pero esa negrofilia cultural se extiende mucho más allá de las industrias recreativas. Si los empresarios de esas industrias se sirven del motivo negro, ello se debe, necesariamente, a que existe en la masa una fuerte corriente de interés por él, y ese interés debe también hacerse sentir en otros sectores.

Es lo que pasa. Aun prescindiendo de toda cuestión de jolgorio, los EE.UU. están inundados de cantidad de productos más palpables, a los que se asocia una estampa negroide tradicional. Una mirada a las tiendas nos permitirá traer en la retina un fardo grande de ellas: etiquetas de productos alimenticios, papeles pintados, servilletas de mesa, medias de nylon, fragancias, pañuelos de cuello, brazaletes, aros, sweaters, shorts, veladores, ceniceros, figurines, afiches y paneles publicitarios con toda suerte de víveres y bebidas. Buena parte de la ornamentación ‘standard’ en que vivimos, la moderna como la tradicional, está dominada, de hecho, por el asunto negroide. Todo ello, naturalmente, no hace más que sumarse a la presencia atractiva del negro en los diversos best-sellers, libros para niños, muñecas, juguetes, máscaras, en tarjetas postales y tarjetas de felicitaciones.

La mayoría de esas mercancías son utilitarias, es cierto, pero la imagen del negro no entra en ellas por su ‘valor de uso’. No satisface, por así decirlo, de una manera no funcional; nos entretiene, nos enardece, nos hechiza. Es, en cierto modo, esencial, a alguno de nuestros placeres y de nuestras distracciones; añade a los demás un nuevo estupefaciente. Y cuando un asunto, como ese, se mete, con tal perseverancia en la cultura de una nación, podemos alardear que viene de muy adentro, de las profundidades del espíritu colectivo, y de ‘su sentido del placer’. Tras esa manifestación continua debe de haber algún mecanismo profundo.

Aquí se pone sobre el tapete un urgente problema metodológico. Las formas, cualesquiera que sean, de esa demostración del paria –el lindy hop crazer, por ejemplo, o el tío Remus, el minstrel-show, el jazz- no pueden explicarnos gran cosa si no vemos la marcha general que se desarrolla tras ellas. A la mayoría de quienes, en mi país, sufren la atracción de los elementos negroides de nuestra cultura, los empuja su entusiasmo por lo inmediato. Ello es tan cierto del ama casa, que adquiere esas atrayentes servilletas con una resplandeciente mammie negra, como del inclinado al jazz, del simpatizante de Katherine Dunham o del Savoy Ballroom, del admirador de Amos y Andy, del componente de los Kiwani y Rotary Clubs que, todos los años, toca en los minstrel-show desde su palco, del discípulo de Lilian Smith, del lector de Richard Wright o del público culto europeo, cada vez más numeroso, que gusta, por ejemplo, de los poetas negros de lengua francesa analizados por Jean Paul Sartre.

Escasamente vemos que nuestra búsqueda de este u otro icono del negro es parte de una búsqueda más extensa y duradera. Preocupados por nuestras ‘demandas’ propias, no nos interrogamos por qué pedimos lo negro, generalmente en la forma de una imitación de la menos válida.

Tenemos ya gordos libros sobre jazz. La mayor parte (tenemos que declararlo) sufren de una real miopía por todo aquello que sobrepasa lo local y específico. Los escritores, alegando, con fervor, por esta o aquella forma de jazz, pasan, casi siempre, sin percibirla, a la vera del verdadero asunto. No ven sino las cosas que aceptan o rechazan, y quienes así hacen son empujados en un proceso cultural muy complicado y en continua transformación. Podría ser definido como la producción y consumo en serie de ciertas imágenes tradicionales del negro en la cultura del ocio de la mayoría blanca. El negro, como bailarín y cantante, es, por supuesto, una de nuestras postales. De una punta a la otra, un interés intenso por el negro mantiene ese proceso; un atractivo que raya, por instantes, en la manía. Y ello tiene lugar dentro de un sistema de castas cuyas hipótesis son todas que, el negro, como pelagatos que es, no merece ser ni siquiera mirado.

