lunes, 5 de noviembre de 2007

José Mª Amigo Zamorano: Amarga Hiel VIII

El joven albañil Al-Jaliloskar había emigrado a la aldea de Dulce Orballo hacia dos años. Nadie conoce las razones por las que se vino de su patria. Él no se lo ha contado a nadie. Pero su conflicto con un hermano gemelo es el origen de su emigración. Todo fue por una aventura que pudo terminar muy mal. Y muchas noches sueña con el incidente. El sueño basado en la realidad es más o menos así y cuando lo tiene, cada vez menos a menudo, se levanta sudando:



Mientras el temor y el tumor llegan a las gargantas de los gemelos, los gusanos esperan su turno. En la isla todo es silencio. Solo el rumor del agua rozando la arena blanquísima quiebra ese silencio que acongoja a los gemelos. Si no fuera por la sorda música del agua habrían enloquecido. El mar es la esperanza. Por allí vinieron a la aventura y por allí vendrá, si viene, su salvación.
Por una estúpida apuesta destruyeron la embarcación. Lo había leído uno de los gemelos en un libro. Un aventurero, para evitar que sus seguidores se arrepintieran, lo hizo hace muchos años: incendió las naves.
Después de romper la barca, contentos y alborozados por convertirse en héroes, corrieron por la isla. Jugaron al escondite. Se bañaron en el mar. Luego subieron a la mansión de sus padres, la única vivienda que había en la isla porque toda ella era propiedad de sus progenitores, se ducharon y comieron opíparamente. Después de la siesta, al bajar a la playa, una culebra les salió al paso. No era venenosa, pero la mataron. Eso les dejó un regusto amargo. Las culebras le repugnaban. En la playa se tumbaron el la arena boca arriba contemplando el cielo azul y abismándose en la profundidad del firmamento. Y aunque hicieron esfuerzos por comprender hasta dónde llegaría ese cielo que ahí tan azul se les ofrecía no llegaron a entender esa inmensidad. Eso no quería decir que no estuvieran a gusto. Lo estaban. Mucho. Si a algo se le puede decir felicidad era al estado en que ambos gemelos se encontraban a esa hora de la tarde.
De repente, casi al unísono, se levantaron y corriendo se metieron en el mar. Allí hubieran estado largo tiempo si no hubiera sido por la aparición de unas aletas que sospechosamente se iban acercando a ellos. Eran tiburones, lo que les provocó una gran inquietud, saliendo del agua inmediatamente.
Al principio se rieron, pero esa alegría les duró poco tiempo al darse cuenta, como se dieron, que en caso de que necesitaran huir de la isla, no podrían hacerlo nadando. Un motivo de pesadumbre que provocó que el ceño se les aborrascara metidos en reflexiones en las que los callejones sin salida eran protagonistas de primera.
El tiempo fue pasando inexorable. El sol estaba a punto de ponerse. Pronto las sombras de la noche se enseñorarían del contorno. Y vendrían más días y más noches. Y se les acabaría la comida…
Uno de los gemelos se enfrentó a su hermano:
-Tuya es la culpa. Tuya fue la idea…
-Ya. Pero no se te olvide que quien arrojó la piedra contra la barca fuiste tu…
-Eso solo fue una pequeña grieta que tú agrandaste con otra piedra…
-Y me animaste riéndote…
-Lo hacía como reflejo de tú risa…
-Si no hubieras venido a recordar lecturas pasadas nada habría ocurrido y ahora estaríamos de vuelta…
-¡Míralo! Ya no se acuerda que me propuso venir al islote de nuestros padres…
-Si sabías lo que iba a ocurrir, ¿por qué no me dijiste nada?...
-¿Qué pasa?... ¿Tú no piensas?...
-¿Por qué dices eso?... ¿Me estás llamando bobo?... Bobo lo serás tú…
-Bueno, un poco bobo si que eres…
-¿Yo?... Y tú gilipollas…
-Repite eso…
-¡Gilipollas!...
-¡Ah, si! Pues toma…
Y le soltó un puñetazo. El otro quedó un poco atontado con el golpe. Se tocó la nariz. Al ver sangre en sus dedos se encorajinó lanzándose contra su hermano al que arañó en la cara y tiró al suelo. Buscó este una piedra que agarró con la mano derecha y se levantó, pero el otro ya estaba corriendo a esconderse entre la maleza que cerraba la isla de la playa. Hacia allá lanzó la piedra el gemelo arañado. Oyó un grito de dolor y enseguida un silencio. Como estaba a la orilla del mar se lavó la cara. Sintió escozor. Comenzaba a oscurecer. Por el oeste ya el sol se había puesto y aparecía el horizonte teñido de rojo. Su rostro se ensombreció pensando en su sangre y en la de su hermano. Estaría sangrando por la cabeza porque cuando lazó la piedra y oyó el grito al mismo tiempo él había sentido un impacto, un golpe de algo duro en la cabeza. Seguro que le había dado a su hermano. Sintió pena. Iría hasta donde estaba su hermano. Harían las paces. Marcharían a la mansión. Buscarían por allá algo con lo que comunicarse. Total a pocos kilómetros está su pueblo. Desde aquí ya comenzaban a verse las luces. Avisarían los vecinos a sus papás. Pero no, primero se curarían, a continuación una ducha, más tarde cenarían… Atrancarían la casa, por si acaso. Nunca se sabe. Por la mañana avisarían. Sus padres estarían aún de viaje de negocios. No les molestarían. Se alarmarían sin motivo.
Iba pensando todo esto mientras se dirigía hacia el lugar por donde su hermano se metió. Aquí ha sido, se dijo. Separó algunas ramas. Su hermano estaba con la cara ensangrentada. Lo estaba esperando con un varapalo en la mano, que asestó contra la cabeza de su hermano hundiendo uno de sus nudos en el cráneo. Comenzó a sangrar desmayándose.
Al principio lo miró con odio y satisfacción. Fue un instante. Casi de inmediato se alarmó arrodillándose junto al cuerpo como muerto de su hermano.
-Por favor, hermano, despierto. No te mueras. Pero, ¿qué he hecho?...
Y lo zarandeó, lo abrazó, lo besó. No sabía qué hacer… Abrió los ojos el desmayado y al ver a su hermano inclinado ante él y todo ensangrentado dijo casi en un susurro:
-¿Qué te he hecho, hermano?
--Nada, hermano, yo si que te he herido. ¿Puedes andar?... ¿Si?... Vámonos a casa.
-Si, vamos. Se hace de noche. Y el camino es largo.
Mientras el temor y el tumor llegan a las gargantas de los gemelos, los gusanos esperan su turno. En la isla todo es silencio. Solo el rumor del agua rozando la arena blanquísima quiebra ese silencio que acongoja a los gemelos. Si no fuera por la sorda música del agua habrían enloquecido. El mar es la esperanza. Por allí vinieron a la aventura y por allí vendrá, si viene, su salvación
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Hacemos un descanso en la presentación del joven albañil, Al-Jaliloskar, con una, ya tradicional, rubayata de Omar Khayyam. Estaa dice así:



Si tuviese en mis manos sobre el cielo poder,
Sin tardanza ninguna lo haría demoler
Y alzaría otro mundo en donde un hombre libre,
Sin cerrarle caminos, encontrase el placer.

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