viernes, 18 de abril de 2008

José María Amigo Zamorano: Una Meada en la Ópera

Una meada en la ópera

Fue un acontecimiento muy comentado en la ciudad: La ópera fue un fracaso ruidoso, nunca mejor dicho. La noticia corrió de boca en boca: cuando llegó al cenit de dramatismo todo el público prorrumpió en una sonora carcajada. Sin embargo, los cantantes siguieron como si nada hubiera ocurrido. Eso si, un poco corridos por la vergüenza.

Los espectadores, a veces, quedaban en silencio. Pero en cuanto salía a escena el nuevo cantante, la hilaridad no podía contenerse en su magín y salía desbordando por donde le daba la gana.

Una señora con sombrero de plumas azules y vestido de terciopelo del mismo color, de variante azul prusia, se puso roja como un tomate y... rió, rió y rió y... no pudiendo contener sus esfínteres se orinó, se orinó y se orinó.

Se meó, como se dice vulgarmente, patas abajo. Y no encontró otra forma de disimularlo que ponerse en pie para que el líquido y cálido elemento resbalara piernas abajo en dirección al suelo del patio de butacas, sin empapar su azulada y prusiana vestimenta de terciopelo.

Ese gesto fue imitado por otras excelsas damas quienes, sin duda, se hallaban en situación de urgente micción.

Provocaron, asi, que sus acompañantes y el resto del público se levantara de sus asientos para reir con mas comodidad y mear más a gusto sin estropear sus burgueses o aristocráticos oropeles.

De modo que la risa se hizo más sonora. Mas estruendosa.


El cantante, que no entendía esa risa escandalosa y tan general cuando atacaba el solo dramático de un dolor casi infinito por la muerte de su amada, recogió su voz con arrojo, con valentía, como en un puño y la lanzó adelante, hacía esos atildados burgueses y aristócratas en un torrente sublime, en una cascada de tonalidades que hizo historia en el arte del bel canto.

Pero eso... sería más tarde, mucho más tarde.


Ahora la risa se enseñoreaba de las enjoyadas señoras y de los rechonchos y calvos señores que se regocijaban con el tic del cantante.


Éste había sido contratado recientemente, tras una dura selección y un fatigoso casting. Los responsables se alegraron de haber descubierto un artista sobresaliente de entre el pueblo más pobre. Y así lo habían presentado ante la sociedad: una piedra preciosa surgida del barro. Le dieron, en esta ópera, un papel que, aunque secundario, era fundamental en el desarrollo de los acontecimientos del drama operístico.


Sólo la desgracia para él vino a torcer su arte. Cuando, como ya hemos dicho, iba a comenzar su lamento amoroso, los nervios se mostraron de la manera más cruel y grotesca transformando su boca y uno de sus ojos en un rictus y temblor incontenible sin que él fuera consciente. Y, de la fiereza que debería tener su rostro tiznado de negro, su cara rupestre, se transformó en una incomparable careta cómica.


Los espectadores ya no se sentaron.


Terminó la función entre risas, en parte por la faz del cantante y en parte por la comicidad de sus meadas. Burguesas y aristocráticas, pero meadas al fin.

Cuando el local se vació, todo él se llenó, inmediatamente, del olor de los meados.


El cantante se quedó sin trabajo, volvió al barro y lloró en brazos de su mujer e hijos. No volvió a saberse nada de él.


Pasados unos nueves meses muchas damas parieron. Y si uno tiene la curiosidad de acercarse al juzgado, para leer los nombres de los niños nacidos ese año, verá que muchos de ellos tienen nombres de personajes de la ópera representada aquel día de la gran risotada.


Ahora, como se hizo un registro sonoro de la opera, se reconoce, toda ella, y sobre todo el solo dramático, como una verdadera joya de arte.

Los burgueses y aristócratas compran la grabación, añorando aquella meada en la ópera.

Y se ríen.

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