Podemos argüir que este panorama global mezcla una serie de cosas que no tienen concordancia alguna entre sí. Los aficionados al jazz consentirían, probablemente, que, como la estampa del negro surge siempre en las postales de felicitación y en las etiquetas de productos de alimentación, o en el cine y la radio, ese icono logra que lo apreciemos con mesura. Evidentemente, es el blanco quien la construye, para el consumo del blanco, y no se orienta al negro. El blanco ‘dramatizaría’ lo que hay de ambiguo en su propia idea del negro, del negro puro, o emplearía negros vivos para dramatizarlo en lugar de él. Pero, se nos dirá, no ocurre lo mismo con el jazz, el jitterburg, el zoot y el jive. Cuando se da, así, ‘espontáneamente’, el negro actuaría como inventor libre y emancipado; voluntariamente, y sin que se le sugiera la cosa, enseñaría y haría escuchar su música, su danza, sus costumbres, su jerga. Por una vez, el negro sería él mismo, en vez de adaptarse a un arquetipo que le propone el blanco. Y los blancos, transijan o repudien con esas creaciones ‘culturales’ francas, no mediarían totalmente en la marcha creadora, en la personalidad negra ‘auténtica’ y libre que tal desarrollo manifestaría.

Hay en nuestra cultura de entretenimiento, se nos dice, ciertas zonas en que el negro se crea su propia postal. El negro danzarín y cantante es saludado como una autocreación de esa naturaleza; se procura que sus palabras, sus aires y sus movimientos sólo reflejen su propia ‘intimidad’. Cuando se muestra este ser estático, sin provocación, según se asegura, los blancos no son más que espectadores pasivos, y apuntan sus libres expresiones para luego servirse de ellas.

Sin embargo, entre ese trueque entre el paria y la élite, el tráfico emocional no se hace siempre en un sentido único. Pasa, a veces, que, el ‘espectador’, sea verdaderamente la atracción del espectáculo (por proyección, por delegación). Lo más corriente es que, a pesar de los deseos de los blancos a una suerte de omniciencia racial misteriosa, su concepción del ‘negro tal cual es’ sea una inventiva de su imaginación, concebida para superponerla al negro tal como lo ve el mundo blanco, y tal como lo obliga a ser. Por una especie de ironía interracial, el negro ‘creador’, lejos de ser su propio yo veraz, podría muy bien ser la encarnación del icono que el blanco se hace del negro ‘espontáneo’, ‘tal cual es’. Las libres demostraciones podrían ser, también, hábilmente insinuadas; el éxtasis, el deleite, mismo, o lo que pasa por tal, puede ser perfectamente una reacción aprendida.

En el negro bailarín y cantante, lo que tomamos por autoretrato puede ser un retrato heterogéneo que, el mundo blanco, ha dibujado, rápidamente, tomados de su propia experiencia emocional y proyectados sobre el negro. Acaso creamos, por intermedio del negro, lo que no podemos crear en nuestras propias personas. De modo que el estático, ‘radiante y feliz’, al que buscamos con tanto ardor, quizá esté mucho más próximo a nosotros de lo que imaginamos. Quizás sea nuestro propio yo fantasma: en negativo.

Cada vez más, nos acercamos a la idea de que, en todas las sociedades de castas, el paria es, en buena medida, modelado por la estampa que su amo se forma de él. Es el antisemita, dice Sartre en otro lugar, quien crea al judío.

El intocable de la India creía a pies juntillas ser intocable. ‘Sabía’ que todos los bramanes, sus amos, puestos en relación con su persona quedarían contaminados, quizás letalmente. Lo mismo que el australiano primitivo ‘sabía’ cuan funestamente era dejar volar su ojos por el objeto tabú que era su suegra; estaba seguro que si la miraba, aunque fuera por casualidad, caería fulminado en ese mismo instante. He aquí una forma poderosísima y muy eficaz de ‘conocimiento de si’, extraída de una mirada resuelta del ‘yo’ en el espejo de la cultura, y basada en una fe absoluta en ese espejo.

El paria intocable hindú no vacilaba más que el bushman de Australia en la evidencia del espejo, pero lo que uno y otro veían en él no era de la clase. Todos los miembros aceptados de una comunidad saben que, quienes los clasifican, los tienen como una proyección de sí mismos, y los aceptan mientras sigan semejándose a esa proyección. El espejo actúa, de esta índole, en dos senderos: el espejo y la imagen reflejada están unidos por siempre jamás amén. El intocable observa que quienes lo definen lo consideran como la negación de lo que estiman en sí mismos: un objeto de conmiseración. Allí donde se recibe a los primeros con los brazos abiertos, donde sus camaradas les aseguran hacerse cargo de ellos, el otro es apartado por la elite como un apestado.

La actitud del intocable medio no era, quizás, de pausada conformidad. Simplemente, se consideraba como fabricado para siempre de una cierta clase de barro: si, sin querer, involuntariamente, un brahman lo rozaba, él quedaba no menos espantado que el de la casta superior por esa ‘violación’ de su personalidad. Y, ello se comprende muy bien, jamás osaría ofrecer sus canciones y sus bailes a un brahmán, porque sabía que sus manifestaciones culturales estaban infectadas, como su propia persona, y que las relaciones culturales originaban tanto miedo como los roces físicos y sociales. El negro también debe ser, por una parte, como un ‘ser reflejo’ –lo que Gunnar Myrdal nombra una ‘personalidad reactiva’- empujado por la cultura en la que vive, a meditar que es, después de todo, ese individuo rastrero y lameculos que sus amos ven en él. Pero el orden de castas nunca se apoderó tan enteramente del inconsciente estadounidense como, por largo tiempo, del inconsciente de la India. De otra manera, jamás el jazz, ni el jitterburg, ni el jive, podrían sustraerse a la interdicción, al ghetto cultural. De ahí la conclusión: hay, también, en el caso concreto del negro yanqui, un proceso más consciente, al nivel de la personalidad, un género de ‘deformación’ completamente distinto.

Quizás durante dos mil años, y tal vez más, el paria de la India no se portó simplemente como si fuera un centro de envenenamiento; se rigió, como lo hizo, porque era tal centro, porque se ‘conocía’ como tal. Los Usa no han sido capaces de convencer al negro, ni así mismos, de su identidad de paria, por lo menos en forma tan absoluta. Aunque no hubieran aparecido otras contradicciones, nuestro infatigable interés cultural por el negro habría, por si mismo, puesto en tela de juicio nuestros principios de casta. Si el paria es, verdaderamente, tan despreciable, ¿por qué lo miramos embelesados y por qué lo teatralizamos con tanta obstinación?... ¿Por qué, aun haciendo caer sobre él las maldiciones sociales, multiplicamos nuestras ‘caricias culturales’ al negro?... El paria que se siente cortejado mientras ve que se le mantiene al margen, que se siente a la vez invitado y expulsado, no puede salir de su confusión, y ello es explicable.

El negro debe comprender también, en alguna medida, que no se asemeja a la descripción que su amo hace de él, y de la que depende toda la estructura del sistema de castas. Comprende que, lejos de ser simple y llanamente un asco, es también en cierto modo, un objeto de admiración y de envidia. Pero, en un mundo controlado por los blancos, debe disimular las transgresiones que comete clandestinamente contra las normas oficiales que se le han fijado, y que lo desvalorizan; si no es absolutamente una ‘personalidad reactiva’ debe fingir que lo es. Cuando el reflejo se disipa, es necesario ponerse la máscara.

A menos que el blanco tolere tales ‘errores’ de personalidad. Es lo que pasa con ciertos casos muy especiales: cuando, por ejemplo, el jazz de New Orleans, que es, en una amplia medida, una adaptación a la máscara, se desencadena bruscamente y se convierte en el be-bop, que es, por una parte, la sátira del jazz de New Orleans. Asistimos a un intercambio complejo entre la imagen, la personalidad reactiva y la máscara, por encima de la delimitación de castas. Ese intercambio condena a muerte a toda verdadera espontaneidad. Ello no es tan evidente como en el caso de las actividades recreativas que representan al negro como ‘espontáneo’. Es comprensible: por doquiera se exige del negro que desempeñe un papel, que sea un reflejo y lleve una máscara; pero en los sitios de placer se le paga por su talento de histrión.

Sin duda, leemos a Richard Wright, y escuchamos el be-bop; pero, en conjunto, los blancos, salvo cuando se encuentran en ciertas disposiciones masoquistas efímeras, no irán a buscar a actores negros que saqueen sus postales raciales favoritas. El goce ya no es tal cuando la psiquis del cliente, en vez de ser mitigada, es exacerbada por el artista. De una manera general, anteponemos las agresiones enmascaradas de Brer Rabbitt a los ataques abiertos de Bigger Thomas.

En cuadro y en la orquesta, por ejemplo, el negro modelo, fundamento experimentado de su ‘raza’, mantiene su careta. Simboliza un alegre débil mental cubierto de un conjunto de gestos orales y motores de lo más atrayente. Y muestra ese modelo con una franqueza y una facilidad tan falsa, que el público de raza blanca vuelve convencido de haber contemplado al negro ‘tal como es verdaderamente’. El negro, igualmente, por lo demás, numerosas veces, queda convencido; pero el real creador de esa ‘espontaneidad’ es el público blanco.

Ello es cierto de los blancos que se maravillan y frecuentan al negro, como de aquellos otros, más numerosos, que lo subestiman. Esos negrófilos, no menos que los negrófobos, tienen sus pequeñas ideas sobre lo que es ‘realmente’ el negro, y se enfadan cuando el negro real, de carne y hueso, las hiere. Prueba de ello es el cabreo de los seguidores blancos de jazz ‘primitivo’ de New Orleans, cuando jóvenes negros del ghetto apartan violentamente el tipo del negro folkórico del sur, para construir esa música supersofisticada que es el be-bop, o bien su desdén cuando el levee stomper de pies descalzos consigue zapatos de ballet y se apunta a las clases de Martha Graham.

El negro, el ‘esencial’, aprende rápido la lección. Tenga o no la sensación de coincidir con la postal que el blanco se hace de él, le interesa obrar ‘como si’; por lo menos, cuando se aventura ante un público blanco, tiene interés en ‘conformarse al tipo’. Aun el esclavo que establecía los underground railways (‘ferrocarriles subterráneos’, cadenas de evasión con postas de ciudad en ciudad, que permitían, en la época de la esclavitud, emprender la huida del sur hasta el norte, o a Canadá) o fomentaba revueltas, parecía, a menudo, superficialmente, un tío Remus o un tío Tom demasiado obediente: el negro buen chico, alegre, que los blancos gustan de representar en la escena de los minstrels. Y todos los que han visto a los ‘aficionados’ negros distenderse al fin del espectáculo, cuando quedan entre si y la máscara profesional ha caído, saben con qué finura o con qué virulencia se ríen en privado de las personalidades ‘tipo’ que asumen al representar en público. Pero, en toda esta hipocresía habitual, el actor negro no hace más que repetir la experiencia de su pueblo. La mayoría de los negros, en nuestra cultura, ‘representa’, casi continuamente; la mirada de la sociedad blanca, en contadas ocasiones, los dejan en libertad. Todo negro es, en cierta medida, un actor.

Como la mayoría de las creaciones culturales del negro, el jazz se movió, tradicionalmente, entre ambos extremos: reacción verdadera o reacción simulada. Existen, sin embargo, gentes que realizan una devoción de este o aquel ‘negroidismo’, sin ver esta lanzadera rápida entre el automatismo real y el automatismo simulado del cómico negro; y creen que el objeto de su interés, sea formal o calculada su reacción, es el ‘negro tal y como es verdaderamente’.

¿No ignorarán la verdadera cuestión?... En vez de tratar de comprender el fenómeno que transcurre bajo los ojos, ellos mismos se convierten en parte del fenómeno, porque son sus ojos quienes ‘sugieren’ la representación. Cuanto más gustan ellos como ‘auténtico’ al negro que tienen delante, cegándose sobre la parte de cálculo que hay en la representación, más el actor negro debe adoptar la máscara que ocultará su faz real. Poco importa que se sienta o no cómodo bajo esta careta. Esas relaciones que se establecen, por encima de las candilejas, no son entre sujeto y sujeto, sino entre sujeto y objeto.

Myrdal resume esta ironía de la situación con una fórmula feliz: la dictadura del que espera. Lo que el hombre de raza blanca espera ver, el icono que se forma por anticipado, es el dictador que obliga a la personalidad del paria a ser lo que es realmente en una situación de castas: un autómata o una careta. Pero quienes no ven la tenue línea separadora entre la reacción y la máscara, que descuidan el momento en que el porqué se transforma en como si, el momento en que, del interior de la representación, brota la intención consciente, cierra los ojos al sentido real de la mayor parte de las formas de arte negras. Al mismo tiempo, hacen que el negro siga creándose según los otros, y no según él mismo.

La verdad sobre el autor negro es que se le pide que haga de negro. Esta verdad públicamente expuesta, y hasta se ha convertido en tema clásico de humor en nuestra cultura popular: por más de un siglo cada vez que un negro ha sido, por casualidad, autorizado a representar en un minstrel-show, él también debía ensuciarse la cara con corcho quemado y blanquearse los labios con almidón. Peo una vez más, lo que es una broma en la cultura popular, refleja un hecho que no tiene de gozoso en la experiencia de las masas. Ese mismo principio ha sido codificado largo tiempo en la etiqueta sudista de casta. Ese reducción, de una raza entera, a un modelo no solo se efectúa en el sur, sino que también numerosos nordistas no titubean en nombrar, con el nombre genérico de ‘George’, a todos los cargadores y a todos los limpiabotas negros.

Myrdal cita más de un caso en que los sudistas blancos no podían, efectivamente, reconocer a los negros, como tales, cuando estos abandonaban su careta. Y los negros conscientes de esa ironía se burlaban, a veces, de tal situación en su conducta social. A fines de 1948, por ejemplo, los diarios publicaron, en portada, el relato de un estudiante negro del norte que, con un extraño peinado oriental y un turbante, recorrió, todo el sur, comiendo en los restaurantes Jim Crow y charlando, libremente, con los servidores blancos. Podríamos comprender mejor la música be-bop si recordásemos que algunos artistas negros de be-bop se han convertido al mahometismo: toman nombres árabes, estudian el Corán, hacen sus plegarias hacia la Meca a la puesta del sol, y hasta, a veces, se presentan en público con turbante, para que el blanco los tome por una cosa distinta al negro norteamericano ‘típico’. La estratagema, a menudo, da buenos resultados.

En el momento en que la representación se transforma en un como si, el actor negro pasa del estado receptivo al estado activo: el objeto se muda secretamente en sujeto. La obra es ahora factible, y el negro lleva su canon particular al efecto final, por lo general en forma de retocador. Añade señales satíricas a la postal de confección, y le basta con permitir que asomen, un poco, los escarnios que lanza bajo la careta. Estos arreglos, cada vez más atrevidos, proclaman que está brotando una cultura fundamentalmente nueva.
Porque se esfuma más y mas el rasgo esencialmente quieto, maleable, reactivo del negro; cada vez mas se usa, conscientemente, la careta como elemento de una farsa pactada. Expresado de otra manera, el negro nota, cada vez menos, ser lo que el blanco cree que es, y cada vez más aparenta ser esto o aquello para lograr algunos resultados sobre ciertos grupos de blancos. Y es, en este oscuro territorio interior, en que lo espontáneo se transforma en voluntario, donde nacen la mayoria de las formas de arte negras. Si alguna vez la evolución se completa, la máscara caerá totalmente, y brotará, de repente, una prodigiosa cosecha de formas de arte nuevas: el be-bop y la danza nueva que pertenece a él, el apple jack, revelan ya ese sendero. La marioneta lucha desesperadamente por llegar a ser su propio animador.

La Lena Horne que luce en la pantalla su sonrisa cálida, como un día borrascaso, presenta, sin duda, pocos parecidos con la Lena Horne adusta y solemne que manifiesta a un periodista: "En otro tiempo he odiado tanto a los blancos como me odiaban a mi. Me habría gustado ser como todo el mundo, y no un monstruo. Me indignó el tener que ser anormal." Y de hecho los artistas negros, como ella, comienzan a revelarse ariscos con los papeles 'típicos' que se le proponen, aun con el peligro de arriesgar su carrera. La rebelión contra la estampa tiránica adquiere fortaleza: es elocuente que el actor negro indolente haya desaparecido poco a poco de la escena y la pantalla.

Todo se sintetiza en esto: la sociedad de castas norteamericana, que jamás había dominado demasiado bien al espíritu nacional, está ahora en el filo de abandonar, por entero, su preeminencia sobre la vida interior del negro. Este sigue realizando los ademanes del ceremonial de castas, en el teatro y en la vida, pero ya es una maniobra más que un reflejo, y esa maniobra se hace con toda una suerte de interpolaciones delicadas, no metidas en el guión. Esas interpolaciones ocupan un espacio, cada vez más amplio, en lo que los negros dan a sus amos en esta etapa de transición. Los canticos y los bailes sacan ya, de esta circunstancia, un innegable colorido especial, aun cuando no rehuyan, pura y simplemente, la careta.

Los elementos que forman la 'personalidad' negra -sumisión a la postal tiránica del blanco, amoldamiento aparente a ese icono, pero activa y perfectamente acordado, todo ello cada vez más repleto de sátira- esos ingredientes se transformaron rápidamente a lo largo del siglo. Ante nuestra propia mirada, y sin que lo notásemos, han logrado una valor decisivo: Li'l Black Sambo dejó su lugar a Joe Louis, Louis Armstrong a Dizzy Gillespie, Bill Robinson a Pearl Primus, Bessie Smith a Marian Anderson. Y estamos a punto de ver aparecer, aquí y allá, alguna cosa nueva: una revuelta contra la 'personalidad reactiva' y al mismo tiempo contra el antifaz, una negativa rotunda de la imagen del hombre blanco.

Es como si el intocable hindú, rompiendo dolorosamente la costra de su cultura, comprendiese, de pronto, que, desde hace dos mil años, es un sonámbulo que pone fuerza de vida a una gran mentira y la transforma en verdad irrefutable. Si resolviese seguir la comedia, por razones demasiado prácticas, o simplemente porque aún no tiene una cara verdaderamente suya, en reserva, para circunstancias similares, ello ocurriría, en adelante, a partir de como si, más que a partir de un por qué. Y, sin dudarlo, metería en su representación algunos clavos satíricos por cuidados de 'decoro'.

Lo que ocurrió con el negro norteamericano es que nunca ha sido, totalmente, capaz de coger por verdad innegable de lo que veía en el espejo de su cultura. A partir del día en que, el primer negrero, arribó, su cargamento humano, a las costas norteamericanas, la existencia del negro llevó siempre ciertos ecos de como si. No hay duda de que, esa realidad a medias de su experiencia diaria, ha contribuido bastante a plasmar el sentido de lo absurdo, francamente insaciable, que tiene el negro, y su propensión por el puro disparate. Desde el primer momento puede oirse un son burlesco que se prepara en la historia de la danza negra: desde el arrastrar de pies de las plantaciones y el cakewalk hasta el triple lindy y al apple jack. Había un fermento de risa irreverente en el jazz de New Orleans, desde los primeros blues; y el be-bop es, ante todo, una música satírica.

"Los efectos sociales del arte parecen cosa tan casual -observa Ortega y Gasset-, tan lejos de la esencia estética, que no se ve muy bien cómo, partiendo de ésta, podríamos penetrar nunca la estructura interna de los estilos". Pero cuando se puso a estudiar la música europea que comienza en Debussy, Ortega advirtió que no podía sacar nada de la 'esencia estética' sin alnalizar con antelación sus 'efectos sociales'. "El problema era estrictamente estético, y sin embargo el camino más corto para abordarlo consistía en partir de un hecho sociológico: la impopularidad de la nueva música".

¿Cómo lograr la esencia de la múcica negra, y de la danza que la acompaña, de los spirituals y los stomps, hasta el estilo New Orleans, el swing y el be-bop?... Quizá debiéramos, aquí también, partir de un hecho sociológico: la popularidad de esta nueva música y de esta nueva danza. Porque esos cánticos y ese movimiento son más populares en aquellos que, precisamente, evitan a sus creadores en la vida diaria. Ese hecho paradójico, tan hondamente metido en las costumbres norteamericanas, no puede escapar a la sensibilidad negra. Debe tener una inmensa influencia sobre la naturaleza de esos cantos y de esos movimientos; bien podría ser, de hecho, que formen el esqueleto y la 'estructura interna del estilo'. Cuando una elite bebe, por años y años, en las fuentes culturales de sus parias, puede pasar que los efectos sociales de las creaciones del paria refluyan sobre ella y penetren sus esencias estéticas. Que lo sociológico axfisie totalmente lo estético.

En la danza y la música negras, seguramente, las verdades profundas son a menudo sociológicas antes que estéticas. Tales son, precisamente, las fronteras de toda cultura negra, en concreto la que está destinada a la exportación más allá de los límites de castas. Porque su contenido es, a fin de cuentas, la creación del público a que está destinada, y el creador aparente no es mas que un intermediario entre el blanco, despótico empresario psíquico, y ese mismo blanco como cliente pasivo.

Es evidente que el núcleo de los apasionados de jazz ha sido compuesto siempre por blancos muy ligados a lo 'estético', que prefieren cerrar los ojos a los hechos, sin duda más opacos, más prosaicos, que les presenta la sociología. En muchos casos su obcecación por lo negroide es, justamente, una huida más allá de las realidades sociales incómodas que, si creemos en sus manifestaciones de víctimas, ocupan y sofocan su vida diaria. Los círculos mágicos del 'negroidismo' en nuestra cultura -Harlem, la calle 52, el jazz, el jitterburg, la devoción de la marihuana, de la cocaína, de la heroína, de la bencedrina, del seconal- constituyen, para esos blancos, una escapada de la realidad; escapan a la realidad social, pero aun más hondamente a su propia apreciación, desacertada y perversa, de esa realidad. En sus sociedades, sólo se acoge a los 'estáticos' empedernidos, a quienes unas grandes riquezas interiores de alegría espontánea les permite tomarle el pelo a la sociología.

En esos 'sectores de alegría', muy especiales, el negro es una píldora de 'estetismo' puro, y se prescinde, cuidadosamente, de las púas de la circunstancia exterior. ¿Cómo el negro, abrumado por las lamentables condiciones sociales, podría ser el único norteamericano totalmente a salvo de las circunstancias?... Resulta dificil entenderlo. Lo que buscan, aquí, los negrófilos es una prueba, tan evidente como fuera posible, de la conquista de lo social por lo subjetivo. Sintiéndose ellos mismos abrumados por la circunstancia, los blancos negrófilos prefieren ver en el negro un ser pre-social, en el que domina lo subjetivo más rebelde. Si se afirma que el negro debe ser definido 'desde dentro', es porque uno mismo se siente convertido, demasiado completamente, en marioneta, y llevado desde afuera. En teoría parece ser que, el negro, tiene la ventura de ser paria: arrinconado a las fronteras de la comunidad, esquiva las presiones y porrazos a que se exponen quienes están en el centro del sistema, y que atentan, gravemente, contra 'el fuego interior'.

Desde este punto de vista, lo estético, que no significa, aquí, otra cosa que emotividad, liberación de los instintos, nostalgia, en suma, las formas clásicas del deleite, es un lujo superficial. Es una actitud despreocupada de búsqueda del placer, que el hombre abandonará, sin lucha, cuando venga a ser 'serio', y penetre en la vida de la comunidad trabajadora. En nuestra geografía social, lo estético vive en los bordes. El blanco esteta, o que se pretende tal, está, pues, alborotado; hasta tiene la sensación de haber sido traicionado cuando ve la frente alegre de su negro excéntrico llena de preocupaciones prosaicas: entre otras cosas, la danza 'seria', y la música 'seria'. A su juicio, ello equivale a vender una herencia sin precio, canjear el éxtasis por la responsabilidad, el amor por el prestigio, la espontaneidad por la técnica, el vigor popular por los 'buenos modales', el plexo solar por los lóbulos frontales.

Hay en todo ello una grandiosa ironía social que se le escapa al esteta blanco. No ve que este trabajo por sustraerse a lo sociológico en el culto del jazz es, en si mismo, un hecho sociológico de primordial importancia, y que hace aun más imposible esa huida para su supuesto héroe, el negro. Esta disposición antisociológica encamina a encerrar más profundamente al jazz en la trampa de contingencia social. Volviéndose hacia las formas de arte negras, para esquivar los imperiosos 'problemas sociales', el blanco, ansioso de alegría, contribuye a eternizar una postal del negro que lo presenta como un ser 'naturalmente' proclive al canto y la danza, y que escapa, por completo, al asedio de las fuerzas sociales. Busca al negro mítico, ídolo y símbolo de esa eternidad acorazada que se alimenta exclusivamente 'desde adentro', que ríe y goza de lo que la vida le ofrezca, y 'a quien nada abate'. Y para el músico de jazz negro, la presencia de este esteta, en la vanguardia de su público, es un hecho sociológico que él no puede ignorar. Hay que proveer a las necesidades de este esteta, so pena de frustrar su trance de alegría pura, e inducirlo a irse.

Es una aventura de esa índole la que le ha pasado a los entusiastas blancos del estilo New Orleans. Hoy han sido naturalmente ofendidos por el be-bop, cuya intransigencia y cuyos acordes ruidosos tienen ecos sociológicos evidentes: reflejan el combate del ghetto ansioso. Los aficionados añoran la satisfacción pre-social y pacífica de la música levee, la indolencia del mansurrón vagabundo de los algodonales. Y el be-bop, a medida que su público blanco se extiende, es desviado, progresivamente, por los blancos, que habían recibido con una mueca de enfado sus preocupaciones 'prosaicas'. El be-bop, que, originariamente, era una rebelión contra la circunstancia social, y expresaba, en el ghetto, la sed de una cultura 'seria', parecida a la reservada a la comunidad blanca ordodoxa, se siente cada vez más forzado a enmascararse, con la mayor premeditación, en espasmo de éxtasis. Si consideramos las bufonerías en que cae, no imaginaremos nunca que, lo que hace el dinamismo del be-bop, es un ferviente deseo de respetabilidad.

El hecho 'irreductible' es que el jazz, obra estupenda del paria norteamericano, ha sido objeto de un real culto por parte de la élite blanca. Y la estética de toda forma de jazz, como de todas las danzas que concibe, seguirá siendo misteriosa mientras no sepamos encontrar, en la 'estructura de los estilos', las relaciones entre el icono, la personalidad reactiva y el antifaz, que son permanentes en el sistema de castas norteamericano.

(*) El título en nuestro

1 comentario:

Anónimo dijo...

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